Terror en el Río de la Plata: tres autores tres
Una de las grandes ventajas de elaborar teoría literaria en librerías de usados (el “medio digital”, como lo llamo, ya que la mayor cantidad de información proviene a través de la manipulación de las contratapas) es que las relaciones entre las obras surgen natural y espontáneamente, e incluso se imponen por simple contigüidad espacial. Hoy le toca al rubro subsidiario de las adaptaciones a la historieta. La Argentina en Pedazos, volumen editado por Ediciones de la Flor hace años, contiene varios de estos especímenes. Detengámonos en dos de ellos para encontrar la punta del ovillo prefigurado en el título de esta nota.
El Matadero (1840), de Esteban Echeverría, adaptado por Enrique Breccia.

Como todas las grandes obras de la literatura –o una parte importante de ellas- esta pieza tiene la cualidad de contener a su propio contrario. Eso explica la categorización de “grande”, que debe leerse aquí en un sentido puramente espacial, tipo masa de tarta, estirable según la época y el lector (como pasa con el Quijote, que vendría a ser una apología o una burla del idealismo romántico dependiendo del siglo que a uno le toque en suerte).

En el caso de El Matadero, a Breccia le alcanza sólo con hacer hablar a uno de los personajes en una letra cursiva muy fifí para construir una lectura diametralmente opuesta a la de Echeverría, sin necesidad de modificar el texto original. En esto hace sentir todo el rigor de la historieta y su voluntad de traicionar a la palabra escrita a partir del mínimo truco de mostrar aquello que el texto declama.
Recurrimos entonces a la exposición de las viñetas, dejando en claro que las parrafadas que se incluyen en ellas corresponden a las obras originales. Dos pájaros de un tiro. Que tomen nota las autoridades.

Barro y sangre son los dos términos que definen al matadero de Echeverría, y si bien lo de la sangre ya está un poco cantado por la naturaleza del lugar, es lo otro lo que me interesa. El barro, loco, el barro.
Las Puertas del Cielo (1951), de Julio Cortázar, adaptado por Carlos Nine y Norberto Buscaglia.

El segundo relato del volumen delaflorense redefine la línea de acción impuesta por el primero. Si en El Matadero el terror provenía de la amenaza de la eliminación física de la flor de nuestra juventud a manos de oscuros seres aluvionales, Las puertas del cielo –que debe ser leído junto a su doble espiritual, Casa tomada– sugiere que la sola presencia de estas criaturas (“los monstruos”) ya constituye todo el peligro.

Cien años han pasado entre ambas obras para que la idea comience a tomar forma, y esta forma es la del río. Un río que invade el estuario del Plata en un sentido extraño, invertido, de sur a norte, lo que no se corresponde con el recorrido usual del Paraná. En este caso, el río se llama Paranoia, y pone un pie en el mundo de lo perceptible desde el momento en que cruza el Riachuelo con dirección a otras aguas, más límpidas, que brotan de la Plaza de Mayo. Muy fluvial si se quiere, todo este asunto, pero no queda mucho más remedio que ir al fondo de la cuestión y meter las patas en la fuente desde que el “aluvión zoológico” del 17 de octubre fuera bautizado como tal. Énfasis indignados se han puesto sobre el segundo término de la etiqueta, llegó el momento de reconocer los méritos geográficos del primero; logro que es admitido -acaso de manera inconsciente- por algunos ideólogos del Movimiento. Después de todo, el “gigante invertebrado y miope” de J. W. Cooke bien cabe en un río. Algo de esto intuyó el pobre Lugones, cuando fue a matarse al Tigre. Parece que dejó una carta y todo, donde avisaba al final que “no hay sino lodo, lodo y más lodo.” Lamentablemente, la advertencia fue desoída por las autoridades, que acaso no confiaran demasiado en los vaticinios del vate.

Llegamos al final de nuestro recorrido cuando mis ágiles dedos se topan con un ejemplar de la revista Orsai, de fecha reciente, en donde algún desgraciado con demasiadas boletas de gas impagas se ha tomado el atrevimiento de adaptar a la historieta un cuento de la escritora Mariana Enríquez.
Bajo el agua negra (2016) de Mariana Enríquez. Adaptación aparecida en la revista Orsai.

El cuento original de Enríquez forma parte del volumen Las cosas que perdimos en el fuego, en donde figuran otros títulos que evidentemente integran un ciclo, o, cuando menos, un mismo paisaje mental. Pienso en El chico sucio (cuento que ya obra en mis manos, cortesía de la casa), en donde una señora de clase media intenta alimentar a un chico de la calle a base de helados o leches cultivadas y una buena voluntad tan poco nutritiva como estos productos. El niño termina por esfumarse en el aire, sugiriendo que su madre, la real, lo ha entregado a algún culto satánico, dado que esta buena mujer los produce de manera discrecional -aunque poco discreta- en algún callejón cercano, cheaper by dozen. Refuerza esta idea la presencia de una travesti amiga, que vendría a graficar el polo opuesto de una femineidad desprovista de la posibilidad de concebir.

En el caso de Bajo el agua negra, la protagonista es una fiscal que investiga una serie de extraños sucesos ocurridos en Villa Riachuelo. Parece ser que los pibes arrojados al agua por la policía están volviendo de las profundidades del barro químico en una secuencia de resonancias lovecraftianas. Macumba, macumbia y mucho shogoth hacen que las voluntades de la progresía local (encarnadas por la protagonista y un cura marca concilio vaticano segundo) se estrellen contra la fuerza de elementos que no son tanto algo que haya sido arrojado al río como una cosa surgida de su interior. El heraldo de la peste vendría a ser otra chica embarazada, un ser al margen de lo humano, a la que nuestra fiscal intenta alimentar a base de cocacola, recordando de paso a otras tantas gestas e ingestas de la democracia.

Es que, en realidad, Bajo el agua negra lleva implícita la coma que lo transformaría en “Bajo el agua, negra” y el cuento de alguna manera logra cerrar la oración que Echeverría inició casi doscientos años antes. Solo que hoy el terror es gestante.

Se sabe que aunque las fuerzas de la razón pueden tomarse su tiempo para formular una idea, siempre llegan a puerto. Todas las madres aluvionales lo saben. Con las manos clavadas sobre las asas de su instrumento -otra que la “concha del apuntador”-, siguen ahí paradas, susurrando porquerías a los oídos de la Historia. Ajenos a las esterilizaciones del libreto, con ustedes, los monstruos.