CHAPADMALAL NO CREE EN LÁGRIMAS

Por: Mariano Schuster

Una suerte de museo de piedra argentino basado en un derecho: el de “conocer el mar”. Peronismo, izquierdas, clases medias y Estado. La perspectiva de dos jóvenes que tenían en común la militancia en el comunismo, los veranos en la costa y una misma conclusión frente a los nueve hoteles de la Fundación Evita: “Aunque pongas la bandera roja, traigas a Fidel o hagas una revolución proletaria que reparta la tarjeta CABAL, este lugar va a tener siempre la impronta que le dio el peronismo”.

A Santiago Rodríguez Rey y Federico López

Porque estás vivo y al Sur
entre los muertos y el mar
y canta tu corazón

cuando quisiera llorar.

Alfredo Zitarrosa. “Poeta al Sur”

Dani Rubinstein era bajito, algo gordo, bastante canchero y tremendamente avispado. En esa época – y esa época es “a fines de los 90”- tenía una capacidad que yo creía única: podía avisar, diez o quince minutos antes, el momento en el que la policía iba a reprimir en una manifestación. Según él, no se trataba de videncia ni de conocimientos sobrenaturales, temas todos que rechazaba de plano. Dani decía haber hecho un cálculo promedio de las represiones en los últimos cinco años para deducir, más o menos, los momentos exactos en los que iban a empezar a caer gases lacrimógenos, balazos y cachiporrazos. Es muy probable que no siempre acertara y que, en realidad, se diera cuenta, como todos, de que había un ambiente más o menos espeso. Pero yo prefería tenerlo al lado.

Dani andaba siempre con una remera manchada, unas Topper viejas y una barba rulosa demasiado crecida. A la distancia me parece que era un pibe de 20 o 21 años que tenía una pinta rara, a medio camino entre Jorge Cafrune y Carlos Escudé. Pero esa barba solo delataba una judeidad que llevaba con orgullo por las calles de Villa Crespo, un barrio del que, según decía, quería escapar.

Nos habíamos conocido en una de esas marchas en las que él adivinaba el tiempo de la represión. Era contra el Área de Libre Comercio de las Américas, más conocido como ALCA. Hoy es un proyecto olvidado, pero, a fines de los 90 y principios de los 2000, todavía estaba muy en boga. Según los expertos, se trataba de un área de libre comercio que traería prosperidad y crecimiento económico. Pero para nosotros era, en realidad, parte del proyecto neoliberal de unos hijos de puta, un nuevo artilugio del imperialismo internacional para sojuzgar a los pobres pueblos del sur. Decíamos, a viva voz, que los trabajadores enterrarían ese proyecto norteamericano. Quizás porque no considerábamos que, en noviembre de 2005, lo enterraría un presidente peronista en un multitudinario acto en Mar del Plata. Menos todavía, imaginábamos que lo haría al lado de Maradona que, para esa Contracumbre de las Américas, se había ido con una remera con la cara de George Bush y la leyenda: “War Criminal”.

A veces me pregunto qué era lo que nos unía. Con Dani nos veíamos poco, como si intuyéramos que la nuestra era una de esas amistades que funcionan mejor en el recuerdo que en la permanencia de una realidad demasiado igual a sí misma. Teníamos diecinueve o veinte años, esa edad en la que tantas cosas se tienen sin un agarre fuerte, como si uno supiera que va a perderlas rápido. Creo que, de verdad, lo que nos unía era un cierto grado de insatisfacción pequeñoburgués: los dos queríamos ser rojos por fuera de los mandatos de nuestros padres rojos. Yo lo intentaba forrando mis carpetas con la cara de Stalin, de Fidel y, más tarde, de Chávez. Descontaba la molestia de las facciones radicales y liberalonas de la familia. Pero a las que de verdad quería joder era a las otras: a la trotskista devenida en socialdemócrata y la que había tenido que exiliarse por seguir las ideas de avanzada del Camarada Mao. Sabía que a mis familiares dignamente progres y antimenemistas el rojerío prosoviético (incluso post-caída del Muro) iba a molestarles más que una foto de Milton Friedman. Dani me veía así y se cagaba de risa. Pero a él no le salía bien ese afán adolescente por la molestia familiar. Al final, con todas sus críticas, hacía lo que habían hecho en su día su viejo y su vieja, y también su zeide (su abuelo): repartía Nuestra Propuesta, el diario del Partido Comunista, en las inmediaciones de la plaza Benito Nazar.  No era un militante muy activo, pero era un militante: de esos que critican todo cuando están con los suyos, pero lo defienden cuando se encuentran con los contrarios. Excepto cuando los contrarios, como yo, fueran amigos y entonces sí, pudiera decirles la verdad.

Teníamos diecinueve o veinte años, esa edad en la que tantas cosas se tienen sin un agarre fuerte, como si uno supiera que va a perderlas rápido. Creo que, de verdad, lo que nos unía era un cierto grado de insatisfacción pequeñoburgués: los dos queríamos ser rojos por fuera de los mandatos de nuestros padres rojos.

A Dani, entonces, lo que de verdad le interesaba era la poesía. Y no la de Neruda en Canción de Gesta o Invitación al Nixonicidio, dos libros perfectamente olvidables. Tampoco la del comunista paraguayo Elvio Romero, ni la de los tótems del PC local, Hamlet Lima Quintana y don Armando Tejada Gómez. Y no porque no le importara como al mendocino que, exactamente a la hora en la que él repartía Nuestra Propuesta, hubiera un niño en la calle, sino porque estaba hinchado las bolas de la reflexión social, porque tenía la sociedad hasta en los huevos, y ya no sabía bien como extirpárselos. Su manía juvenil era algo más que obvia: Rimbaud y Baudelaire, los surrealistas, algo de René Char, los beatniks, la Sylvia Plath, la Anna Ajmatova («una representante del pantano literario reaccionario apolítico» según el estalinista Zhdanov). Los poetas del compromiso con la vida y no con las causas.

Hoy, Dani no es poeta y tampoco es comunista. Es empleado de una compañía multinacional en Estados Unidos. Ejecutivo de creatividad – dice, con un orgullo que sabe falso. Como mi amigo Alejandro me dijo alguna vez: “aunque te vistas de cristiano o de liberal, vos nunca vas a dejar de ser un rusito progre”. Uno es lo que es, pero todos necesitamos, como decía el pelado Lenin en sus Tesis de Abril, sacarnos la camisa sucia y ponernos ropa limpia. Dani sabe – y yo también- que nunca dejó de ser comunista. Quizás hoy lo es en otro modo. En el modo anticomunista. Macartista irredento, ve revoluciones donde no hay nada más que reformas mínimas. Desde su piso en Brooklyn le teme a Bernie Sanders y a “la Ocasio” -como la llama él- más que al propio Trump. Adora a la élite liberal, aprecia el dinero y da la vida por un aplauso de su jefe. Estoy seguro, sin embargo, de que si le mandase hoy un poema de Tejada Gómez, lo valoraría más que en el pasado. Y que lloraría, en la inmensidad de la noche neoyorquina, con un tango de Pugliese.

Hoy, Dani no es poeta y tampoco es comunista. Es empleado de una compañía multinacional en Estados Unidos. Ejecutivo de creatividad – dice, con un orgullo que sabe falso.

¿Qué le va a hacer Dani, si es un hijo pródigo de la cultura comunista argentina? Andá a escaparte vos de tu origen, a ver si podés. Una cultura criticada y vapuleada, acusada de más y entendida de menos. ¿Equivocada? Quizás como el comunismo mismo. ¿Pero quién dijo que no son necesarios los equivocados? La historia se hace con el conjunto de errores que a veces terminan en tragedia, en farsa o, como en Argentina, en franca intrascendencia.

El pobre Dani ya lo tenía claro: “Me crié con esto”, decía, y señalaba los libros de discursos de Athos Fava y Vittorio Codovilla, los documentos de Fernando Nadra, los libritos de Lenin publicados por Editorial Cartago. “Mi viejo y mi vieja, mi zeide y mi bobe estuvieron en la URSS, hicieron cursitos en la Lomonosov, pusieron guita para esos movimientos por la paz mundial y contra la guerra nuclear que escondían siempre una hoz y un martillo de fondo. Pero a mí lo que más me gusta de nuestra cultura ­– seguía Dani- son nuestras vacaciones en Chapadmalal”.

Dani no era un comunista argentino. Era un argentino comunista: primero el Atlántico. Como tantos bolches, progres e izquierdosos de la pequeña burguesía, veraneaba en el camping RCT. El nombre oficial era Residencias Cooperativas de Turismo pero él aseguraba que, en realidad, era Revolución Científico Técnica. Los cooperativistas del PC – que se nucleaban en el Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos- lo habían creado en 1981, así que quizás no le faltaba razón. En esa época, los soviéticos hablaban mucho de alcanzar a Estados Unidos en la carrera tecnológica, y presumía que sus camaradas habían hecho una jugarreta con el nombre. Dani era un Isidoro Gilbert de andar por casa.

Como tantos bolches, progres e izquierdosos de la pequeña burguesía, Dani veraneaba en el camping RCT. El nombre oficial era Residencias Cooperativas de Turismo pero él aseguraba que, en realidad, era Revolución Científico Técnica.

Una tarde, conversando sobre la costa, Dani me dijo algo así: “El problema de los comunistas es que la historia nos viene demasiado grande. Nosotros nos la pasamos diciendo que vivimos en la prehistoria de la edad humana, y que con el comunismo va a empezar todo de verdad. Pero tenemos un hotel en Chapadmalal y nadie se va a creer que Chapadmalal es comunista por eso. Ves los nueve hoteles de la Fundación Evita y decís: aunque pongas la bandera roja, traigas a Fidel o hagas una revolución proletaria que reparta la tarjeta CABAL, este lugar va a tener siempre la impronta que le dio el peronismo. Quizás me equivoco y en algunos siglos eso cambia: pero los comunistas nunca tenemos unos siglos para esperar”.

Pensé en eso hace unos meses cuando, durante una breve estancia en Mar del Plata, decidimos ir con mi novia y mis suegros a pasar una tarde en Chapadmalal. Mis vacaciones de infancia y adolescencia siempre fueron costeras. Veraneaba en La Lucila, por mi familia materna, y en Miramar – ese paraje que, como dice mi amigo moishe Andrés, es un paraíso para la infancia y un castigo para la adolescencia- por mi familia paterna. Tuve, como muchos otros chicos de clase media, mis momentos marplatenses. Pero Chapadmalal era, al menos para mí, un mundo distinto a todo: un mundo que solo encontraba en los libros y en las viejas postales peronistas. Los que deambulamos por San Clemente, Gesell, Aguas Verdes, La Lucila, Miramar o Costa del Este, intuimos que esa es una costa de la sociedad. Creada como se crea casi todo en Argentina: a los empujones, con ganas, esfuerzo, con un Estado al que le reclamás hasta que te banca. Pero Chapadmalal es otra cosa: un espacio creado para que no sea necesario empujar y pedir.

Hace muy poco, Elisa Pastoriza y Juan Carlos Torre publicaron un libro maravilloso. Se llama “Mar del Plata: un sueño de los argentinos”. Se trata de una historia de la Perla del Atlántico que va más allá del cliché (son gente seria, no como uno) y que se resume en esta idea: a Mar del Plata la hizo la sociedad civil y la organizó el Estado. Fue aristocrática, fue obrera (la Comuna Roja de los socialistas en los años 20), fue de clase media y, con el peronismo, llegó a los sectores populares. El Estado -particularmente el comandado por Perón y Evita- ordenó tendencias ya existentes y le imprimió su sello. Con sus hoteles sindicales, con el derecho al mar de los de abajo. Pero el sueño estaba ahí. Se necesitaba darle una forma.

A Mar del Plata la hizo la sociedad civil y la organizó el Estado. Fue aristocrática, fue obrera (la Comuna Roja de los socialistas en los años 20), fue de clase media y, con el peronismo, llegó a los sectores populares.

Si en Mar del Plata, la política ordenó un sueño de los argentinos en Chapadmalal lo vislumbró. Chapadmalal fue la tierra prometida para esos a los que no les habían prometido nada. Un sueño para los que no habían dicho si tenían un sueño. Una mera decisión: como cuando Dios se levanta y dice…tranquilos, judíos, yo les digo para donde arrancar.

Y fue más o menos así. En 1945, el gobierno peronista expropió 650 hectáreas del terrateniente Eduardo Martínez de Hoz y puso la cosa en marcha. Una ciudad balnearia para niños, ancianos y trabajadores públicos. El plan quinquenal ordenaba laburar bien, pero de raje. Cinco años para cumplir un sueño necesario pero que no había pedido nadie a viva voz: que los chicos pudieran ver el mar. Gratis. Con todo pago. Que llegaran de Santiago del Estero y de la Capital Federal, de la Patagonia y de Misiones, de La Pampa y de La Rioja. Para ellos iba a haber un hotel especial. Pero los otros ocho también eran particulares: se regían bajo una consigna que ahora, mientras escribo, me hace lagrimear un poco. “Usted se paga el viaje, la provincia el hospedaje”. Domingo Mercante, el goberna peronista, llevaba con gusto al morochaje hacia sus costas. Chapadmalal: el mar como derecho argentino.

Si en Mar del Plata, la política ordenó un sueño de los argentinos en Chapadmalal lo vislumbró. Chapadmalal fue la tierra prometida para esos a los que no les habían prometido nada. Un sueño para los que no habían dicho si tenían un sueño.

Tutelada por la Fundación Eva Perón, la Unidad Turística de Chapadmalal se convirtió -junto a la cordobesa de Embalse Río Tercero– en un experimento único. Un hotel para pibas y pibes, nueve hoteles para familias laburantes que llegaban a meter casi 3.000 personas y 19 bungalows para los trabajadores del complejo. Adentro había de todo: farmacia y salita médica, oficina de correos, teléfonos para contarle a la parentela que ya habías pisado la playa, confiterías con pista para el bailongo, salas de juegos, canchitas de deportes y una capilla. Había y hay, además, una unidad presidencial. Esa que usaron todos los mandatarios: peronistas y radicales, democráticos y de facto. Como si se hubiera querido dar un mensaje: acá, donde vienen los chicos a hacer turismo social, también vienen los y las presidentes. En una residencia igual a la de los trabajadores y a la de los chicos están los que juran por la Patria, por Dios o por lo que sea. Los que se ponen la banda.

En cada paraje de la Costa Atlántica, la sociedad consiguió su derecho a las vacaciones. Pero Chapadmalal fue otra cosa: el epicentro del corazón de ese derecho.

¿Cuántos trabajadores y trabajadoras llegaron a las costas de Chapadmalal como si esa playa fuese una nueva tierra prometida? Chapadmalal como una Nueva Jerusalén. El Estado no era un Dios -nunca debe serlo- pero bien podía ser un profeta: un Moisés con su báculo abriendo las aguas diciendo: “vengan, trabajadoras y trabajadoras, pasen…es por acá: el mar es suyo”. Un pasaje hacia la dignidad. Porque, ¿qué mayor dignidad podía haber en 1950 que ir en peregrinaje hasta la costa? Y la costa era “esa”: como la tierra seca que Dios le entregó a los judíos. Había tierras mejores que esa, pero esa era esa. Dura, con viento, medio desértica: en Chapadmalal, como en Israel, todo estaba por hacerse.

Hoy, esa Nueva Jerusalén parece abandonada. Los hoteles, moles blancas con cabeza roja, sufren los azotes de un tiempo que se fue. Acuerdos perdidos y solo evocados, como acá, melancólicamente. El siglo XX tenía muchas razones para decir adiós: pero muchos tenían razones para no querer decirle adiós al siglo XX. Al menos a esa porción del siglo XX que, después de matanzas y carnicerías (aquí lejanas), les dio un acuerdo: el de pisar la costa y jugar como esos otros. Si no tenés plata, aguantá que te bancamos. Chapadmalal siempre te espera.

¿Qué mayor dignidad podía haber en 1950 que ir en peregrinaje hasta la costa? Y la costa era “esa”: como la tierra seca que Dios le entregó a los judíos. Había tierras mejores que esa, pero esa era esa. Dura, con viento, medio desértica: en Chapadmalal, como en Israel, todo estaba por hacerse.

Chapadmalal es parte del corazón atlantista. Un corazón que es más que proletario y menos que burgués. Es, en alguna medida, como el verano mismo. ¿Qué es el verano argentino? El momento en el que todos quieren ser de clase media. No quieren meter las patas en la fuente. Quieren meter las patas en el mar. Octubre existió para que llegue enero.

Y acá estamos, ya a fines de mes. Momento de rajar, si es que es posible. En una semana hago la valija. Me voy de vacaciones a Chapadmalal. Una playa con historia y, esperemos, también, que con futuro. Dos de los hoteles, dicen desde el gobierno, vuelven a ser para turismo social. ¿Habrá chicos y chicas veraneando ya mismo gracias a la mano del Estado? ¿Estarán los pibes y las pibas que van con programas como Jóvenes y Memoria? ¿Encontraremos a algún jubilado que va al reencuentro de esa primera playa que conoció hace ya muchos años?

¿Qué es el verano argentino? El momento en el que todos quieren ser de clase media. No quieren meter las patas en la fuente. Quieren meter las patas en el mar. Octubre existió para que llegue enero.

Mi amigo Dani está en Nueva York. Sé que me diría que vaya a RCT, el camping comunista de la costa peronista. Quizás me dé una vuelta. Pero Chapadmalal no cree en lágrimas.

Mientras miro los viejos hoteles, yo ya soy parte del mar.

***

Algunas de estas imágenes pertenecen a la sección Fotos de Familia del Diario La Capital de Mar del Plata, otras han sido tomadas de medios actuales y de la época y de la colección personal del autor del texto.

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