SOLAPAS ILUSTRADAS: LEONARDO CASTELLANI

Por: Lucas Nine

Esta selección de las grandes frases de la literatura universal, ilustradas por Lucas Nine, nos fue presentada por su autor como una “revisión gráfica del canon literario, realizada de coté y en librerías de segunda mano”. Con ustedes, los dudosos resultados.

Salvo por lo de que se sirvieron ravioles, es difícil imaginarse como pudo haber sido el famoso almuerzo que Videla ofreció a un grupo de escritores a dos meses del golpe de estado del ’76, y eso que se le dedicaron películas enteras. Lo que más o menos se sabe es que a la hora del escarbadientes, Borges declaró a la prensa que el presidente “era todo un caballero”, Sábato (que después escribiría prólogos muy bonitos para la Conadep) se extendió sobre el “altísimo grado de respeto mutuo” y que el padre Leonardo Castellani en cambio prefirió pedir por la aparición de Haroldo Conti. Sin embargo, si por alguna extraña razón se nos ocurriese buscar los libros de este señor Castellani (la lógica indica que debió haberlos, si estaba invitado a un almuerzo de escritores) podríamos llegar a pensar que “son una incógnita, no tienen entidad, no existen”.

¿Quién era Leonardo Castellani (1899-1981)? Contar su vida llevaría un par de tomos. Cura, escritor, ensayista, poeta, jesuita al que los mismos jesuitas metieron en un hospicio del que terminó fugándose; usted nómbrelo, Castellani estuvo ahí. Los que no están, en general, son sus libros.

Por eso, grande es mi sorpresa cuando rebuscando en una batea polvorienta, perdida por los fondos de esta librería de segunda mano, encuentro una de sus obras. Su Majestad Dulcinea, promete el título.

¿Y esto?

Eso no se toca. Déjelo ahí. Los ácaros pueden ser fatales. Me explico, ¿verdad?

La tensa respuesta del librero me hace colegir que otra vez metí las manos donde no debía. Pero mi curiosidad es más fuerte.

Oiga, este me interesa. ¿Cuánto cuesta? Puedo pagar buen dinero…

Tarde se acuerda del dinero. Suelte ese libro o el que lo intereso soy yo y de lado a lado.Y luego, viendo como me dirijo lenta pero inexorablemente hacia la puerta sin dejar de sostenerle la mirada ¡García! ¡Lorca! Vigilen la salida. Que no escape.

García y Lorca (dos metros cada uno) me esperan en el umbral. Estoy perdido. Sin embargo, había un arma dispuesta para su uso en la misma batea donde encontré esta joya; un volumen llamado “Lugones”, firmado también por Leonardo Castellani, y editado por la Biblioteca Nacional, administración Horacio González.

También me llevo este agrego velozmente. Imagino que un escritor editado por el inobjetable intelectual González estará fuera de cualquier índex de libros prohibidos, ¿verdad?

¡Maldición! ruge el comerciante, palideciendo ante el librito de la “BN” como un loro frente a un ramillete de perejil. Me doy cuenta que acabo de encontrar el argumento correcto, aquel que no admite réplica. Rebuscando en mis bolsillos sin mirar –nunca bajar la guardia– doy con un puñado de billetes al azar y se lo arrojo a la cara. Sospecho que se trata de australes. Y luego, siempre de espaldas a la pared, sigo reculando hacia la salida, intentando leer Su Majestad Dulcinea con un solo ojo. Que tomen nota las autoridades.

Fragmentos de Su Majestad Dulcinea (escrito entre 1946 y 1956)

El 24 de diciembre, víspera del día de las Américas Unidas, había enorme movimiento en Buenos Aires, y por consiguiente el popular deporte de la «gataparida» estaba en pleno vigor en las puertas del «Sute» Aquella antigua y popular costumbre de precipitarse como manada a los codazos, pisotones y empujones hacia la puerta de los coches y luego después sobre los asientos, originada en una necesidad, se había convertido en un juego y una diversión. Las mujeres no eran las menos entusiastas de este ejercicio. La gente dirigente se venía a veces con sus autos atómicos a la estación Chirusita, o Canning o Callao (actualmente Schnoeckel) a presenciar las escenas pintorescas a que el juego daba lugar. A los que entraban último, se los llamaba «Cristóbales». Las mujeres feas eran abandonadas, y no encontraban pareja que las hiciese entrar. Las reglas del juego eran sencillísimas. Las riñas entre muchachones que se ocasionaban y se liquidaban adentro, constituían una sabrosa variación o apéndice al popular deporte. Es necesario que el pueblo se divierta.

Pero aquel día, la víspera de «Las Américas», ocurrió en la estación Schnoeckel un accidente inesperado que había de ser el comienzo de una sorprendente serie de sucesos. Cuando la manada se precipitaba gozosamente a la puerta, chillando los niños, putiando los hombres, prendidas las mujeres de sus compañeros y pasado el brazo de los jóvenes por la cintura de sus parejas, se oyó un potente grito de ¡alto! que los detuvo a todos; y un obrero de mameluco azul con un cinto policial de cuero negro se abrió con brusquedad paso en el bodoque, y poniéndose a la puerta, grito: — ¡En fila todos! Así se entra por orden, empezando por los últimos. Pase usté primero, señora.

(…)

—Pase usted, señora, y después los demás, empezando por los últimos, las mujeres primero ¡mar! 

Se adelantó una mujeruca de luto, muy fea la pobre, con un chiquillo en brazos que parecía un mono. El hombre de mameluco le hizo una gran reverencia y riendo un poco besó el rostro cachetudo y asimétrico del botija. La gente comenzó a reír al tiempo de entrar al coche. 

Partió al fin el convoy, con gran alivio del guardia, que había mirado perplejo la extraña escena.

Apenas rompió a andar, el hombre del mameluco subió a una banqueta y haciendo con los largos brazos un molinete de «yiu -yitzu» impuso silencio, y les echó una arenga.

— Sabed, hermanos, que llegara un día en que los últimos serán los primeros, y los primeros serán los  últimos. Vendrá un hombre de fe que pondrá orden en la tremolina. Y ese día no anda muy lejos, a lo que colijo. En ese día, de poco le servirá a la gente llevar en el ojal la «marka”.  Al contrario, se irán a la cola los que llevan la marka roja, y muchos de marka blanca, o mejor dicho, sin marka, pasaran adelante. Así que, los que son fieles, aguanten un poco, que el que tiene que venir vendrá, y ya no tardará. Marán Atha.

— ¡El Cura Loco! —gritó un pasajero— ¿Usté es el Cura Loco?

El vagón, que estaba repleto de gente, se volvió como un solo hombre al mameluco de la banqueta. Traía sobre los hombros un ponchito sutil de vicuña, muy rico, con visos violetas o purpura. 

Se hizo un silencio tan profundo que el ruido del motor parecía un trueno lejano. Una mujercita lo rompió gritando:

— Viva el Cura Loco.

Otra dijo:

— ¿Existe Dulcinea?

La gente se empezó a levantar y a rodear al mozo espigado.

Una viejita afirmo:

—No pue-ser el Cura Loco. Murió ahogado en Marel Plata. Lo mataron. Me salvó a mi nieto, lo ayudo dispará ela cárcel.

Los pasajeros empezaron un tiroteo de preguntas a la angulosa faz, dura en las quijadas, aunque sonriente en los ojos:

— ¿Donde esta Dulcinea?

— ¿Es cierto que es la más linda del mundo?

— ¿Es verdá que usté hace prodigios… gualichos?

— ¿Es cierto que es hijo de un cacique ona?

— ¿Es verdá que fue volantinero?

— ¿Cómo pudo escaparse del torpedero Ghioldo?

— ¿Es cierto que está casao con la Zorra, pero viven separaos?

— ¿Es verdá lo que dijo El Tábano que la Dulcinea es leprosa?

— ¿Qué esperan ustedes los Cristóbales? ¿Se imaginan que pueden vencer al gobierno?

— ¿Es verdá que tienen una bomba atómica reservada?

— ¿Hay esperanza?

(…)

—Monseñor, permítame una palabra, la aclaración definitiva. Después callaré y aceptaré lo que su Reverendísima determine. Sé de buenísima fuente que si no fulminamos excomunión mayor pública al Cura Loco y a todos los Cristóbales, sus heréticos secuaces, y eso como cosa enteramente nuestra, «extemplo et sponte«, sin decir una sola palabra, el Gobierno no nos pagará este año los «subsidios»… pretextando el Déficit de la Hacienda y los gastos de la guerra civil.

Después de esto, ustedes verán lo que hay que hacer.

— ¡Es imposible! ¡Sería injusto! —exclamo desconcertado Lezaún.

— Seria un descalabro total —dijo Papávero muy agitado — ¡Los subsidios! ¡Se hunde la Iglesia Argentina! ¡La beneficencia! ¡Los Sanatorios! ¡La playa de la Empleada! ¡Los bois escotos de

Don Bosco! ¡La obra de las Casas Baratas para Viudas Pobres! ¡La protección al Picapedrero!

— ¡Y nuestras mismas prebendas! —añadió Panchampla muy templado.

(…)

El Inspector de Segunda, Edmundo Florio, se retrepo en la silla, impaciente. El Irreprochable se hacía esperar. El público reunido en el Auditórium de la Radio Verdad rumoreaba como una colmena. Las noticias del día anterior tenían a la ciudad en vilo.

Edmundo empezó a buscar los fantásticos sucesos en los principales diarios de la Republica que tenía sobre las rodillas: El Tábano, órgano del Partido Comunista Cristiano, La Farola, órgano de la masonería escocesa-argentina y La Tribuna de Doctrina, órgano del Movimiento Vital Católico, los tres superdiarios de la Super-Urbe que fue la capital de la República Argentina, y hoy día Puerto Internacionalizado Interamericano.

El Tábano había suprimido en ese día sus famosas historietas tridiménsicas en colores, para poner en primera página y en cuerpo 80 los letreros:

La muerte del Cura Loco.

Desaparece el Enemigo Número Uno del País.

El policía Edmundo Florio gana los cien trúmanes oro.

General Regocijo.

«Nuestra ciudad ha sido conmovida hasta las entrañas —leyó Edmundo con una sonrisa burlona— por el suceso quizá el más fausto de su historia después de la elección del Irreprochable. El deleznable sujeto que tenía en jaque a todas las fuerzas de la autoridad y de la moral ha caído al fin bajo el peso de la vindicta providencial que lo esperaba. De nada le sirvieron sus poderes misteriosos y sus habilidades místicas. Por nuestro intermedio la ciudad jubilante rinde hoy un floral homenaje a nuestras auspiciosas autoridades, no menos que al heroico joven Edmundo

Florio…» (…)  …»En suma, suprimida ya el alma de la rebelión cristobalera, y su siniestro poder de destruir edificios, no hay duda que la fascinante reina Dulcinea (que no era sino el mismo bandido camuflado de mujer) desaparecerá igualmente; que las provincias de Cuyo, la de Corrientes y todo el Sur, se rendirán a las fuerzas federales, los Cristóbales serán extirpados, las fuerzas del mal desaparecerán y los halitos amorosos y primaverales de la paz social y el bienestar colectivo levantaran sus cabezas coronadas de laureles sobre las ruinas que han amontonado la superstición, la reacción y el fanatismo, verificándose las palabras del dulce obrero de Nazaret, el primer nacionalcomunista que ha existido, el viejo y amado Niño Jesús de las leyendas, cuando escribió en su Evangelio: ‘Llega la aurora con sus frescas corolas para todos los hombres de corazón y alma’.»

Edmundo dejo caer el diario, pensativo. El Auditorium ya colmado recibía sin embargo nuevas hileras de oyentes sofocados. Los maquinistas se movían silenciosamente por el escenario, disponiendo las sillas en torno del gran trono doble al pie de la encina de plata y esmalte verde. Ceñidos en sus airosos uniformes de super-nylon negro, con botas crema y la gran cimera roja en forma de copete de cardenal, un piquete de Federales se alineaba a los dos lados del trono como una banda de cóndores inmensos, chispeante como diamantes el nuevo material inventado por el gran Reuter, más liviano y fresco que la seda, más fuerte que el lienzo.

Edmundo abrió La Farola y busco los sucesos de la Catedral. La Farola los relataba brevemente, en su estilo chato y perantón, insistiendo sobre la «innocuidad» del suceso. Era absurdo atribuir a la acción de un hombre lo que era patentemente un fenómeno natural aun inexplicado proveniente de las irradiaciones cósmicas RX3, en conexión con las manchas solares y el nuevo ciclotrón gigante que se había inaugurado en Avellaneda. Asesorada La Farola con la opinión de los hombres de ciencia más eminentes del país y del extranjero, podía adelantar a sus respetados lectores que la solución se hallaría muy pronto, y se hallaba por el lado de los rayos catódicos… Seguía una explicación científica que Edmundo no entendió gota —como tampoco probablemente el que la había copiado de la Enciclopedia Científica «All in all in Human Knowledge» , recientemente traducida al español.

La Tribuna de Doctrina tomaba una posición distinta. Ponía en duda la muerte del Cura Loco y explicaba su poder suponiéndolo en posesión de un rayo de energía cósmica que podía dirigir a su voluntad; pero que era desgastable. Eso era no solamente posible, sino que había sido descubierto en Norteamérica, como podía verse en la gran revista estadounidense “Por los caminos del mundo», antiguamente llamada «Reader’s Digest». La llegada de dos grandes técnicos norteamericanos, llamados Mr. Previche y Mr, Gainzh, contratados especialmente por el Superior Gobierno, pondría término a este enojoso asunto.

El editorialista ponía después seriamente en guardia al mundo entero «enfrente» de los peligros aun existentes de la infiltración nazi. Era poco cuerdo «banalizar» ese peligro, existente en forma

endémica y organizada en España, Irlanda, Portugal, Baviera, el Sur de Italia (independizado del Norte desde hacía 28 años) y las remalditas Provincias de Cuyo y Patagonia; y en forma de seminación esporádica en todas las partes de la tierra, mismo en nuestro democrático y altivo Puerto de Buenos Aires, y en la misma Capital del Virreinato, Marel Plata. El nazismo solo podría ser extirpado de raíz con medidas de máximo rigor de parte del Gobierno y con la vuelta a los principios de la civilización cristiana, como tantas veces lo «hubiera» dicho el ilustradísimo Capellán del Virreinato, —no a los aforismos adventicios madurados por un clero fanático y rebelde, sino por la verdadera doctrina de Jesús de Nazaret, compendiada en estas tres palabras: Dulzura, Democracia y Prosperidad; y encarnadas en forma tan esplendida en el Movimiento Vital Católico, que unía en lazo de fraternidad a todo el nuevo Continente, cuna de la paz del mundo. Terminaba invitando a las ceremonias del día de la Solidaridad que oficiaría en el Panlatreutón el Obispo de los Obreros, Mons. Vigilancio Costil.

(…)

La música cesó y la voz del locutor llenó todos los ámbitos: a Edmundo no le interesaba, no le interesaba nada de todo esto. El altar, decorado con una brillantez suntuosa, era una réplica en grande del altar de la Chacarita (o Chirusita) que tantas veces había visto: El Cristo Vital de Siqueyros, de bronce negro, y a los dos lados la estatua de la Fecundidad (antes Virgen María) y del Amor Conyugal (antes San José). La única innovación litúrgica que había en este Latreuticón y que él deseaba ver, eran las efigies anatematizadas de los tiranos que habían gobernado la Argentina; y la de los grandes próceres de la Unión Panamericana.

Las efigies de los próceres estaban en semicírculo o arco a los dos lados del Cristo Vital: Colón, Washington, Lord Canning, Jefferson, Abraham Lincoln, Roosevelt, Miranda, Plutarco Elías Calles, el Mariscal Francia, Batlle y Ordoñez, Rivadavia, José Mármol, y otro que Edmundo no distinguió. Eran todos autómatas Higgins policromados, de una realidad asombrosa; se movían y tomaban actitudes dignas y nobles, correspondientes al desarrollo de la ceremonia. Se había discutido mucho la inserción de otros próceres, como Belgrano, Lavalle y Sarmiento, pero al fin, el Honorable Senado los había vetado, por haber sido débiles, y de ideas totalitarias, sobre todo el último. Más arriba de los próceres y más visibles que ellos, en exquisitos vitrales que tocaban el comienzo de la cúpula, estaban las figuras horribles de los tiranos que habían oprimido la Argentina, cabeza abajo y con una gran flecha que les atravesaba el corazón: Mamerto Esquiú, Juan Manuel de Rojas, Hipólito Peludo y Simón Perales; junto a los cuales había una innovación que golpeó a Edmundo y lo obligo a dejar su lugar y encaminarse como podía hacia adelante para verla mejor: estaban el Cura Loco y su querida Dulcinea, atrozmente caricaturizados.

— ¡Imbéciles! —barbotó el policía.

(…)—Más o menos cuando tú naciste —dijo el rabino mirando a Mundo como a un chiquilín— el antiguo liberalismo se fundió con el comunismo en todo el Occidente: eso estaba predicho en el libro de Werner Sombart sobre el Neocapitalismo. Parecía que eran dos contrarios a muerte, y sin embargo se hicieron uno. Eran contrarios, pero no eran contradictorios.

(…)

— ¿Dónde está la Dulcinea? ¡Que confiesen! ¡Que canten! ¡A la tortura! — ¿dónde está la Dulcinea, Zorra? —preguntó el Irreprochable riendo—. Tú siempre lo sabes todo… y ese es tu deber.

—Aquí esta Dulcinea —dijo la arpía con voz gangosa.

El público hizo silencio.

— ¿Aquí en este salón?

—Aquí en este salón…

— ¿Y no dicen que es tan linda que el que la ve se muere?

—Solamente cuando ella quiere.

Hasta aquí, Su Majestad Dulcinea. Habría mucho que agregar sobre el librito, pero me resulta imposible ahora, con el librero mirándome fijo y pocas posibilidades de escape. Baste decir que este Castellani tiene algo de Marechal, pero sin el moñito y con un garrote en cada mano. Y que los únicos libros que en el fondo vale la pena leer son aquellos que, por alguna extraña razón, no están, no tienen entidad, son una incógnita.

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