¿DE QUÉ TRABAJABAN ELLAS EN LOS TANGOS?

Por: Mariana Fossati

En las composiciones pre peronistas lxs poetas del tango retrataron algo de las injusticias del mundo laboral de las primeras décadas del siglo XX. Sólo en algunas de esas obras aparecen las trabajadoras: un enjambre de obreras, costureras, fabriqueras que yugan y sufren en partes iguales.

El tango de la década del 30 –y sus arrabales- fue, después de la gozosa etapa inicial del género –el llamado tango prostibulario o tango alegre-, el que se ocupó de las necesidades de pan, trabajo y dignidad de quienes vivían en las ciudades. Una masa compuesta por trabajadorxs con escasa o nula formalidad laboral, inmigrantes, familias hacinadas en casas de inquilinato o conventillos encontraron voz en unas cuantas obras.

El clima mundial acompañaba: en 1929, con el crack financiero, comenzaba la gran depresión y aquí se instalaba la década infame, que empezó con el derrocamiento de Yrigoyen en 1930 y no paró –golpe tras golpe- hasta la llegada del peronismo. Y si los hombres trabajadores no habían sido retratados en la hondura de su drama hasta ese momento, las historias protagonizadas por trabajadoras fueron aún más exóticas, con excepción a alguna alusión –sin ninguna crítica social- a las trabajadoras de las casas de citas: coperas, putas, victroleras y hasta la pianista del cabaret (aquella a la que todo el barrio miraba de reojo chequeando la hora a la que volvía a casa). Además, las mujeres que trabajaban en las primeras décadas del siglo XX y que no fueran maestras o ejercieran algún oficio similar, estaban siempre expuestas al juzgamiento, a la mirada sospechosa de las doñas del barrio. Pasa en la vida, pasa en los tangos.

Hubo letristas que supieron ver a estas yugadoras para retratarlas en la crónica urbana del siglo XXI hecha música. Anticipando esta larga década infame, en 1925 el hijo de un poeta anarquista, Cátulo Castillo (que luego se convertiría en militante peronista) escribió Caminito del taller, un tango donde le canta a una costurera a destajo, enferma y tuteándose con la huesuda: “Pero tu personita claudicaba en el fango/bajo el fardo de ropas que nunca te pondrás”. Cátulo también se anticipa en ese pasaje a la frase discepoliana: “Cuando manyés que a tu lado/se prueban la ropa que vas a dejar”, una de las sentencias de Yira… Yira, un tango nacido en 1929 que integra una serie de obras de similar atmósfera.

Las mujeres que trabajaban en las primeras décadas del siglo XX y que no fueran maestras o ejercieran algún oficio similar, estaban siempre expuestas al juzgamiento, a la mirada sospechosa de las doñas del barrio. Pasa en la vida, pasa en los tangos.

Volviendo a la costurerita de Cátulo, tango que grabó Gardel en ese mismo 1925, el poeta se apiada de esta trabajadora a la que adivinamos ganando dos mangos, con abnegación de muchacha de barrio:

¡Pobre costurerita! Ayer cuando pasaste

envuelta en una racha de tos seca y tenaz,

como una hoja al viento, la impresión me dejaste

de que aquella tu marcha no se acaba más.

Caminito al conchabo, caminito a la muerte,

bajo el fardo de ropas que llevás a coser,

quién sabe si otro día quizá pueda verte,

pobre costurerita, camino del taller.

Ya en 1913 había retratado a una trabajadora del mismo gremio la poesía “rante” de Evaristo Carriego, que en 1926 inspiró una película muda de Leopoldo Torres Ríos. La costurerita que dio aquel mal paso se inscribe en la tradición juzgadora y moralizante de la época, como esos tangos que sospechan de la honra de las muchachas que ya no usan percal. Esta humilde costurera abandonó el nido para irse a vivir un romance fuera del matrimonio y lo peor de todo es que volvió para que las vecinas murmuren mientras barren la vereda.

Las que sí usan percal -deberíamos aclarar que es una tela humilde con la que las chicas de barrio hacían sus vestidos- son las fabriqueras que describe Celedonio Flores en “Muchacho”, un tango juzgador pero al revés. En este caso el autor critica a un joven por haberse entregado a la frivolidad de derrochar su dinero y llevar una vida banal:

Decime

si conocés la armonía,

la dulce policromía

de las tardes de arrabal,

cuando van las fabriqueras

tentadoras y diqueras

bajo el sonoro percal…

La escena nos muestra mujeres de vestidos humildes, entrando a la fábrica, fabriqueras, una palabra que por no tener masculino se supone despectiva. El Negro Cele describe a un ejército arrabalero de laburantas “diqueras”: término lunfa con el que se describe a una mujer atractiva, con pinta. A diferencia de las otras dos costureras, estas trabajadoras alardean, tienen orgullo de ir y venir a ganarse el pan.

En el tango Fosforerita de 1925, el poeta Amaro Giura retrata a las trabajadoras de la industria del fósforo, una actividad que en sus inicios fue artesanal y en la que se empleaban mayormente mujeres y niños, quienes pasaban largas horas inhalando las emanaciones de fósforo, que son muy venenosas. La del fósforo fue de las primeras industrias de la Argentina, en 1877 se fundó en Barracas la fábrica La General –hoy fabricante de Tres Patitos, Ranchera y Fragata- que luego se mudó a Avellaneda, al amparo del caudillo conservador Barceló.

En 1905 un grupo de 380 mujeres entraron en huelga por primera vez en La General, unos años más tarde formarían la Asociación de Fosforeras, pionera en la organización sindical de las mujeres trabajadoras argentinas. Con la falta del preciadísimo producto que producían estas, en su mayoría, trabajadoras (los hombres eran un 30% de la dotación), se difundieron las pésimas condiciones en las que trabajaban y una secuela de eso fue el tango que protagonizan:

Fósforos, fosforeras,

palomitas en bandadas

que encontré en las madrugadas

de mi loca juventud.

Escuchando los piropos

de patotas embriagadas

que en alegres carcajadas

ofendieron tu virtud.

A decir del letrista, no sólo se bancaban las pésimas condiciones laborales sino que además tenían que lidiar con las machiruleadas de las “patotas embriagadas”.

Aparece en la letra de Lunes, de 1927, una escena repetida. Los poetas ven pasar a las trabajadoras, ellas no escriben tangos:

Rumbeando pa’l taller

va Josefina,

que en la milonga, ayer,

la iba de fina.

La reina del salón

ayer se oyó llamar…

Del trono se bajó

pa’ir a trabajar…

Es Josefina la única mujer de este tango que describe con ironía el lunes de quienes durante el fin de semana vivieron una bacanal.

En el tango Cotorrita de la suerte, de 1927, el poeta José de Grandis retrata a una obrera enferma que no para de toser, seguramente víctima de la tuberculosis que en esa época era uno de los principales motivos de muerte de personas jóvenes en Argentina, en esa situación sólo le queda pedirle un deseo a la cotorrita del organillero:

¡Cómo tose la obrerita por las noches!

Tose y sufre por el cruel presentimiento

de su vida que se extingue y el tormento

no abandona su tierno corazón;

la obrerita juguetona, pispireta,

la que diera a su casita la alegría,

la que vive largas horas de agonía

porque sabe que a su mal no hay salvación.

Mujeres de vestidos humildes, entrando a la fábrica, fabriqueras. Celedonio Flores usa esa palabra, que por no tener masculino se supone despectiva, para describir a un ejército arrabalero de laburantas “diqueras”: término lunfa con el que se describe a una mujer atractiva, con pinta.

El clima social y político de la época promovió una poética tanguera de las que son emblema el tango Pan de 1932, con letra de Celedonio Flores, donde un hombre sin trabajo decide “cazar la barreta” y salir a robar; del mismo año es el tango Acquaforte, donde Juan Carlos Marambio Catán pinta esa ciudad desigual donde “un viejo verde que gasta su dinero/emborrachando a Lulú con el champagne/hoy le negó el aumento a un pobre obrero/que le pidió un pedazo más de pan”.

Son tiempos de falta de derechos laborales y, casi como una reacción necesaria, crece la organización obrera. Por eso, un año después, en 1933, Mario Battistella describe la escena en la que un huelguista es condenado y enviado a la cárcel de Ushuaia, en este caso las mujeres –madre y esposa- rezan pidiendo un milagro que no sucede:

Los pies engrillados,

cruzó la planchada.

La esposa lo mira,

quisiera gritar…

Y el pibe inocente

que lleva en los brazos

le dice llorando:

«¡Yo quiero a papá!»

Largaron amarras

y el último cabo

vibró, al desprenderse,

en todo su ser.

Se pierde de vista

la nave maldita

y cae desmayada

la pobre mujer…

Ella tendrá que buscar un trabajo para darle de comer al pibe inocente, convertirse en fabriquera, fosforera, costurera o planchadora, el oficio de la madre de Gardel, Berta, que crió sola al cantor de la sonrisa imborrable yendo y viniendo sobre la tabla, dejando impecable la ropa de los patrones.

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