LA TAREFA NO ES PARA CUALQUIERA

Por: Lucía Sabini Fraga

En Misiones, la cosecha de yerba mate popularmente conocida como “tarefa” es una de las actividades más atravesadas por la desigualdad y la falta de derechos laborales. María Núñez trabaja allí desde los 14 años, es madre de seis hijos, y cuenta qué políticas le cambiaron la vida y cuáles todavía hacen falta para cumplir su mayor deseo: “Que los chicos no tengan más hambre”.

María Núñez tiene 50 años clavados, diez menos que Maradona. Como él, nació en una familia humilde de Buenos Aires, pero apenas siendo bebé se mudó junto a sus padres a Campo Viera, una pequeña localidad del centro de Misiones. Allí se crió y desde los 14 años trabaja en los yerbales de la provincia, cortando gajos y armando raídos; uno de los oficios más hostiles del mundo rural. Primero con sus padres, después con su marido, luego sola o con sus hijos.

Tuvo seis, el último -en el año 2004- nació en una carpa de plástico adentro de un yerbal: “El de Puerta”, completa María. Pocos meses después, su pareja falleció por un cuadro de aparente pulmonía: el patrón le negó el permiso para dejar las plantaciones después de fuertes tormentas que lo obligaron a dormir semanas con el colchón y la ropa mojada. María quedó a cargo de seis bocas que alimentar, y un gremio -UATRE, quinchito histórico del ex líder Gerónimo “Momo” Venegas- que la “desconoció” como compañera del recién difunto.

En agosto de 2008, María Núñez fue noticia en un diario local junto a una de sus hijas por haber vendido un nieto a una pareja de porteños para comer. O mejor dicho: para darle de comer a sus otros hijos. En aquel momento, María no contaba con ninguna asistencia social y sobrevivía con lo que cobraba en la tarefa.

Hubo un decreto que le cambió la vida: el 29 de octubre de 2009 entró en vigor la Asignación Universal por Hijo bajo la primera presidencia de Cristina Fernández de Kirchner. “¿Sabes por qué?”, me preguntó casi retóricamente. “Porque cuando empecé a cobrar el salario mis hijos conocieron lo que era un zapatito, una remerita que nunca tuvieron, una masita como se merecían, un kilo de leche. Le cambió la vida a mis hijos.»

Trabajo a destajo

El barrio San Miguel en la ciudad de Oberá es un barrio tradicional de tareferos. Su calle principal se llama “Yerbal viejo” y las casitas se amontonan en una pronunciada rivada de piedra. Hace mucho calor ya a esta altura del año, y al mediodía el silencio es total porque se suda de solo hablar.

“Yo y mi gente a Cristina Fernández siempre la votamos. Y ahora la apoyé porque con Macri estábamos re mal”, dice María con una dosis de esperanza a cuestas. Del gobierno de Alberto, reivindica las medidas que le tocaron de cerca: el combate a la desnutrición y la entrega del Ingreso Familiar de Emergencia. “Veo que está sacando adelante a la gente que realmente necesita” agrega, como quien tantea el terreno para no pisar en falso. Cuando le pregunté si se sintió cuidada por el gobierno en relación con la pandemia, contestó con un “Sí” rotundo. Alberto es compañero.

Para entender la situación de los tareferos hay que partir desde el inicio: no hay salario porque el trabajo es a destajo, se cobra por kilo o tonelada. Eso implica que las consecuencias del clima, del tipo de terreno o de cualquier accidente corren por cuenta del laburante. No se sabe a ciencia cierta cuántos tareferos hay en la provincia. Según el Ministerio de Trabajo son alrededor de 8000 los inscriptos. Pero según los censos, especialistas y referentes gremiales, llegan por lo menos al doble; contabilizando quienes perciben en negro, o no perciben porque van a “ayudar” como parte del núcleo familiar. El cálculo de la producción anual –que según datos oficiales rondará este año los 850 millones de kilos- se mantiene al ritmo estable de los últimos años, sin sufrir grandes pérdidas.

Al comienzo de la pandemia del coronavirus, afloraron los controles y las restricciones emanadas desde el gobierno nacional, provincial o el Instituto Nacional de la Yerba Mate (INYM). Esa fue la situación de María, que apareció por los yerbales pocos días a principios de abril y luego no volvió más. Los propios productores reconocían que comenzaron trabajando un tercio de los tareferos que normalmente requiere la actividad.

Pero con el correr de las semanas, corrieron permisos (o no) y más gente se sumó a las cosechas. En junio, el ritmo se había intensificado y los camiones mostraban el incesante movimiento, como quien busca recuperar el tiempo perdido. Cuando en agosto se decretó la instancia de DISPO en la provincia, el relajamiento ya estaba hace rato.

La cantidad de eslabones entre los extremos de la cadena productiva no es siempre lineal, pero deja claro un dramático contraste: por cada kilo envasado que el consumidor paga $300, el tarefero recibe alrededor de $2. En el medio se ubican el capataz, el contratista o cuadrillero, el productor o colono, los secadores, los molinos y las empresas de comercialización. La tajada más grande se la llevan estas últimas.

De la pandemia y otros demonios

María, como posiblemente todos, primero se asustó muchísimo. No quería salir de la casa: “Mis hijos se iban a jugar a la pelota a la cancha y me empecé a preocupar. Después me senté y analicé. Para mí fue como que hirvió la olla y quiso derramar afuera, y quedó ahí.” ¿Seguiste las conferencias de prensa?, pregunté tímidamente. “Si, claro, ¡no me perdí ninguna!”, dijo entre risas.

Después, Misiones pareció estar eximida de la plaga mundial y la gente comenzó a transitar casi como siempre. Poco barbijo, escasa distancia y una enfermedad televisada; al menos María no conoce a nadie que haya tenido COVID. “Yo tengo un merendero donde damos el pan, la leche, la chipa. Primero todo bien, pero después afectó, porque me quedé sin nada para darle a los chicos, había mujeres que venían a pedir y no tenía cómo darles. Todos cerraron la puerta y no había salida”, recuerda.

La cantidad de eslabones entre los extremos de la cadena productiva no es siempre lineal, pero deja claro un dramático contraste: por cada kilo envasado que el consumidor paga $300, el tarefero recibe alrededor de $2. En el medio se ubican el capataz, el contratista o cuadrillero, el productor o colono, los secadores, los molinos y las empresas de comercialización. La tajada más grande se la llevan estas últimas.

Por la pandemia los chicos no se quedan más a compartir, sólo retiran su leche, la porción de dulce y se vuelven a su casa. Para preparar el menú, el merendero recibe una bolsa del Ministerio de Desarrollo Social de la Provincia con 13 productos que nunca alcanzan. María la llama “la bolsa pan para hoy y hambre para mañana.”

María no cobró la IFE porque percibe desde el 2016 el programa “Potenciar Trabajo”, un complemento salarial de $9.450 mensuales que representa la mitad de un salario mínimo vital y móvil. Fue por un año parte del FOL (Frente de Organizaciones en Lucha) y acompañó varias medidas de fuerza y cortes de ruta, de los que no tiene los mejores recuerdos. Con su merendero “Tareferos en lucha”, se dedica exclusivamente a los hijos e hijas de sus compatriotas: “No tengo para los ricos. Ellos tienen cómo comprar su carne, su leche. No es que yo haga distinción, pero…” sostiene revindicando la pertenencia al gremio.

Y aunque sí saluda y agradece la existencia de la IFE, también se lamenta de que ya esté fuera de juego.

“Yo me puse contenta y agradecí que el gobierno largó el IFE para la gente, aunque bastantes quedaron afuera. Pero ahora la sacan, en vez de dejar para el tarefero que está en negro. Los blanqueados tienen el interzafra, no es mucho, pero tienen algo.”

La interzafra -que intenta mitigar la falta de ingresos durante los meses que no son de cosecha- es un subsidio que recién se materializó en el 2014, bajo una resolución del Ministerio de Trabajo bajo la gestión de Carlos Tomada. Se cobra durante cuatro meses y hasta el año pasado era de 2300$ mensuales. Con la llegada del macrismo, el gobierno nacional retiró los aportes y el ejecutivo provincial se hizo cargo pero con un detalle: congeló el monto.

Con el Frente de Todos, y bajo presentación legislativa, se logró levantar nuevamente el programa y subir el monto un 117%, que llegó en abril a los 5000$. Para este diciembre, la interzafra llegará a los 7000$, y por primera vez el INYM será parte pagadora. Un monto que sigue siendo irrisorio, pero que evidencia el increíble atraso. Además, sólo cobran quienes se encuentren registrados en blanco: se anotaron 7.457 cosecheros en todo Misiones.

Los patrones y gerentes se quejan hace más de diez años (incluso públicamente) de que desde que empezaron “los planes” la gente va menos a la tarefa. O que piden no estar registrados para poder compatibilizarlo con la AUH. “Aquellos que cuando vos estuviste cortando ruta por tu necesidad, te dicen «hijo de puta anda a trabajar, te lo dicen con su mate en el auto, ni sabiendo que esa yerba los mismos hijos de puta la elaboran para él. Ay, ay, ay”, suspira María. 

“Yo me puse contenta y agradecí que el gobierno largó el IFE para la gente, aunque bastantes quedaron afuera. Pero ahora la sacan, en vez de dejar para el tarefero que está en negro. Los blanqueados tienen el interzafra, no es mucho, pero tienen algo.”

La rutina tarefera

Jesica es una de las hijas de María: tiene 27 años, y tarefea desde los 11. Al igual que su madre no fue a la escuela, salvo un breve paso por la nocturna de donde le quedó poco y nada. “No aprendés más; en la computadora ya no entra más nada de grande, ya está cargada” interrumpe irónica y a carcajadas María, señalando su cabeza.

Este año de pandemia no fue a la cosecha: consiguió incorporarse a un programa para barrer veredas 4 horas de lunes a viernes, por $8500. Pero hasta el año pasado, Jesica viajaba a tarefear todos los días en jornadas de 12 horas. Por el día cobraba alrededor de $700, dependiendo el peso que hiciera. Aunque no todo se cobra en mano: durante las jornadas, los laburantes consumen productos del mercadito local con precios remarcados, que luego se descuentan del pago semanal. Otro mal negocio.

Para María el mundo se divide entre tareferos y ricos. Además del sacrificio, en el relato también se juega la identidad, ese rasgo tan vital y humano: “Yo estoy orgullosa de ser tarefera” afirma. Y su deseo para la Argentina que más conoce es tan simple que sorprende: “Que los chicos no tengan hambre”.

María no sabe qué es el proyecto de Ley de Aporte Solidario de las grandes fortunas. No lo escuchó ni sabe de qué se trata: “Me resbala, no me va ni me viene”, repite revoleando los ojos. Siente que esas medidas nunca se trasladan a los más humildes; que son cambios para que nada cambie. Pero antes de irme, como en un rapto de entender que la respuesta podía estar alojada un poco más atrás y al fondo, dejó claro: “Hay que repartir toda la torta, si no esto no se va a arreglar nunca”.

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