CUARENTENA VILLERA

Por: Lucas Schaerer

Una recorrida por los barrios periféricos del sur porteño, donde cumplir el aislamiento social preventivo por el coronavirus es apenas una opción frente a la necesidad de buscar recursos para la subsistencia cotidiana. Calles, parroquias y comedores  donde lo poco que funciona es gracias a la solidaridad de un puñado de gente que pone el cuerpo desde la crisis de 2001, cuando surgieron las primeras formas de organización que hoy construyen una red básica para la emergencia. Foto: Gala Abramovich.

Luna tiene mucha tierra y al lado del cordón se acumula barro y agua de una obra que quedó paralizada. Es la calle lateral de ingreso a la Villa 21/24 de Barracas. Divide la ciudad, viniendo desde avenida Vélez Sarfield, justo detrás del depósito donde se imprime el diario Clarín, entre Pedro de Luján y Zepita, a cuadra y media del Riachuelo. En un garage, con una sola puerta abierta y en la otra dibujada la Virgen, una mesa separa a la fila de vecinos del interior del comedor. A partir de la cuarentena obligatoria, se cocina y luego se reparten los alimentos en la vereda. Los voluntarios visten remera azul, barbijos, guantes, y se ponen todo el tiempo alcohol en gel. Ningún cartel indica que es un comedor, pero los vecinos saben. El ambiente silencioso, la fila de personas que guarda distancia entre sí, algunos con alguna enfermedad crónica, la mayoría mujeres con sus bolsas. Desde el primer piso del comedor, al lado de las ventanas enrejadas, un banner exhibe la cara del Padre Pepe Di Paola con el lema «reza y trabaja por su pueblo» y ploteada en la pared, se ve la silueta de Padre Daniel De La Sierra con la frase «por los pobres enfrentó al poder”.  Francisca, de 42 años y madre de cinco hijos, comenta que en la tele sólo muestran la ciudad, no su barrio. «Estamos más en casa, sólo salimos por la comida», dice. Ella es costurera, la fábrica en la que trabaja paró por la cuarentena, no está registrada, y el sueldo no se lo van a pagar. «Vamos a ver cómo nos arreglamos».

 

El equipo de voluntarios de la parroquia Caacupé, lo encabezan dos mujeres nacidas en la República de Paraguay, Mirna y Nilce, que están organizadas desde la crisis de 2001. Ellas empezaron a los veinte años. Roberto, uno de los pocos hombres del grupo, está desocupado. Sin sacarse el barbijo y los guantes que lleva puestos relata: «Hace seis años estoy dando una mano en el comedor, y nunca vivimos una cosa así». Tiene tres hijos, dos de ellos bebés, y en su casa todo el tiempo están limpiando. «Algunos en la villa sacan la silla a la vereda y ahí la policía les pide que no lo hagan, pero en general se respeta. Queremos que el gobierno mande lavandina, alcohol, porque ya no se consiguen en los súper del barrio». Todo lo que tienen lo compraron con su propio dinero. No hubo aportes del gobierno porteño, ni del nacional.

 

En la parroquia Virgen de Caacupé (patrona de Paraguay), a tres cuadras del comedor, sobre Osvaldo Cruz, la fila para retirar comida es mucho más numerosa. Es el centro de mayor confluencia del pueblo villero en la 21/24. Es que en pleno feriado del lunes 23 y martes 24 ellos concentraron el reparto de alimentos, mientras la mayoría de los comedores había cerrado sus puertas, y muchos otros seguían en cuarentena, por lo que sólo repartían mercadería sin cocinar.

«Algunos en la villa sacan la silla a la vereda y ahí la policía les pide que no lo hagan, pero en general se respeta. Queremos que el gobierno mande lavandina, alcohol, porque ya no se consiguen en los súper del barrio». Todo lo que tienen lo compraron con su propio dinero. No hubo aportes del gobierno porteño, ni del nacional.

Ramiro Terrones, de 37 años, está coordinando la asistencia con un equipo de laicos villeros. Tratan de ordenar la fila tomando distancia para prevenir contagios. Nadie lleva guantes, ni barbijos. Sí quienes cocinan y sirven en los tuppers de plástico. «El lunes nos desbordó. Fue tal la demanda que tuvimos que cocinar varias veces. Eso demoró la entrega de alimentos», dice. Las misas siguen aunque sin público, las trasmiten por la cuenta de Facebook de la parroquia. Ramiro encarna una renovación entre los curas villeros, hace un año está en la villa 21/24, antes hizo escuela en otra de las iglesias con mucha demanda como San Cayetano, en el barrio de Liniers.

 

“En la villa no se está vendiendo ni chipa”, dice Vicenta, de 61 años y desocupada desde hace dos. Tampoco se puede cartonear. Es que los depósitos están cerrados. La plata se acaba cada día, y nadie suma ingresos, ni los remises funcionan porque la policía ya secuestró autos. La tensión se percibe en las casas, con todas las familias hacinadas, e informándose con la televisión y el whatsapp, que a veces desata falsas alarmas. Pasó días atrás con la muerte de un anciano. Al llegar la policía y los bomberos para trasladarlo, ya se difundían videos y fotos asegurando que lo había matado el coronavirus. Era falso.

 

Es más palpable en los habitantes a la vera del Riachuelo el dengue, con niveles de contagio de alto riesgo, como reconoce el propio Ministerio de Salud porteño y lo reflejaron los propios informes del Asesor Tutelar de Menores de la Ciudad, Gustavo Daniel Moreno, en su requerimiento al Estado porteño por la falta de controles para evitar esa enfermedad que ya afectó a 1.266 personas: 230 con antecedentes de viaje, y 1.036 sin haber viajado, según un informe del 20 de marzo.

“En la villa no se está vendiendo ni chipa”, dice Vicenta, de 61 años y desocupada desde hace dos. Tampoco se puede cartonear. Es que los depósitos están cerrados. La plata se acaba cada día, y nadie suma ingresos, ni los remises funcionan porque la policía ya secuestró autos.

Los Centros de Atención Primaria, «la salita» como llaman los vecinos, siguen abiertos aunque cumpliendo horarios tradicionales como si no existiera la pandemia del coronavirus, ni la propagación de alto riesgo del dengue. En la villa las ambulancias cuesta muchísimo que ingresen, a veces no lo hacen ni con custodia policial. La falta de cloacas, la dificultad de acceso al agua potable, la ausencia de desinfección, las aguas servidas, los autos y hasta los colectivos abandonados “gritan” la ausencia del Estado en esa zona de la Ciudad.

Los sin techo

«Cuando abren hospitales de campaña como hizo el Ejército, se olvidan de la gente en la calle. Nosotros somos medio parias. Claro, el trabajador, la clase media hace su sueldo y se lo van a pagar, nosotros no tenemos ningún dispositivo nuevo». Juan es coordinador del Centro Integral Monteagudo del barrio Parque Patricios, aunque habla en otro Centro Integral «Che Guevara» para los sin techos de Barracas, en un viejo depósito de la empresa francesa que reparaba los subtes ubicado en la calle San Antonio al 900.

 

Horacio Ávila es el fundador de la organización Proyecto 7 que nació viviendo en la calle en 2002. Ambos son los impulsores de la red de organizaciones populares, unas 50 que realizaron el censo de los sin techo en toda la Ciudad. El año pasado contabilizaron más de 7200 personas sobreviviendo en situación de calle, pero el gobierno de Horacio Rodríguez Larreta sólo reconoce un poco más de mil.

 

Sin saludar ni compartir un mate, y no sin antes haber rociado las manos y celular con agua mezclada con lavandina, cuenta Horacio desde una oficina con puerta abierta a la calle que en el Centro Integral Che Guevara están haciendo cuarentena unas 40 personas, muchas de ellas son jóvenes, algunos con adicciones, pero la están llevando bien. Los coordinadores son los únicos que llevan guantes y barbijos. Vanesa, dela  Red Puentes de la Dignidad, se suma a la charla.

 

«Lo peor es que hoy, teniendo contagios comunitarios sin vínculo con quienes viajaron o tomaron contacto con alguien del extranjero, las personas que están en la calle son focos trasmisores. Si eso no lo detectan no lo parás», asevera Ávila, que lleva tatuada en su antebrazo la frase «la calle no es un lugar para vivir». Su experiencia personal confirma que la persona en situación de calle si se enferma no llama al SAME, y tampoco va al hospital. «Hace años recibimos mucho maltrato y discriminación. No te atienden y muchos tienen la sensación de que si vas no volvés. La muerte es muy común en la calle, y no solo en invierno». La paranoia con el coronavirus está a la orden del día. Estos días, a una pareja que vivía en un hotel familiar en el barrio de Chacarita se le murió el bebé. Nadie sabe la razón, el cuerpo fue cremado a las horas, y nadie dio explicaciones, pero los temores y sospechas de coronavirus vuelan como los rumores.

«Lo peor es que hoy, teniendo contagios comunitarios sin vínculo con quienes viajaron o tomaron contacto con alguien del extranjero, las personas que están en la calle son focos trasmisores. Si eso no lo detectan no lo parás», asevera Horacio Ávila, que lleva tatuada en su antebrazo la frase «la calle no es un lugar para vivir»

Testigo de la charla es una estatua tamaño real de Camilo Cienfuegos. La figura de quien fuera uno de los hombres más destacados de la revolución cubana custodia a Horacio y a la joven Vanesa que se anima a decir: “Está bien que se convoque al Ejército, pero ¿qué pasa con las organizaciones que hace años estamos con logísticas de asistencia? No nos convocan al Comité de Crisis». Horacio reconoce que al ministro de Desarrollo Social de la Nación Daniel Arroyo le pidieron salir con brigadas de asistencia a los sin techo.  “Ofrecimos habilitar cuartos en el Hotel Bauen y hasta armar carpas en un parque acá en Barracas para asistir en estos nueve días que viene porque esto se va a poner más crítico». También habló con la ministra de Desarrollo Humano porteña, María Migliore. «Le pedimos por ejemplo que entregaran jabón blanco, porque con el alcohol en gel y jugo hacen ‘cachuña’ una bebida  que destruye a las personas en situación de calle, pusimos a disposición todos nuestros voluntarios para tomar iniciativas, nosotros hoy ya estamos con 200 personas de la calle en cuarentena. Podemos multiplicar la ayuda pero no toman la iniciativa, ninguna, ni buena, ni mala, cero. Esto es lo peor».

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