LOS QUE LE PONEN EL CUERPO AL VERANO

Por: Mariano Abrevaya Dios

Mientras millones de personas disfrutaban sus vacaciones en los distintos puntos turísticos del país, la Ciudad de Buenos Aires sostuvo su actividad económica gracias a los y las trabajadoras que continuaron sus tareas durante el verano, cuando el calor arrasa y la merma de gente en las calles y los transportes públicos trae un respiro necesario.

Se acaba de terminar unas de las más exitosas temporadas turísticas de por lo menos los últimos diez años, producto de la salida de la pandemia, la campaña de vacunación, la reactivación económica y la implementación del Programa Previaje, entre otros factores. Es por esto que en la Ciudad de Buenos Aires, como en otros grandes centros urbanos del país, mermó el movimiento de manera notoria, para regocijo de los que se quedaron en casa y para los que tuvieron que trabajar.

Nación Trabajadora (NT) conversó con tres de esos trabajadores y trabajadoras que le pusieron el cuerpo al verano en la Ciudad, que en enero fue azotada por una ola de calor infernal. Sus testimonios representan la voz de miles de laburantes que sostuvieron la actividad económica del distrito más rico del país. Se trata de la camarera de un restaurant, el verdulero de un supermercado chino y un playero de una YPF, los tres del barrio de Saavedra.

Emerson es peruano. Tiene 35 años y tres hijos. De rasgos andinos, los pómulos afilados, flaco, de 1.70 de altura, tiene un parecido notable con el ex lateral derecho de Boca y la selección de su país, Nolberto Solano. Es domingo y son las tres de la tarde. El súper está vacío y afuera, sobre la avenida Crisólogo Larralde, llueve de manera copiosa.

Mientras empina la cabeza para darle un trago a una lata de cerveza que tiene encanutada entre las aguas minerales, Emerson cuenta que nació y creció en Tingo María, en el centro del país, en una zona selvática, y que al igual que muchos otros jóvenes, luego del secundario, ingresó a las fuerzas armadas ya que la institución, aparte de garantizarles un ingreso mensual, les otorga prestigio. “La libreta militar te da chapa”, remarca.

En el Ejército llegó hasta el grado de Alférez, pero luego de quedar pegado al descubrimiento de un cargamento de cocaína en un control interprovincial que estaba a su cargo, las autoridades lo invitaron a abandonar el país. Transcurría 2009 y en la Argentina ya residían dos de sus hermanas, ambas enfermeras.

“Yo soy viudo desde los 27 años, mi esposa falleció en un accidente en la autopista 25 de Mayo, y yo era el que manejaba”, relata. Su hijo tenía dos años y estuvo internado un largo tiempo en el Hospital de Niños del barrio de Palermo. Hoy es un adolescente y vive en Perú. Cuatro años después conoció a la madre de sus otras dos hijas, gemelas, en la estación de servicio de la petrolera Shell (a una cuadra del Chino), donde trabajaría unos cinco años. Con su segunda esposa estuvo siete años y ahora están separados. “Soy un tipo tranquilo, pero si me tocás a mis nenas, hago un llamado y al rato te cagan a tiros”, advierte, y toma otro trago de cerveza.

Menciona el espíritu de cuerpo de la comunidad peruana que reside en la Ciudad, que están al tanto de la llegada al país de cada compatriota, que se ponen a tu disposición, a veces con propuestas de trabajo que incluyen actividades ilegales y peligrosas. En un momento, la tentación fue grande. Hoy, como la mayor parte de la comunidad, se dedica a la comercialización de frutas y verduras.

En el Chino trabaja hace un año. Emerson ingresa a las 10 y se retira a las 21.30. A la tardecita tiene una hora de descanso, que suele aprovechar en el departamento que alquila a unas pocas cuadras de distancia. El arreglo económico con los chinos, totalmente informal, consta de 70 mil pesos por mes, en mano. Le pagan las vacaciones y tiene medio franco por semana. Con respecto a sus patrones, dice: “No me molestan, son buena gente”.

Desde hace un par de años, Emerson tiene otro trabajo: pintor en altura. Hizo trabajos en Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos, Mendoza y hace un par de semanas estuvo pintando un edificio del supermercado Chango Más, en San Antonio de Areco, provincia de Buenos Aires. Le pagan bien porque es un trabajo de riesgo, y aunque lo vienen tentando para que trabaje con ellos de manera permanente, por ahora no quiere porque tiene judicializada la relación con su ex, por los días y horarios en los que ve a sus hijas.

Emerson está vacunado con las dos dosis y el refuerzo, y todavía no se contagió de Covid. Los domingos a la tarde, durante sus francos, juega al fútbol. Es delantero. Sobre Gareca, el argentino que dirige la selección de su país, solo tiene palabras de agradecimiento. Lo mismo con la Argentina. “Es un país hermoso y muy generoso”, dice, y jura que “si hoy hubiese una guerra, yo iría al frente, porque acá conocí a mi mujer, mis hijas son argentinas, y amo este país”. Con respecto a 2022, señala: “tengo muy buenas expectativas e iré para adelante, como siempre. Mi proyecto es abrirme una verdulería propia”.

“Argentina es un país hermoso y muy generoso”, dice, y con respecto al 2022 señala: “tengo muy buenas expectativas e iré para adelante, como siempre. Mi proyecto es abrirme una verdulería propia”.

Nora tiene 37 años, es soltera y vecina del barrio. En 2015 se enteró por el portal CompuTrabajo que en Raíces, un restorán montado sobre un viejo almacén, en la esquina de Crisólogo Larralde y Estomba, y que linda con el supermercado Amor, necesitaban personal. Se presentó con un currículum –y una timidez que le hacía temblar las rodillas-, y la aceptaron. Arrancó en la bacha, y unos días después la designaron en la barra, donde se prepara el café, las infusiones y las paneras que se sirven en el salón.

Si bien Nora había trabajado en dos oportunidades –una de ellas en la bacha de una cafetería- el de Raíces cuenta como su primer empleo formal. “Hasta que entré acá, estuve más pendiente de mi familia que de mí”, confiesa, sentada en una de las mesas que hay dispuestas en la calle, y explica que durante varios años se dedicó a cuidar primero a sus abuelos, y luego a sus padres. “Siempre lo hice con gusto, porque yo dejo todo por ellos”, cierra, firme, convencida. Son las 11.30 de la mañana de un día hábil. Está nublado pero se espera una buena jornada de trabajo.

“Aprendo rápido”, se define, mientras pita un cigarrillo rubio. Hace ya un año que trabaja como camarera, y está muy contenta y conforme con el ambiente de trabajo, junto a sus compañeros y compañeras.  “Soy tímida pero después me suelto. Me gusta conversar con los clientes”.

Sus tareas constan en atender a los clientes, limpiar las mesas del salón y la calle, pivotear el idea y vuelta con la barra y garantizar que se cumplan los protocolos por el Covid. Presurosa, luego de apagar la colilla, se coloca el suyo por encima de la nariz, boca y mentón.

Nora está vacunada con el esquema completo. Por convicción, pero también porque se trata de una exigencia de Raíces. Al igual que sus compañeros, tiene un empleo registrado, con todos los beneficios que impone la ley. “Acá estoy muy cómoda, a gusto, nos pagan bien y en término”, especifica con una sonrisa que ahora no se ve pero que se les escapa por las arrugas de los costados de los ojos.

Nora está vacunada con el esquema completo. Por convicción, pero también porque se trata de una exigencia de Raíces. Al igual que sus compañeros, tiene un empleo registrado, con todos los beneficios que impone la ley.

No se contagió de Covid y le da vergüenza que le saquemos una foto para la nota. Se ríe, se sonroja. “Para  2022, tengo la expectativa de que todo mejore y que volvamos definitivamente a la normalidad, que con los seres queridos podamos darnos abrazos, besos”.

Los fines de semana, Raíces suele completar los 85 lugares que tiene para sentarse, tanto adentro como afuera. La especialidad de la casa es la comida casera: pastas, carne asada, pescados, ensaladas y pizzas. Hace unos meses contrataron un gerente que tiene a su cargo la tarea de expandir el negocio, y por lo visto, el objetivo se está cumpliendo. Una camarera como Nora, por un turno de seis horas, hoy se está llevando en mano unos 35 mil pesos, más la propina, que a fin de mes suele alcanzar otros 35.

Néstor vive en el barrio Libertad del partido de Merlo, en el oeste de la provincia de Buenos Aires. Hace cinco años que trabaja en el turno noche de la YPF de la esquina de Crisólogo Larralde y Lugones, a unas cinco cuadras de Raíces y el Chino. Le lleva un buen rato llegar al trabajo. Tiene que tomar un colectivo, un tren y dos colectivos más.

Este año Néstor cumple 55 años, y junto a su esposa tienen cuatro hijos y doce nietos. Ella lo espera todas las mañanas para tomar unos mates, y luego lo levanta para almorzar a eso de la una. Mete una siesta, vuelve a arrancar, y a eso de las siete de la tarde se despide de su compañera y sale para el trabajo. Tiene dos francos por semana.

A Néstor la noche en la YPF no le resulta sencilla, en especial por la paranoia que le carcome la cabeza por la inseguridad, o el fantasma de la inseguridad, ya que en cinco años lo asaltaron una sola vez. A la madrugada, cuando en la calle ya no quedan ni los perros, el hombre se acomoda en un rincón estratégico de la oficinita, para ver desde ahí todos los movimientos ajenos no solo en la playa de los surtidores, sino también de la esquina, e incluso dos cuadras para allá, dice, y señala en dirección al norte, por la calle Lugones.

¿Nunca te vence el sueño?, pregunta NT: “No puedo pegar un ojo en toda la noche”, confiesa con resignación. Tiene puesto el uniforme de la petrolera argentina, y una gorra con visera con las siglas YPF. El barbijo puesto. Son las 23.30 de la noche de un miércoles.

Antes de convertirse en playero de turno noche, Néstor trabajó en una pyme que se dedicaba a la carpintería metálica, allá en el barrio. Él cortaba chapas. Veintidós años estuvo ahí. Y haber terminado esa experiencia fue una de las mejores decisiones que tomó en su vida. Estaba mal, se sentía hostigado por un patrón que le temía porque más de una vez se le plantó contra algunas de las injusticias que se vivían en la fábrica. No solo pudo largar el laburo, que lo tenía traumatizado, sino que logró negociar su salida con una indemnización.

Con ese dinero hoy se pondría un maxi kiosco “grande, con fotocopiadora y todo”, resalta, un proyecto que hace seis años atrás no se animó a armar en Merlo, para no tener que viajar, para encarar los últimos años de trabajo sin sobresaltos.  Prefirió invertir en la casa, agrandarla, se compraron un auto, la repartieron con los hijos. Ahora, en especial durante las noches, ese sueño vuelve a tomar cuerpo. “El tema es que no me falta tanto para jubilarme”, dice, y hace cuentas.

Por la estación ya pasaron dos muchachos que pidieron la llave para ingresar al baño, una chica que le quiso poner aire a su bicicleta y una pareja que ahora le pide ayuda para inflar los neumáticos de un Peugeot.

“La gente es mala”, suelta Néstor cuando regresa a la oficina. “No todos, es cierto, pero la mayoría. Te boludean, te maltratan”, se lamenta. Entiende que esa mayoría descarga sobre trabajadores como él sus miserias personales, su resentimiento, su desprecio de clase, a través actitudes como bajar solo unos centímetros la ventanilla del auto cuando los va a atender a los surtidores, no sacarse el casco de la moto, o insultarlo porque no hay nafta. “Acá me cambió el carácter”, advierte.

“La gente es mala”, suelta Néstor cuando regresa a la oficina. “No todos, es cierto, pero la mayoría. Te boludean, te maltratan”, se lamenta. Entiende que esa mayoría descarga sobre trabajadores como él sus miserias personales, su resentimiento, su desprecio de clase.

En la estación de servicio hay dos islas, con cuatro surtidores cada una. Aparte, tienen un estacionamiento para unos veinte autos, al precio de 6 mil pesos mensuales por unidad y un bar Servicompras que durante todo el día tiene sintonizado TN y un ejemplar de Clarín sobre las mesas. Son ocho los trabajadores que sostienen en funcionamiento toda esa estructura. Un playero como Néstor, que ingresó allí por uno de sus hijos, mano derecha del dueño, gana por lo menos ochenta mil pesos por mes, y está registrado. Antes de entregar el turno, tiene que tener un registro de la venta de un montón de artículos que ellos ordenan bajo la categoría de Varios: hielo, carbón, lubricante, aceite, agua destilada, limpiaparabrisas, entre otros.

Néstor se contagió Covid en enero y a pesar de tener las dos dosis de la vacuna, la pasó mal. “Estuve cuatro días sin comer, todo el día tirado, y lo peor de todo es que no le sentía el gusto al mate”, cuenta, mientras saluda a uno que le toca bocina desde Larralde. Con respecto al 2022, considera que será un buen año, a pesar de todo. Al igual que tantos otros trabajadores, se kirchnerizó durante los gobiernos de Cristina, y desde ese momento, y en especial durante el gobierno de Macri, la realidad política, y en especial la mediática, se le tornó más clara.

“A Alberto lo atacan por peronista, pero vamos a andar bien, vas a ver”, confía.

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