¿POR QUÉ LEER «VIVIR LA FE»?

Por: Mariano Schuster

En su último libro, publicado por Siglo XXI Editores, el investigador Pablo Semán indaga en la religiosidad popular y su conexión con los contextos políticos y económicos, y con el peso de las historias familiares de sus creyentes. Inscripto en una larga tradición de estudios religiosos, el libro de Semán es un aporte clave para comprender los distintos modos de vivir la fe, lejos de prejuicios y etiquetas.

Poco tiempo antes de que la pandemia cerrara las puertas de nuestras casas, fuimos con algunos amigos a comer un asado en Soldati. Nos invitaban Mondongo y la Pichi, dos militantes populares del radicalismo con los que mi amigo Martín (fervoroso peronista) había colaborado años atrás. Mondongo y Pichi sostienen un comedor (Mondonguitos) que le da de comer a las pibas y los pibes del barrio y, en años duros, formaron una cooperativa de reciclado que sigue funcionando hasta el día de hoy. A diferencia de muchos militantes que se “van a vivir como los pobres”, Mondongo y Pichi no precisaron “ir al barrio”. Ellos nacieron ahí, se enamoraron ahí, vivieron ahí, perdieron un hijo ahí. Son el barrio. Su corazón.

Con las carnes calientes recién salidas de la parrillita, charlamos, como correspondía, de política. Alberto Fernández acababa de ganar las elecciones y ellos, que venían del radicalismo, lo habían votado. “Veníamos muy golpeados, esperamos que con este gobierno la cosa pueda andar mejor”— decían. Cada tanto, Mondongo, mentaba sin embargo a “Don Raúl” y, por supuesto, a Beto, el caudillo radical del barrio. Nuestra sociedad es diversa y nuestra gente también.

En medio del asado, la Pichi dijo: “Ay, ustedes no saben lo que nosotros queríamos que gane Alberto, yo le pedía a Dios por favor que gane. Antes de la elección tenía las boletas y me puse a orar y le pedía al Señor que gane Albertito. Oraba cada una de las boletas, una por una yo oraba y le pedía: Señor por favor, sacá a estos y poné a estos otros, convencé a la gente del barrio de que esto va a ser mejor”. Le preguntamos por eso y nos contó que había “encontrado al Señor”. Dijo casi exactamente: “Yo hablo con él, le pido, él me muestra cosas, nos ayuda mucho”. Hacía algunos años había tomado la decisión de acercarse, a partir de una amiga, a una de las iglesias evangélicas del barrio. Al igual que parte de su familia, se había “convertido”. Había “nacido de nuevo”.

Según contó, mucha gente iba a la iglesia porque “pasaban cosas”. “Milagros, sanaciones, obras de Dios”. Su hermana, a quien cruzamos un rato más tarde, lo corroboró. “Yo a Él lo amo, le debo todo”.

Sentí que era afortunado al conocer a la Pichi en ese momento. De haberse producido el encuentro cinco años antes, difícilmente me hubiese podido despojar de las que, por entonces, consideraba las bases más o menos extendidas de la fe evangélica: un culto “individualista y neoliberal”, fuertemente represivo con la sexualidad y las diversidades, pensado directamente desde centros de poder para reproducir la lógica del capitalismo en los países periféricos. Un culto, en definitiva, de la pura abundancia material, destinado a alienar a pobres y trabajadores.

El discurso de la Pichi conectaba, sin embargo, con otra cosa. ¿Era realmente así el grueso del mundo evangélico? ¿Podía suceder que una teología que inicialmente manifestaba parte de las ideas que uno suponía fuese “recibida” de otro modo por aquellos que la profesaban? ¿No era posible que las propias personas establecieran mediaciones entre aquello que recibían y aquello que vivían y experimentaban?

Las preguntas estaban flotando en el aire: ¿Qué era lo que pasaba con las personas, y particularmente con las personas pobres, en el mundo de la nueva religiosidad? ¿Qué sabía yo, educado con versiones judías, católicas y ateas  de sectores medios y medios altos? Más aún, ¿qué sabía yo ahora siendo creyente y conociendo algunas de las historias de las populares campañas de evangelización carismática iniciadas en los 80 y los 90 de lo que sucedía “ahí abajo”?

Al pueblo lo que es del pueblo y a Dios lo que es de Dios

Algunas de esas preguntas tienen respuestas. Al menos las tienen para Pablo Semán, autor de Vivir la Fe –libro recientemente publicado por Siglo XXI Editores– y uno de los investigadores más destacados en cultos religiosos cristianos (tanto católicos como evangélicos) en los sectores populares. Semán no comenzó ayer a estudiar el tema: desde los años 90, cuando las “nuevas religiosidades” –o las nuevas formas populares de expresión de la religiosidad— irrumpieron en las periferias, Semán comenzó un recorrido analítico que lo llevó, progresivamente, a discutir concepciones instaladas, pero no siempre verificadas.

El trabajo de Semán se inscribe en una larga tradición de estudios religiosos que, en Argentina, tiene como representantes ilustres a Fortunato Mallimaci, Alejandro Frigerio e Hilario Wynarczyk –uno de los primeros en trabajar teóricamente por la desestigmatización de los “grupos evangélicos”— y que cuenta hoy con una amplia camada de sobresalientes investigadores entre los que se encuentran Marcos Carbonelli, Mariela Mosqueira, Sol Prieto, Nicolás Panotto, Daniel Miguez, Nicolas Viotti, Verónica Giménez Beliveau, entre muchas y muchos otros.

Quien recorra las páginas de Vivir la fe –un título que parece, en sí mismo, una invitación a hacer exactamente eso: vivirla— encontrará algo más que un clásico estudio antropológico o sociológico sobre las dimensiones espirituales de una sociedad contemporánea. Centrado en las experiencias religiosas de los habitantes del bonaerense Barrio Aurora, Pablo Semán traza un mapeo inicial de las distintas variantes de la fe cristiana presentes en el territorio e indaga en las características históricas que estas fueron adquiriendo. Pero lejos de verlas como una formación aislada, las ubica contextualmente en los avatares argentinos. ¿Cómo se modifican las prácticas religiosas frente a los cambios políticos y económicos del país? ¿Qué cambios operan en las formas de ejercer la fe frente a los impactos de la pauperización y del neoliberalismo? ¿Cómo se entrecruzan, en los sectores populares, los modos de vivir la fe?

Estas preguntas recorren todo el libro, dando cuenta de una idea fuerza sumamente potente: las formas que adopta la experiencia religiosa están vinculadas –no determinadas— a las formas materiales de existencia. Pero son esas mismas experiencias las que pueden (¡oh, potencia de la fe!) ayudar a transformar esas propias condiciones materiales. En definitiva, a transformar la vida.

El recorrido del libro deja clara la intención del autor: expresar la relación individual de los hombres y las mujeres del mundo popular con Dios en el marco de su experiencia religiosa. Esa relación individual es, sin embargo, colectiva: porque a pesar de que las experiencias –sobre todo las que se tienen de uno a uno con Dios— resultan intransferibles, el poder del “testimonio” de cada uno traduce algo en el espacio colectivo. Las Iglesias, los espacios de congregación por excelencia, son la puesta en marcha de esa fe que, si bien es vivida en términos individuales, se expresa en un territorio común.

El recorrido del libro deja clara la intención del autor: expresar la relación individual de los hombres y las mujeres del mundo popular con Dios en el marco de su experiencia religiosa.

Barrio Aurora es, sin embargo, Barrio Aurora. No es igual a otro, no expresa a los católicos carismáticos, a los evangélicos pentecostales, a los devotos de tal o cual denominación cristiana: expresa a los diversos cristianos de Barrio Aurora. Este es un aspecto clave de la interpretación de Semán: si bien hay continuidades consustanciales a la fe –y en tal sentido es posible localizar los “aspectos comunes” propios de cada una de las formas religiosas— las experiencias deben ser cruzadas por el territorio. Esto no solo desestima la tesis de la “implantación” foránea (que piensa que, sin mediaciones, se introduce en un país un determinado tipo de religiosidad y los sujetos la practican igual que en el “territorio de origen”), sino que sitúa a los sujetos en primer plano. La pregunta ya no es por los evangélicos y por los católicos carismáticos: es también por el mundo material y las experiencias que conducen a determinada fe. ¿Por qué esas y no otras? ¿Por qué la teología de la prosperidad? El arraigo a los cultos que hacen eje en la superación personal, ¿constituye una representación del neoliberalismo o, en tiempos de retirada del Estado, puede constituir una forma subterránea de enfrentarlo?

Los sujetos tienen nombre. Víctor, militante político, ex futbolista de las inferiores de Racing y músico todoterreno, que, ante el desempleo y problemas con su esposa, llega al mundo religioso. Margarita, la pastora santiagueña que pasa del universo católico al evangélico, fundando finalmente un espacio religioso en su propia casa: la iglesia Sermón del Monte. La misma que el Día del Niño le habla a las hermanas y los hermanos comparando el “Dejad que los niños vengan a mi” de Jesús con el “los únicos privilegiados son los niños” de Perón, al tiempo que dice: “Eso es lo más importante del evangelio”. Berta, catequista en la Iglesia Católica y rezadora oficial en el culto al Gauchito Gil, que reivindica -frente a algunos espacios religiosos- el uso de las cintas rojas para curar la envidia, al tiempo que afirma las diferencias entre la Virgen de Luján y la de Itatí (porque mientras la de Luján le resulta antipática, la de Itatí se le revela comprensiva).

Las historias que Pablo Semán coloca en su libro, y que son producto de una vida al lado de la comunidad (y no solo de un análisis distanciado, como los que pueblan los periódicos que gustan de las afirmaciones sencillas y de los agrupamientos fáciles) muestran una dinámica de autoorganización popular de lo religioso. Antes que un instrumento de alienación digitado desde un extraño “arriba” (y no me refiero precisamente al cielo, sino a los mentados “poderes” terrenales), lo que se verifica son formas diversas de organizar la vida a partir de experiencias sensibles de relación con lo divino. Aunque cueste, aunque moleste, aunque sea intragable para muchos, la religión no es allí un “apartado”. No es “una parte de la vida”, sino un modo de organizarla. Un modo que, paradójicamente, no siempre tiene los resultados de sumisión que tanto se gustan exhibir en el mundo secular (mientras niega, por supuesto, su sumisión a otros tipos de autoridad secular a las que se venera con igual fervor religioso). Lo que el libro evidencia es, además, que las categorías con las que nos manejamos en el mundo secular (y muy particularmente en el mundo progresista secular) no pueden ser tomadas en su totalidad para comprender un mundo que coexiste y se interconecta con el nuestro. Las experiencias comunitarias ya no son (solo) las de una organización de izquierda: son las propias iglesias las que pueden motorizar –con ideas muy distintas a las nuestras— la reorganización de la sociabilidad comunitaria. Son las propias iglesias (aunque parezca mentira) las que pueden empoderar a las mujeres con un discurso religioso que está, a priori, muy lejos de las categorías teóricas del feminismo, pero muy cerca de las problemáticas reales de las mujeres de los barrios.

Semán pertenece a los estudiosos del “nuevo universo religioso” que no niega ni las derechizaciones ni las tendencias más generales al fortalecimiento de conservadurismos morales, particularmente en cuestiones vinculadas al género y a las diversidades sexuales. Para muchas y muchos de los que leerán el libro, estos constituyen asuntos prioritarios. No negarlo no implica, en el trabajo más general de Semán (que excede a este libro específico), enfatizarlo de más. Semán va al hueso, al punto duro de la religiosidad popular. Es decir, a la relación con Dios, con los otros y con uno mismo. A la reorganización de la vida. Si esa reorganización no se produce por los mismos parámetros con los que nosotros organizamos nuestro pensamiento y nuestra discusión pública, ¿qué sentido tiene pensar las religiosidades desde allí? Semán hace lo que sabe hacer: empatizar con los sujetos reales, buscar las mediaciones entre lo sagrado y lo terrenal, verificar las trayectorias de las personas y construir, así, conceptos sobre la experiencia real de las mujeres y los hombres que viven la fe.

En tal sentido, el libro no intenta presentar “el costado bueno” de la religiosidad popular –tanto evangélica pentecostal como católica carismática—. Y si no lo pretende es porque no lo piensa a través de categorías moralizantes. Es decir, porque no ve “un mal” en ellas. Lo que el libro repone es la empatía con los sujetos y la seriedad analítica. Analizar, como ya parece corriente, en función de categorías generales, no tiene sentido alguno. Pensar a las iglesias pentecostales y neopentecostales de un barrio popular no es lo mismo que pensar a las megaiglesias de una ciudad metropolitana. Pero pensar a las iglesias de Barrio Aurora tampoco es lo mismo que pensarlas en otro barrio, con otras necesidades, otras mediaciones, otras historias. Los sujetos construyen experiencias diversas porque están mediados por espacios diversos: no van solo a la Iglesia, son también deudores de historias familiares, personales, barriales, populares, que las exceden.

Pensar a las iglesias pentecostales y neopentecostales de un barrio popular no es lo mismo que pensar a las megaiglesias de una ciudad metropolitana.

Deudor, como es, de estudios clásicos y contemporáneos sobre el pentecostalismo, el catolicismo popular y los diversos cultos carismáticos, Semán analiza y puntualiza las características más salientes que atraviesan, ahora sí, a las distintas denominaciones religiosas. Cualquier interesado en comprender los modos reales de la experiencia en torno a frases que aparecen en los medios con titulares de letras rojas –entre las que se destacan “teología de la prosperidad”, “guerra espiritual”, “carismatización”, “pentecostalismo”, “don de lenguas”, “milagros de sanación”— debería leer este libro.

Pablo Semán

Sal y Luz a los investigadores

Vivir la fe se sostiene sobre las dos premisas de su título. Y no solo por la comprensión de que la fe es –para las personas retratadas por Semán– una forma de organizar la vida y no un apartado más de ella, sino por la propia actitud del autor. El acto de convivir con los hombres y mujeres de Barrio Aurora, cuyo modo de existencia vital está mediado por la fe, es también una forma de experiencia religiosa. Es, de hecho, la del propio Semán.

El autor no vivió un proceso de conversión. No se volvió católico carismático ni evangélico pentecostal; tampoco se transformó en un devoto de la Virgen de Itatí o del Gauchito Gil. Pero, ¿no hay un acto de fe cuando uno se vuelve copartícipe de la fe de los otros? Esa forma de experimentar lo religioso –la forma de la ajenidad sinceramente respetuosa— es visible en el libro de Semán.

Compartir la vida y la fe para comprender al que cree es, al fin y al cabo, un acto milagroso. Sobre todo, en tiempos en los que, acostumbrados al juicio previo, muchos han transformado a la fe (ajena) en pura ideología. Así, la fe desaparece al ritmo que crecen los Excel y las tabulaciones: “los pentecostales son así”, “los católicos carismáticos son asá”. Un lombrosianismo a la carta presentado como “mapeo social” sin sociedad, como “sociograma” sin sujetos.

El libro de Pablo Semán se inscribe en una tradición de estudios religiosos que sobrepasa las fronteras nacionales. A los interesados en el área, les remitirá directamente a los estudios de Jean Pierre Bastian o a los de Paul Freston, dos de los autores más incisivos en el estudio de las mutaciones religiosas en América Latina. Tal como lo entendieron sociólogos como David Martin –el anglicano que se convirtió en el “decano de los estudios pentecostales”—, este libro les recordará a los lectores que, antes que ver en las nuevas religiosidades una amenaza a los modos de vida establecidos, se debe observar la dinámica real de los sujetos. Esa dinámica habla de crisis materiales y espirituales profundas, a la vez que de fusiones de la fe y un mundo que ha pretendido dejarla atrás. Eso solo puede hacerse evidente a través del camino del “compartir”. No es extraño que este fuera el método elegido por Semán para abordar su trabajo.

Este no es un dato menor tratándose de un estudio sociológico y antropológico –y no teológico o de opinión—. Los sujetos se anteponen a los juicios previos o a las apresuradas críticas a la religiosidad que analistas y periodistas hacen asistiendo —con suerte— una tarde a un culto evangélico o católico u observando apenas el programa de televisión de trasnoche que una iglesia neopentecostal ha puesto en la vidriera del mercado. Para comprender lo singular, ir a lo singular. Para comprender lo general, fusionar lo singular con la generalidad. De ahí, y no de otro lado, surgirá una cosmovisión potente sobre estos universos religiosos.

El libro de Pablo Semán es, a la vez, un golpe certero a quienes anunciaron, con bombos y platillos, el progreso indefinido de una era secular, que dejaba de lado Dioses y milagros, que abandonaba toda relación con el misterio que no estuviese mediada por las categorías de un iluminismo que se ha presentado también como un culto religioso.

Hay, así, ecos de lo que el sociólogo de la religión –y confeso luterano— Peter Berger escribía a fines de los sesenta: el “rumor de ángeles” que siempre vuelve. Partícipe, junto al teólogo Rudolf Bultmann, de la tesis de la desacralización del cristianismo y del paso a una era absolutamente secular, Berger caminó hacia atrás. Dio vueltas sobre sus pasos y, desde la década de 1970, afirmó que, si de mitos se hablaba, no había ahora uno más potente que aquel que daba por muerta la religiosidad milagrosa y sobrenatural. Berger identificó lo evidente: que la fusión de la religiosidad con elementos culturales del mundo secular no derivaba en el fin de la religión mística, sino que le daba un nuevo ordenamiento. Fue aún más allá cuando, siendo un luterano progresista (o liberal, según se quiera verlo), afirmó que el pentecostalismo y los movimientos de “avivamiento” eran todo menos aquello que se decía sobre ellos: no eran apenas movimientos literalistas bíblicos basados en una moral conservadora, sino restauradores de prácticas de comunión que el mundo moderno ha dejado de lado. Para un luterano como Berger (que consideraba que Dios habla por medio del kerygma, los sacramentos y la proclamación de la palabra) era difícil hacer este reconocimiento. Afortunadamente era un hombre honesto y un sociólogo agudo. Fue esto lo que le permitió ver que, frente al mundo del cristianismo cosmológico, los ultraseculares y los cristianos más “políticamente progresistas” establecían críticas injustas: hacían pasar por condena moral lo que era, también, una condena de estilos. La efervescencia de los pobres, sus danzas y sus ritos, sus cantos y sus clamores, les resultaban “irracionales”. Berger vio que, a raíz de lo que ese culto les ofrecía, había mucho de racional en ello.

Confieso que tras leer el libro de Pablo Semán volví al viejo texto de Berger: “Una disidencia amistosa con el pentecostalismo”. Lo que Berger ve teóricamente, Semán lo trabaja empíricamente.

Ese trabajo empírico requiere de algo más que del instrumental de herramientas sociológico o antropológico clásico. Se puede ir a un barrio con Weber y Durkheim, pero no se entiende todo con Weber y Durkheim. Para entender, en el sentido de empatizar, hay que tomar categorías prestadas. Y si el Espíritu Santo es, particularmente para los pentecostales pero también para los católicos carismáticos, una categoría que atraviesa los distintos órdenes de su vida, para Semán se transforma en el elemento clave para entender los procesos religiosos. Semán convierte lo sobrenatural en terreno, lo espiritual en analítico. Su experiencia con el Espíritu es esa: pensar desde el Espíritu a quienes viven desde él. El Espíritu Santo es, en Semán, una categoría sociológica.

Y un libro de sociología también puede ser un avivamiento, una nueva lengua, un pentecostés.

La pregunta de Lenin, las respuestas populares

Entonces, “¿qué hacer?”. ¿Qué hacer con aquellos que, cada día, pueblan más nuestros países? La pregunta se repite en diversos sectores sociales como forma de repliegue frente a lo desconocido. Los pentecostales –pero también los evangélicos en general y los católicos carismáticos como parte del nuevo universo religioso– constituyen, para muchos, “los distintos”. La perspectiva que se posa sobre ellos es la de un otro diferente, cuando no la de un liso y llano enemigo importado. No constituyen parte de la ciudadanía, no están animados por los mismos clivajes culturales con el que ese “nosotros” excluyente define a la cultura. Son, según esa perspectiva, un producto de importación o de colonización extranjera, de alienación religiosa o de delirio místico. Eso parecen decir las más diversas tribus ciudadanas unidas solo por el espanto.

Quienes provenimos de la izquierda somos, de hecho, hijos de “otra relación” entre cristianismo y cultura popular. Incluso aquellos que no nos formamos en la religiosidad cristiana, pero que tuvimos trayectorias familiares o personales de militancia social y popular, guardamos algún poema de Ernesto Cardenal en el bolsillo de la memoria o un librito del Padre Mugica en el estante que ya se desbalancea. Leonardo Boff, Frei Betto y Gustavo Gutiérrez no son ni fueron, para nosotros, nombres de católicos, sino nombres de la izquierda. Marcas de época. Lo mismo sucede con los nombres de los teólogos evangélicos de la liberación que, a partir de movimientos como Iglesia y Sociedad en América Latina o la Fraternidad Teológica Latinoamericana, emprendieron el camino que unió protestantismo y socialismo. Los nombres de Carlos Gattinoni –obispo metodista y miembro fundador de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos—, Rubem Alves o Mauricio López –desaparecido por la dictadura argentina— están ahí, mostrando una tradición de evangelismo e izquierda que está lejos de haberse perdido. Se trata de una tradición que, reinterpretada y rearticulada ante los nuevos fenómenos nacionales y globales, emerge en los numerosos ministerios cristianos de iglesias que, progresivamente, han incorporado las nuevas dimensiones de las luchas sociales y los derechos largamente olvidados. Ahí están los ministerios cristianos de todo tipo que han hecho suyas las teologías feministas –desde las pensadas por Dorothee Sollee hasta las de Elsa Tamez—, las iglesias que han apelado –como la de la Comunidad Metropolitana— a la lucha por los derechos LGTBI –acompañando, de hecho, las primeras marchas del orgullo cuando pocos estaban dispuestos a hacerlo— y los innumerables cristianos que, proviniendo del mundo pentecostal o carismático, se han posicionado progresivamente en posiciones que uno no dudaría en llamar progresistas. Los caminos de los sujetos –y no solo los del Señor— no están tan pre trazados como creemos.

Pese a que el libro de Semán no lo explicita, hay algo de aquel telón de fondo del que nace nuestra incomodidad contemporánea. ¿Nos habíamos acostumbrado a un actor religioso católico y evangélico solo porque era “igual a nosotros”? ¿Era real el respeto religioso o era, en última instancia, una forma de construir una estrategia política? ¿Qué ocurre ahora que aquel actor del “cristianismo de liberación” ha dado paso a otro: el de los cristianismos carismáticos, de la prosperidad, del mano a mano con Dios?

El problema lo resuelven mejor los sujetos. Dionisia, una vecina del barrio, habla con Semán en el libro. Y da una respuesta contundente: para ella, el Padre Mugica y el Pastor Giménez (entonces muy en boga) no son tan distintos. Ella dice: “Los dos tratan de ayudar a que la gente mejore y pueda estar bien. Entre Mugica y el pastor Giménez no hay mucha diferencia. Los dos quieren ayudar a la gente. Cada uno a su manera.”

Entonces, Semán hace una bajada –esa que le faltaría a los análisis que pueblan los medios—: “Ella no recibe la teología de la prosperidad como simple adhesión a un consumismo genérico, sino desde la perspectiva del derecho a los bienes, de la necesidad de que la gente sea ayudada y asistida, consagrada en la conjunción peronismo-religión-‘ayudar a la gente’ y en la relativa homologación de los bienes materiales y espirituales ya subrayados, que, por su parte, es paralela pero no idéntica a las afirmaciones de la teología de la prosperidad, en el sentido de que la bendición también es material.”

Se escucha entonces el eco de aquel viejo dicho: “La teología de la liberación optó por los pobres, pero los pobres optaron por los pentecostales”. La frase, acuñada por René Padilla, un teólogo progresista, daba en la tecla. Ya Peter Berger lo había visto al decir: “No hay ninguna noción de que la pobreza es de alguna manera ennoblecedora. En eso, hablando sociológicamente, el evangelio de la prosperidad está más cerca de los hechos empíricos que de una idea romántica del pobre noble, una noción que recuerda a otra ficción romántica, el noble salvaje. Tales nociones, por supuesto, siempre son sostenidas por personas que no son pobres y que no se consideran a sí mismas como salvajes. Estas nociones son condescendientes. Están implícitas en el famoso eslogan de la teología de la liberación: ‘una opción preferencial por los pobres’. Eso sí, no de los pobres, sino para los pobres: pronunciado, por así decirlo, desde lo alto.”

El problema, y lo identifica bien Semán, no es teórico. Es de mediaciones. La teología de la prosperidad, el avivamiento carismático y los dones del Espíritu Santo no son vividos igual en cualquier contexto. Y en uno donde lo que reina es la falta de acceso a bienes materiales básicos, lo que impera no es tanto el deseo y la avidez por poseerlos todos, sino por la garantía de una vida digna. El significado de “abundancia” se modifica con las clases sociales. Los hombres y mujeres no son receptores acríticos de la teología que reciben: son también mediadores.

Esta posición enlaza con una de las críticas –a mi entender muchas veces justificada— respecto de la relación entre dinero y cultos religiosos. Desde la izquierda se corre el riesgo de pensar, a menudo, que cualquier pastor funciona como un ladrón que parte de la “alienación religiosa” de los fieles. Un adoctrinador que le quita dinero a los pobres que, claro, como son pobres no tienen capacidad de pensar. En el libro de Semán se expresa bien cómo los fieles de un barrio humilde y popular se relacionan ya no solo con la religión, sino con quienes pastorean. Y lo que se percibe es que no son sujetos carentes de racionalidad –como se los tiende a presentar—, sino con bastante claridad en lo que están haciendo. A fin de cuentas, quitarles racionalidad a los pobres es otro acto de superioridad moral. Peter Berger lo explicó de la siguiente manera en un texto que pretendía realizar una observación minuciosa de la relación entre los pobres y la llamada teología de la prosperidad: “¿Qué hay de la crítica de que los predicadores del evangelio de la prosperidad son unos cínicos que viven a lo grande explotando a sus seguidores pobres? A menos que uno se emborrache jovialmente con la gente, es difícil saber quién es un cínico y quién es sincero (y, por desgracia, estos predicadores rara vez beben). Y la explotación es una categoría ambigua: si un vendedor me convence de que su producto me hará feliz y vale el precio, ¿me está explotando? (no importa si él mismo cree en el producto.) Se aplica la máxima de “cuidado por parte del comprador”. Y los compradores suelen ser bastante precavidos, sobre todo si son pobres y no tienen dinero para tirar. Pero que quede claro que algunos de estos predicadores son cínicos y explotadores. También lo son otros clérigos, obispos, arzobispos, incluso profesores de ética social.”

Richard Shaull, otro de los teólogos católicos de la liberación –comprometido en su día con la Revolución Sandinista en Nicaragua—, pensó en el pentecostalismo en un sentido similar. Aún con sus críticas a los elementos “moralizantes” por derecha, sostuvo: «Los pentecostales representan a mi juicio, a los sectores marginales de América Latina en el lado religioso, aunque esto no es una novedad; pero sobre todo porque en ellos veo signos de esperanza; en su liturgia, construida sobre la base de su cotidianidad y desde el dolor de Dios, esto es desde el sufrimiento y agonía, ellos construyen imaginarios de esperanza. Ellos me han enseñado a ver el mundo de otra manera: con dulzura, más que con amargura; con alegría más que con dolor, con esperanza y no con nostalgia de una condición de clase perdida».

Quienes no pertenecemos al pentecostalismo ni participamos del “movimiento carismático” debemos también ser capaces de comprender estos apartados populares. Tenemos todo el derecho a seguir pensando que siempre será mejor un cristianismo amigo de los derechos de las minorías, de las sexualidades disidentes y hasta del socialismo. Así, al menos, lo creemos algunos. Pero Palo Semán nos advierte: para que eso pueda tener algún triunfo, es necesario conocer las creencias y la vida del pueblo real.

Resurrección y Revolución

El libro de Pablo Semán se publicó en 2021. Pero la investigación se remonta a la década de 1990. Sin lugar a duda, muchas cosas han cambiado en la sociedad y en los propios espacios religiosos de los sectores populares. El propio Semán lo ha escrito. En Religiones y espacios públicos en América Latina, la reciente compilación que realizó para CLACSO con Reneé De La Torre, se dejan en evidencia un conjunto de mutaciones que, de un tiempo a esta parte, han venido acompañando a las religiosidades cristianas del continente.

La preocupación por el mundo espiritual y religioso cristiano es, de hecho, mayor que en la década de 1990. El avance en materia de derechos civiles, el llamado giro a la izquierda, las reacciones políticas de derecha han llevado a una discusión cada vez más fuerte sobre la participación de los actores religiosos en la esfera pública. En esta escena, cargada de malentendidos, predomina más el juicio que la comprensión. Por eso, Vivir la Fe, que relata una experiencia concreta en un momento concreto, tiene una absoluta actualidad. Es desde aquellos momentos desde los que podemos comprender algo de los presentes. Y es también una explicación consistente al hecho mismo de que sea hoy –y no entonces— que nos preguntemos por estos actores: como si la existencia del otro dependiera de la tensión política existente y no de sus características como sujetos.

La tendencia a ver en los grupos carismáticos a los causantes de todos los males es creciente. Se los sindica como la expresión del neoliberalismo, como los autores de golpes de Estado, como parte de una ofensiva neoconservadora. Por lo general, no se tiende a diferenciar demasiado entre los sujetos anclados en los sectores populares, en los medios y en los altos, y tampoco a prestar suficiente atención a la diferencia entre las palabras de los pastores y la de aquellas y aquellos que participan de la vida de los cultos. Tampoco se comprende de manera cabal la forma de organización de los evangélicos, que determina formas de crecimiento celular muy porosas y con resultados diversos. Con todo, resulta innegable que asistimos a una escena de progresiva derechización “por arriba” del mundo asociado a lo carismático. Al mismo tiempo, también se perciben cambios en la dinámica social: no son pocos los que, ante las radicalizaciones por derecha, se escoran hacia posiciones progresistas o de izquierda, pero son recibidos como extraños cuando aseguran que siguen siendo creyentes, que siguen manteniendo sus formas de adoración o que, simplemente, “hablan con Dios”.

Dentro del mundo de “las izquierdas” y los nacionalismos populares –y Semán lo sabe, aunque no sea este el objeto de su libro, pero sí de algunos de sus numerosos textos como Nacional, Popular y Pentecostal— existe una vocación real de muchas y muchos de acercarse a ese mundo tan temido. Pero también sabe de los peligros de ciertas formas de acercamiento. Y es que no alcanza con buena teología, ni con exhibir los aspectos liberacionistas de Jesús para tender puentes con el mundo de la subjetividad cristiana popular. No alcanza con exhibir la dimensión antiimperial y antipatriarcal de Jesús ni su crítica a quienes, como fariseos, “colocan cargas sobre las espaldas de los hombres que ni ellos mismos pueden llevar”. Uno de los aspectos clave de la interpretación de Semán es útil también para aquellos que, desde el cristianismo, se encuentran lícitamente preocupados por el crecimiento de discursos conservadores al interior de la religiosidad: para los seres humanos que vivencian la religión y la mística de la sanación y la salvación, Jesús no es el Che Guevara y el cristianismo no es una “cultura”. Nadie convencerá a quien ha cambiado su vida a partir del contacto con lo sagrado con un discurso que sitúa a Jesús en la izquierda. Ciertamente, somos muchos los que creemos que efectivamente lo está y que su mensaje es, sobre todo, de liberación: de los oprimidos, de los pobres, de las y los trabajadores, de aquellos a los que se les ha impuesto la vergüenza sobre su sexualidad, de las minorías. Pero, además, no serán convencidos de un Cristo Revolucionario –en los términos en los que nosotros pensamos la revolución— por quienes no profesan ni, como dice Semán, “viven la fe”. No es un discurso teórico el que buscan. Es un contacto con lo sagrado. Sin eso, no hay nada.

Pero hay que pensar de otro modo. No se trata de instrumentos. Se trata de personas. De sujetos que buscan y encuentran. Quizás haya que comenzar por comprenderlos. Quienes nos movemos en ese mundo llamado “secular” tendemos a empatizar con los grupos religiosos en la medida que se parezcan a nosotros. Parecemos, en ese sentido, como un grupo de deconstructores al encuentro de los desconocidos. En cierto sentido, también esa es una forma de evangelización secular. “Vengan pentecostales, carismáticos, evangélicos y católicos populares: ¡aquí tenemos la clave!”. Si ese es el comienzo, el final no será bueno. No se puede ir por el mundo deconstruyendo a los demás sin conocerlos. Y, además, ¿cuántas de nuestras “verdades” deconstruimos nosotros en nuestro día a día?

Parte de la religión

Desconozco si Pablo Semán cree o no en Dios, aunque sin dudas cree en compartir el pan y el vino –puedo dar fe de ello— y sostengo que eso es ya creer. Porque, como decía el jesuita Michel de Certeau, “quien piensa que puede estar separado de sus hermanos sin estar separado de Dios (…) ese se equivoca y no es religioso”.

Vivir la fe no es solo un libro de antropología o de sociología. Es también la demostración de que un investigador, siempre en una posición de cierta externalidad con su objeto de estudio, puede llegar a “amar” a aquellos que ilustra. Aun sin compartir sus vivencias. Aun sin compartir sus ideas. Aun sin compartir su religiosidad.

De cierta manera, ese también es un modo “cristiano” de trabajar: porque el llamado no es el de amar a la humanidad primero y a las personas después, sino el de poner primero al que está al lado. Tu prójimo: el que está al lado tuyo.

Es curioso que el cristianismo, pese a sus horrores históricos –y no solo históricos— sea una fe viva que, en sus múltiples dimensiones, abrazan personas en todo el mundo. Exceptuando a quienes pertenecen a ella por costumbre o por herencia –lo que quizás no indique la pertenencia a una fe, sino apenas a “una cultura” o a una de las tantas formas de “esa cultura”—, la asunción de la fe cristiana –sobre todo en la vida adulta— suele estar motivada por crisis profundas, por faltas o carencias, por necesidades o deseos. Lejos de la visión que le atribuye ser la fuerza de la alienación, el cristianismo es –o es también— fuente y deseo de liberación. Hombres y mujeres de todas las latitudes se acercan a ella buscando un sentido.

Quienes estamos en esa búsqueda y provenimos de lugares muy diferentes tendemos a tener problemas con las perspectivas ortodoxas y moralizantes. Si somos capaces de creer en algún cristianismo, solo puede ser aquel que no traicione parte de aquello que fuimos. ¿Es posible combinar al Dios de la Liberación, el de la teología de la cruz, el de la abundancia de vino y amor, el que respeta a todos tal como son con una matriz carismática? A veces me lo pregunto. Y prefiero creer que sí.

El libro de Pablo Semán se llama “Vivir la fe” pero tiene un subtítulo no escrito: “Encontrarse con otros”. En esos otros se encuentra también Dios. Son ellos quienes lo han encontrado o lo han buscado. No es una obligación ni un imperativo hacerlo, pero es importante respetar ese encuentro.

Muchas personas buscan hoy a Dios. Algunas lo encuentran, otras no. Algunas lo dejan para encontrarse con algo de ellas mismas que la religión, tal como la han vivido, les ha quitado. Pero a veces, Dios no llega. O elegimos que no llegue para nosotros. Estamos en todo derecho a rechazarlo e incluso a ridiculizarlo. La religión ha hecho mucho en favor de ello. Creo, sin embargo, que su poder consiste en presentarse de muchas maneras. No excluyo el odio y el desprecio, porque es así como muchos –yo incluido— tomamos contacto con él. Creer –en el sentido más profundo de experimentar— es algo que, en lo personal, también le debo parcialmente a Pablo Semán, con quien no siempre coincidimos. Para muchas personas no hay nada más preciado que la transformación del odio en amor, del encono en abrazo. Muchos llamamos a eso Dios y creemos que es la base del Jesús resucitado. Y en ese sentido, Dios no es una abstracción lejana ni un juicioso malvado que posa su mirada sobre nosotros para condenarnos. Es, por el contrario, un amigo presente. Un recurso real y vivo, materia pura hecha de amor y de perdón, materia hecha de gracia y de misterio. La materia que creamos y en la que creemos, esa de la que nos agarramos para sobrellevar el camino.

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