SEIS HISTORIAS «ESENCIALES»

Por: Mariano Abrevaya Dios

Son trabajadores y trabajadoras exceptuados del aislamiento social, preventivo y obligatorio. Cumplen funciones en la calle, en comedores, centros sanitarios, escuelas y atienden en paralelo las complejidades de sus propios universos familiares. ¿Quiénes son, cómo les sacudió la vida laboral y personal la irrupción de la pandemia? Fotos: Gala Abramovich.

Nadie nos preparó para transitar una pandemia, pero acá estamos, en casa, algunos con más comodidades y urgencias que otros. Llevamos casi un mes encerrados, aislados, porque no es joda: el coronavirus, ese enemigo invisible que marcará para siempre este pasaje de la historia, está del otro lado de la puerta, y a pesar de los barbijos, el alcohol en gel, el saludo con los codos, te puede lastimar, e incluso quitarte la vida.

El virus nos cambió la vida. Lejos quedaron la rutina laboral, los encuentros familiares, la escuela de los chicos, la salida nocturna, el partido de fútbol. Se modificaron las rutinas y actividades que hacemos en casa, el modo de relacionarnos con el otro y tuvimos que incorporar varias medidas de higiene para evitar un posible contagio. Lo más angustiante es que no sabemos cómo vamos a salir de esta emergencia sanitaria ni cuándo; tampoco la profundidad y consecuencias que tendrá la parálisis económica en la que sucumbieron el país y el mundo.

Pero podría ser peor: ahí afuera, en la calle, hay miles de trabajadores y trabajadoras que le están poniendo el cuerpo a las actividades catalogadas como “esenciales”. El personal del sistema de salud, tanto público como privado, los integrantes de las fuerzas de seguridad, los trabajadores de prensa, los que sostienen en funcionamiento la industria alimenticia (producción, traslado, repositores, cajas, administrativos), el transporte público, los recolectores de basura, el sector farmacéutico, los bancarios, los docentes, los repartidores o fleteros, entre otros.

¿Quiénes son, cómo les sacudió la vida laboral y personal la irrupción de la pandemia? La Nación Trabajadora conversó con seis de ellos para tratar de representar en un puñado de historias al universo de compatriotas que hoy laburan en la calle.

El agente de prevención

Francisco tiene 25 años y forma parte del cuerpo de agentes de prevención del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Con el Covid/19 su trabajo se alteró por completo. “Antes estábamos en las entradas y salidas de las escuelas, y ahora en los puentes peatonales y vehiculares controlando colectivos y autos particulares. También vamos a los hoteles para verificar que los repatriados cumplan con su cuarentena. Esta semana estuve cubriendo vacunatorios de personas mayores. También nos llevaron a los bancos para organizar las filas”, detalla.

Con respecto a las medidas de seguridad, cuenta: “El gobierno porteño nos provee de un barbijo y un par de guantes por día, y nos recargan el alcohol”, aunque aclara que más de una vez no los pasan a ver a los lugares en los que los designaron, y que por eso lleva sus propios elementos de seguridad, “para no depender de ellos”.

Francisco vive con su padre, un hombre que está arañando los 65 años. Por eso, cuando regresa a su casa, deja en una bolsa el uniforme y los zapatos, y se pega una ducha. Las compras trata de hacerlas él. Con respecto al trato que recibe en la calle de parte de la gente, dice que es muy variado. “Está la gente bien predispuesta que acepta las indicaciones sin chistar, y hasta te agradece; están los que no te dicen nada, y también el que te putea. Hay mucha gente nerviosa y se la agarra con nosotros porque estamos con uniforme. De todas maneras, la mayor parte de la gente entiende que los estamos cuidando”, explica.

“Está la gente bien predispuesta que acepta las indicaciones sin chistar, y hasta te agradece; están los que no te dicen nada, y también el que te putea”.

Dos en la ciudad

Patricio y Majo tienen 43 años, están casados, viven en Saavedra, CABA, y tienen dos hijos. El mayor, de 15, que está cursando de manera remota su tercer año de colegio industrial, y la menor, de doce, que está cursando, también a distancia, su séptimo grado. Él es gasista matriculado y ella, radióloga. Ambos trabajan fuera de casa.

Cuenta Patricio: “Estoy haciendo nada más que emergencias, y al depender del poder adquisitivo de la gente y tener la economía parada, el trabajo bajó muchísimo”. Majo, por su parte, se desempeña en el área de servicio de imágenes de un sanatorio privado de la zona norte del conurbano bonaerense. “Pasé de trabajar de lunes a viernes, seis horas por día, a dos guardias, de doce horas cada una”, cuenta.

Majo tiene bronca porque en la clínica licenciaron mucho personal, aunque aclara que “pasaron de tener más de cien pacientes internados, a unos treinta”. Aparte de la rutina laboral, explica: “Se nos alteró lo económico, ya que nos están pagando de una forma poco habitual. Está todo bastante difícil”.

Eso sí: tienen aceitado el funcionamiento de la casa.  “Los chicos están grandes, se arreglan solos con las comida que les dejamos para que se calienten en el horno, o microondas”, y si bien se duermen a altas hora de la madrugada, al igual que todos sus amigos y amigas, y probablemente el resto de los adolescentes del país, “la tarde la dedican a hacer la tarea que les mandan de los colegios”.

Patricio dice que en los domicilios a los que va a trabajar lo tratan bien en la mayoría de los casos. “De alguna manera me reciben agradecidos, porque si bien tiene algo de riesgo que me dejen ingresar a sus casas, son conscientes del riesgo que corrés vos al salir a trabajar todos los días”; y suma: “Al tratarse de urgencias, como no tener agua caliente para bañarse, nos reciben bien porque están desesperados por una solución”.

En el caso de Majo, al trabajar en un sanatorio, los y las trabajadoras cuentan con las medidas de protección indicadas en los protocolos: guantes, barbijos, mascarillas, camisolines. Con respecto al trato que recibió por los pacientes que allí se atienden, Majo señala: “Por lo general la gente se muestra solidaria y agradecida con nosotros, y solo unos pocos se ponen reacios a que nos acerquemos a ellos porque somos personal de salud”.

El Gobierno nacional declaró como esenciales una larga lista de actividades. Son las tareas que realizan las empresas funerarias, veterinarias y ferreterías; los trabajadores que estén afectados a la obra pública, la venta de materiales para la construcción, y actividades estratégicas como las que tienen a su cargo los altos cargos de la administración pública, la operación de centrales nucleares, represas y aeropuertos, el tratamiento y comercialización del petróleo (naftas), los servicios públicos y las actividades vinculadas con el comercio exterior. También pueden circular aquellas personas que deben asistir a otras, como los adultos mayores o personas con discapacidad, y los que trabajan en el rubro de la comercialización de repuestos de automotores, y gomerías. Y por supuesto, desde el primer día, quienes atienden los comercios llamados de cercanía, en los barrios.

Trabajo social, en la primera línea

María es una trabajadora social de la gestión de gobierno municipal de 25 de Mayo, un pueblo de 25 mil habitantes, en el centro de la provincia de Buenos Aires, a 240 kilómetros de la CABA. “Es uno los 58 municipios sin casos positivos de coronavirus”, destaca en sus mensajes de WhatsApp, y cuenta que a partir de la pandemia su trabajo lo realiza a través de guardias.

María informa que la Secretaría de Políticas Sociales y Sanitarias del Municipio montó un esquema de asistencia con tiendas de campaña en los barrios populares y que están asistiendo a 700 familias por medio de la entrega de bolsones de comida y viandas tanto para el almuerzo como para la cena. Ella y sus compañeras forman parte de esos operativos, de los que también formó parte el Ejército Argentino.

María informa que la Secretaría de Políticas Sociales y Sanitarias del municipio de 25 de Mayo montó un esquema de asistencia con tiendas de campaña en los barrios populares y que están asistiendo a 700 familias por medio de la entrega de bolsones de comida y viandas tanto para el almuerzo como para la cena.

Con respecto al trato que reciben de los vecinos y vecinas, María apunta: “En general sentimos indiferencia, pero le hacemos notar a la gente que nosotras somos trabajadores de primera línea, porque acá es como que si no sos personal de salud o policía no se tiene en cuenta, y nosotras estamos en la misma situación, y hasta a veces más, porque somos nosotras las que armamos, por ejemplo, el hemograma familiar de posibles contactos”.

Dar de comer

Jesica Salomón también trabaja en el territorio, en este caso, en el comedor comunitario “Ernesto Guevara” de Lomas de Zamora. Tiene 32 años y vive en Villa La Madrid del mismo partido del sudoeste del Gran Buenos Aires. Cuenta que hasta antes de la pandemia, atendía un puesto la popular feria La Salada y que ahora le pone el cuerpo al lugar en el que seis compañeros y compañeras preparan merienda y cena para 150 personas, dos o tres veces por semana, en función de la mercadería que reciban del gobierno municipal a cargo de Martín Insaurralde, y donaciones de particulares.

Con respecto a la tarea en el comedor, la joven cuenta: “Lo que priorizamos es que la mercadería que ingresa se desinfecte con 70 de agua y 30 de alcohol” y advierte que la seriedad con la que trabajan es equiparable a cocinar para la propia familia. “El comedor es prácticamente tu casa», asegura. Todos se lavan las manos de manera permanente, y usan barbijos.

Desde hace varios días, y por una cuestión de seguridad sanitaria, decidieron entregar la merienda y la cena para que la gente se la lleve a casa. “Los vecinos están felices de que siga funcionando el comedor, acá hace mucha falta, como en otros barrios de la provincia”, afirma. Jesica, que finalizó sus estudios secundarios y es liquidadora de sueldos, no siente tensión entre su capacitación y la dedicación a una tarea como la de atender un comedor popular: “Hay cosas que te hacen ser feliz como una sonrisa de los chicos o que te  pregunten en la calle si vamos a hacer la leche; eso es impagable”, subraya.

“Lo que priorizamos es que la mercadería que ingresa se desinfecte con 70 de agua y 30 de alcohol” y advierte que la seriedad con la que trabajan es equiparable a cocinar para la propia familia. “El comedor es prácticamente tu casa», asegura.

El gobierno nacional lanzó una larga serie de medidas para tratar de amortiguar la parálisis económica, y desde el principio puso su mayor esfuerzo en los sectores más desprotegidos de la sociedad, por ejemplo aquellos que subsisten con un trabajo informal, y que ahora se quedaron sin la posibilidad de realizar changas, de vivir del rebusque. Algunas de las decisiones del Estado son: el pago del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), de 10 mil pesos mensuales (para 8 millones de personas); el pago de bono de 3 mil pesos para jubilados que cobran la mínima y para beneficiarios de la AUH, dos meses de gracia para los créditos de Anses, y refuerzo presupuestario para comedores y merenderos.

Además, decidió eximir del pago de contribuciones patronales a los sectores más afectados por la crisis; amplió el alcance del programa de Recuperación Productiva (Repro) para que de esta manera sea el Estado el que pague una parte de los salarios de los trabajadores; se otorgaron líneas de créditos blancos para las pymes y se prorrogó el pago de tarjetas de crédito y préstamos personales.

Educar y proveer

Natalia es la directora en dos escuelas de Villa Gesell, ambas en barrios obreros, en los que la escuela cumple un rol social imprescindible. La tarea que ella realiza junto a otras docentes es vital para que la comunidad pueda, por ejemplo, comer.

“En la escuela organizamos equipos de trabajo, y si bien al principio fue complicada la comunicación con las familias, hoy podemos decir que el 90% está en contacto con nosotros, y reciben sus tareas pedagógicas y todo tipo de intercambios”, detalla, aunque advierte que “la mayor preocupación de parte de las familias fue la asistencia al comedor”. Son todas familias que viven de la economía informal y por eso es tan importante acercarles un plato de comida. “Comenzamos con viandas pero ante la necesidad de mayores cuidados y la decisión entregar bolsones de alimentos secos, se reorganizó toda la tarea”, repasa.

Aparte de su tarea social y comunitaria, Natalia tiene que una familia atravesada por la emergencia sanitaria. “Tengo dos hijos en Mar del Plata que se habían ido a estudiar, un hijo en Brasil quien después de cuatro días de espera en el aeropuerto pudo regresar y quedó en aislamiento en un departamento, y en casa estamos con mi hija adolescente. En el mismo terreno está mi hijo mayor con su compañera y una amiga con sus dos pequeños”.

Natalia está convencida de que a la emergencia sanitaria y a la crisis económica se la vence por medio del esfuerzo colectivo, el tejido de redes y la solidaridad motorizada por la sensibilidad hacia lo que le sucede al de al lado. “Cada quince días estamos entregando la mercadería que provee el consejo escolar y logramos reforzarla con verduras y leche a partir de las donaciones que hacen los vecinos”.

La idea de que nadie se salva solo tiene mucha fuerza y carga simbólica. Lo sabemos los que estamos en casa, y en especial, los que están en la calle.

Natalia está convencida de que a la emergencia sanitaria y a la crisis económica se la vence por medio del esfuerzo colectivo, el tejido de redes y la solidaridad motorizada por la sensibilidad hacia lo que le sucede al de al lado.

Brian Álvarez, repositor de supermercado (leído en Facebook)

Tengo una hora en colectivo hacia el trabajo. No sé si el viaje es un castigo o una bendición. Casi nadie puede salir de su casa, pero a mí me dejan tener este paseo, a cambio de un día de mi vida. Veo pasar filas de viejos sobre la avenida, en las veredas de los bancos. ¿Cómo distinguir a un jubilado entre la multitud? Si no tiene un chango para hacer las compras, es un jubilado. A diferencia de ellos, los clientes llevan changos, su insignia de soberanía: un cliente tiene potestad sobre las empresas, su carro es un cetro. Un jubilado está desprovisto de cetro, de poder. Trato de adivinar cuántos años suma cada fila. Veinte jubilados, más de mil doscientos años, nada de poder. Ni cien jubilados tienen la fuerza para doblegar al enemigo. En el asiento, pienso en una fila de banqueros, en el chiste interno: «¿En qué se parecen un jubilado y un artista? En que ninguno sirve para nada». Nunca vi una fila de banqueros, esperar es una mala costumbre de los pobres. Me pica toda la cara, por la ventana entra el sol del mediodía, y me quema. No soporto el sol, pero en estas semanas dejo que me arrastre, para no sentirme tan mal. Trabajar no cansa, más bien da bronca. Nadie debería vivir con bronca y esperando su ración de sol.

Filas de viejos, de banqueros, de fuerzas de seguridad. La policía federal y la policía de la ciudad hacen guardia, revisan bolsos, encuentran amenazas invisibles en cuerpos visibles y casi siempre pobres. Reducir las amenazas a patadas. Reducir a un hombre. Reducir a una mujer. El lenguaje de la represión entra en la mente como el sol que muerde el cuero cabelludo, el sol que besa la mollera, la coronilla. Un policía de azul, un policía del color del vino, un policía de civil.

Si cierro un poco los ojos, puedo ver cómo pasa a mi lado el rastro de la presencia policial, manchones móviles de color azul y del color del vino que surcan el lienzo de una ciudad en pausa, violentas hojas caídas del árbol del país. Hombres y mujeres pobres que el Estado armó para que el paisaje no fuera tan gris, para dar vida al paisaje, a las fuerzas que luchan contra la destrucción de la vida.

No me sorprende la ciudad vacía, me interesa más cómo la vida trata de diferenciarse de sí misma incluso cuando se la reduce a su mínima expresión. Nadie es igual a nadie. Un policía no es un policía no es una jubilada no es un repositor. Pienso en mis compañeros, en el miedo que compartimos y en la relación singular que cada uno tiene con su miedo. Nadie es igual a nadie. Nos organizamos para evitar que entren en el supermercado más de cinco clientes a la vez. Como los clientes son bestias soberanas, y resisten nuestra solidaridad, les decimos que se trata de cuidar su salud. Nuestra salud no importa: no todos los cuerpos valen lo mismo, porque nadie es igual a nadie. Un jubilado tiene que hacer filas porque ningún sector se organizó para cuidar de su salud.

Deberían haber salido a las calles con un carro, un chango, un bolso, pero un jubilado no puede acreditar su poder, porque no tiene poder. El Estado armó a la policía para que la ciudad tenga color, pero solo dio la «sugerencia» de que las empresas restringieran el ingreso de los clientes a sus espacios cerrados. Pienso en el color, en el sol, en los sonidos de la ciudad, que no está en silencio, que suena más nítida que nunca. Suaves hojas caen de los jacarandaes, rozan el parabrisas del colectivo y pasan. Ninguna empresa aceptó la sugerencia estatal, por eso hicimos presión, nos organizamos, por nuestra salud que no vale nada. «¿En qué se parecen un jubilado y un empleado de comercio?». Pienso en mis compañeros, en un rato los veo, no sé si este viaje es un castigo o una bendición. Cada vez soporto menos el sol, pero dejo que me lleve. Va a ser largo este domingo, y no sabemos cuándo terminará.

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