SOLAPAS ILUSTRADAS: ANTONIO DI BENEDETTO

Por: Lucas Nine

Esta selección de las grandes frases de la literatura universal, ilustradas por Lucas Nine, nos fue presentada por su autor como una “revisión gráfica del canon literario, realizada de coté y en librerías de segunda mano”. Con ustedes, los dudosos resultados.

“Zama” (1956), de Antonio Di Benedetto

Trazar la gran divisoria de aguas de la literatura argentina parece una tarea tan apasionante como la de contar carozos, aunque la empresa podría llegar a ser más redituable si nos permitimos esquivar por una vez la sobada fórmula de Borges vs. Arlt. Probemos, por ejemplo, a enfrentar al cordobés Juan Filloy con el mendocino Antonio Di Benedetto (1922-1986) y ver qué pasa.

De un lado, tenemos las fintas excesivas del cordobés. Filloy es genial en el sentido de Las Mil Y Una Noches: ideas diamantinas, adjetivos fulgurantes, metáforas que brillan como recién salidas de la lámpara mágica, esperando a disolverse bajo el primer sol de la mañana. Por excesivo, el oro de Filloy se nos escurre entre los dedos. Su vida de tres siglos, las inevitables siete letras en todos los títulos o la producción fordiana de palíndromos, tienen lo inagotable de los tesoros de los cuentos. Por algo a Trapalanda, alias El Dorado, se la ubicó siempre en Córdoba.

En sus antípodas se encuentra el esforzado mendocino. Ha labrado la tierra sin otra recompensa que regar los surcos con su sangre. Los frutos, cuando los había, eran cosechados por veloces trabajadores golondrina, operando en puntitas de pie y con un dedo sobre los labios.

La figura de Di Benedetto es inseparable de su Zama, novela que nos reprocha el haber admirado las barrocas piruetas del cordobés. En Zama no sobra nada. Uno puede dar bastonazos contra esas páginas sin que resuene en ellas algo más que la sólida honradez de los clásicos. Y sin embargo, Diego de Zama, su protagonista, podría ser en cierto sentido una criatura de Filloy. Este ínfimo funcionario de la Asunción virreinal, alucina inútilmente dineros y honores siempre a punto de llegar desde una metrópolis lejana que ocupa esta vez -inversión mediante- el lugar de El Dorado. Esa espera interminable es la novela. 

Imagino por lo tanto las ilustraciones de esta obra en el cuadrante de un reloj. Incluso podemos usar los bracitos de su protagonista como agujas, marcando la hora al mejor estilo Mickey Mouse (personaje con el que Zama tiene tanto en común). Ahora que lo pienso, una edición limitada de relojes Zama no estaría mal. Que tomen nota las autoridades.

Fragmentos de Zama

Con su pequeña ola y sus remolinos sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía completo y no descompuesto. El agua, ante el bosque, fue siempre una invitación al viaje, que él no hizo hasta no ser mono, sino cadáver de mono.

El gobernador tenía indicado que en cuanto yo llegara me pusiese a sus órdenes. Esto implicaba antesala, hasta que él se dignase franquearme el paso. En esta ocasión se retardó hasta crisparme de impotencia.

A veces me despegaba de las leyes y, sin apartarme de la banqueta, entraba en complejas asociaciones. En cierta ocasión, la espada, pendiente de un clavo, me recordó el ataque de los perros. Pensé que esa era la única sangre que había empañado esa hoja, regalo de mi cuñado cuando embarqué en Buenos Aires. Me llamé mataperros.

—Cincuenta pesos —dije, y supe al instante que pedía una suma ruin, sabiendo también que ya no podría pedir más porque yo no ardía ni la mujer jadeaba.

Pensé que no, que él se equivocaba, porque aun sin brazos, sin ojos, podría comer raíces arrancadas con los dientes, podría rodar como un bulto hacia el río. Si me dejaban la vida, conservaría la facultad de escoger entre la vida o la muerte.

También Porto lo sabía. Su discurso, astuto, envolvía y disimulaba la misericordia que se proponía ejercer.

Hasta aquí, Zama. Dejo a cargo del interesado el ubicar un ejemplar de esta obra (entre mis manos se encuentra la vieja edición del Centro Editor de América Latina, de fragante cuerina negra) descontando por imposible el darles una idea aproximada de su efecto total. En las dos o tres sentencias que cierran la obra, Di Benedetto afianza su tenaza de acero sobre el cuello del lector, arrancándole lágrimas, aullidos de dolor e incluso puñetazos contra la pared. O al menos ocurre en mi caso, para consternación del librero, que ve así espantada su exigua clientela.

Por alguna extraña razón, el destino del mismo Di Benedetto siguió al de su personaje en su batalla contra el olvido,  los matarifes y el exilio final. Ironía suplementaria: una pálida remake llamada “El coronel no tiene quien le escriba” inauguró, unos años después de la publicación de Zama, ese emprendimiento turístico llamado «realismo mágico» en el que, quizás por suerte, el nombre del mendocino estuvo ausente.

Apunto una salvedad: mientras que Di Benedetto nos muestra a su Asunción como una comunidad perfectamente organizada -acaso en el sentido monstruoso de las burocracias de Kafka- en donde Zama es aquello que no encaja, las macondos del realismo mágico fungieron de tristes parodias de la civilización condenadas a hundirse sobre sus cimientos (tal como la adaptación de Zama al cine paseó sus llamas por el Ayuntamiento, entre otras postales del caos tropical). No es raro que estas certificaciones del fracaso latinoamericano obtuvieran los honores y pergaminos metropolitanos a los que el funcionario Diego de Zama aspiraba.

Ya solo en este local abandonado (porque también el librero ha huido) me asalta una duda final: es posible que Zama y sus misivas incesantes a una metrópolis sordomuda prefiguraran el derrotero completo de un movimiento literario. Si ese fuera el caso, los anteojos de culo de botella de Di Benedetto vieron lejos. Los espejitos de colores brillaron un tiempo, los diplomas se repartieron y el papel picado fue barrido hace rato. Mientras tanto, Zama sigue ahí parado, esperándonos. La vocecita que clausura el libro resume un poco la idea. ¿Cuándo crecerás?

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