SOLAPAS ILUSTRADAS: GENERAL PAZ

Por: Lucas Nine

Esta selección de las grandes frases de la literatura universal, ilustradas por Lucas Nine, nos fue presentada por su autor como una “revisión gráfica del canon literario, realizada de coté y en librerías de segunda mano”. Con ustedes, los dudosos resultados.

Memorias del General Paz (1855), de José María Paz.

Pocas figuras más contradictorias que la de aquel militar llamado Paz, José María Paz (1791-1854), manco que enarboló la espada, primero a las órdenes de Belgrano, luego contra el invasor brasileño y finalmente como unitario combatiendo a Rosas, a quien -pese a todo- terminó apreciando al punto de tomar las tropas federales como propias. La confusión le costó un cautiverio de nueve años hasta que el mismo Restaurador, cansado de tropezar con él, lo mandó discretamente a paseo. Lidiar con la “intelligentsia” unitaria en Montevideo resultó para Paz una tarea imposible, que puede haberlo motivado a redactar una de las memorias más impresionantes de la historia argentina.

Pólvora, boleadoras, humo y gritos. Paz oteando el horizonte. ¿Para dónde correr? ¿Para qué lado cargar? ¿Quién es el enemigo? Con ustedes, las Memorias del General Paz.

La edición con la que cuento es apenas una selección de fragmentos a cargo del Centro Editor de América Latina; inútil es inquirir por el volumen completo, y más frente a un librero suspicaz en extremo por la falta de circulante en nuestros intercambios. De cualquier modo, una rápida ojeada me permite colegir que incluso este escueto racconto es más suculento que muchos bodrios de tapa dura.

La sensación general que provocan las Memorias es la de confusión; pero la foto movida de Paz no deja títere sin cabeza, por lo que se recomienda cierta cautela en su lectura: Belgrano trataba de compensar su escasa formación castrense impartiendo órdenes extremas; Güemes era gangoso y sus éxitos en el campo de batalla correspondían a directivas ininteligibles; cuando la meticulosa formación europea de Lavalle no dio los frutos esperados, el militar impostó un caudillo bataraz que hizo reír a propios y ajenos, etc.

Lo más interesante está al principio, con Paz integrando el Ejército del Norte del General Belgrano. A modo de ejemplo: una carga contra los españoles resulta un éxito notable hasta que se comprende que la desteñida bandera argentina (sutil elección de colores a cargo de Manuel Belgrano) ha sido leída por el enemigo como bandera blanca. En la retirada, Paz pierde su caballo y en ese lance desesperado ve como sus colegas siguen de largo, aduciendo una prisa repentina o asuntos pendientes. Si tenemos en cuenta de que sus nombres adornan hoy algunas de las principales calles argentinas, se completa el efecto surrealista en el que son los lugares los que nos dejan detrás, y lo hacen bastante rápido. Finalmente, el ignoto Sanguino, soldado salteño, aparece para salvar las papas.

La toma de la ciudad de Potosí es otro momento cumbre del libro. Belgrano decide que sostener la plaza es imposible y llega a la conclusión de que es necesario volar la Casa de la Moneda, lo que implica volar media Potosí por los aires. Pregones y anuncios resultan inútiles para que los habitantes abandonen la ciudad; una larga mecha es encendida, calculando el tiempo justo para que las tropas se retiren antes de la detonación de las cargas explosivas. Tras una huida a los tropezones, las tropas de Belgrano se apostan en las afueras esperando una explosión que nunca llegará: alguien se ha robado la mecha.

Pero para estas crónicas he elegido otro momento de las Memorias; aquél que da cuenta de las andanzas del teniente coronel Juan Francisco Borges, quien no debe ser confundido con Francisco Borges Lafinur, el abuelo del famoso escritor. Y, sin embargo, hay tantos elementos en común entre estos dos militares y sus sublevaciones terminadas a balazos, que resulta irresistible el fundir a los Borges en una sola pieza, preferiblemente miope. Si el famoso “acaso todos los hombres sean el mismo” resulta un argumento válido, qué no ocurrirá en el caso de los Borges. Es por eso que he elegido para ilustrar estas Memorias una selección de cromos que podría venir en el difunto Billiken y que harán bien en imaginar en el estilo de Oski (que no me sale).

Fragmento de las Memorias del General Paz:

El teniente coronel retirado Don Juan Francisco Borges (a) Mandinga, levantó el estandarte de la rebelión, deponiendo al teniente gobernador y saliendo a campaña para reunir las milicias y hacer frente a las tropas que se destacasen en el ejército. No era ésta una deserción de la causa de la independencia; su objeto era sólo substraerse de la obediencia del gobierno general, y ser en su provincia lo que era Güemes en Salta, o Artigas en la Banda Oriental; pero tomó tan mal sus medidas, que antes de treinta días estuvo todo terminado.

Borges, a quien todos suponían una audacia no común, y que gozaba gran prestigio entre sus comprovincianos, manifestó, llegado el caso, una impericia, una imbecilidad suma. Al mismo tiempo que pasaba el Rubicón, no quedándole más puerto de salvación que la victoria, se picaba de una delicadeza ajena de sus circunstancias especiales.

Cuando reunía el paisanaje que debía oponer a las tropas que ya marchaban contra él, dejó pasar unos caudales que iban de tránsito para Buenos Aires, y, lo que es más, no permitió sacar ni un sable ni una tercerola, de que necesitaba en sumo grado, de una tropa de carretas que a esa sazón llevaba un buen cargamento de armas para el ejército. Todo esto lo hizo en precaución de que no se creyese que un deseo desordenado de rapiña lo había impulsado en su movimiento, y de que hostilizaba, privado de sus armas, a las tropas destinadas a combatir por la independencia. Si tal modo de pensar hace honor a sus sentimientos, es una prueba clásica de su incapacidad como caudillo, y que se metió en un atolladero sin calcular como había de salir de él. (…)

Intervino el comandante Lamadrid (…) y se acabó la resistencia. Borges sólo, huyó con Dirección al Salado (río que corre por la frontera al este de Santiago), desde donde se proponía pasar a Salta, donde contaba que Güemes lo patrocinaría; pero fue preso en su mismo país por sus mismos paisanos y entregado por un comandante de milicias, Taboada, que me aseguraron era su pariente.

Los partes de estas ocurrencias se transmitían inmediatamente al general Belgrano, que luego que supo la derrota de los sublevados expidió un decreto de indulto, con excepción de Borges, de un comandante de milicias, Montenegro, un mayor de las mismas, Gonsebat, y del capitán Lugones, de mi regimiento. Este se hallaba allí desde antes de la sublevación, con un piquete de treinta dragones, con los que se había unido a Borges, y salió a campaña y a los que, sin que sepa hasta ahora por qué, despidió desde Loreto, de modo que volvieron y se incorporaron, a cargo de un sargento, a la fuerza que los perseguía. Todo prueba que los revoltosos se asustaron de su propia obra luego de haberla consumado. (…)

(…) El general Belgrano no debió arrepentirse de la indulgencia con la que trató a los últimos, siéndome sensible no poder decir lo mismo de la sentencia (si puede llamarse sentencia un decreto de muerte, sin juicio, sin forma alguna y sin oír al reo) precipitada que hirió a Borges. ¿Creyó acaso el general que la demora de la ejecución podía dar motivo a nuevas turbaciones? No lo sé pero si así fuese, se equivocó completamente, pues la rebelión estaba tan terminada, que el caudillo había sido arrestado por sus mismos paisanos y en el mismo teatro de sus aspiraciones.

Tal fue el triste destino del coronel Borges, según queda consignado en las Memorias de Paz, a las que podrían agregarse las de Lamadrid (ejecutor del fusilamiento) y muchas otras, dado que el libro del cordobés desató una epidemia de memorabilias, algunas pensadas como respuesta directa a la suya. Es que el librito de Paz había sublevado a los creadores de anecdotarios fáciles y personajes bien definidos, probablemente por la manera en la que muestra como las concepciones ideales (del signo que fuesen) se estrellan una y otra vez contra la realidad. Puede que todo lo novedoso en él esté resumido en el mínimo paréntesis con el que describe un personaje menor; “viejo inútil y europeo”, al que podemos leer como un sujeto seguido por dos adjetivos de improbable combinación, o, mejor aún, como tres adjetivos que se explican recíprocamente.

Me quedo, en todo caso, con la imagen final de Borges y Lugones amarrados por la misma cuerda, superadas por una vez las futuras rencillas de sus descendientes u homónimos. La estampa toca una fibra sensible de mi espíritu cuando recuerdo que su captor, el general Belgrano, fue nada menos que el fundador de la primera Escuela de Dibujo de la Argentina (las relaciones entre escritores y dibujantes distan de ser plácidas, imaginarán). Duro con ellos, Manuel.

Por supuesto, queda reservada a la provincia de Santiago del Estero la gloria particular de haber representado todo un capítulo futuro de la literatura argentina en una sublevación menor acaecida en los arrabales de su historia. Acaso Homero Manzi, otro ilustre santiagueño, haya sido el encargado de elaborar una síntesis final, muchos años después. Nunca se sabe.

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