SOLAPAS ILUSTRADAS: GIOVANNI PAPINI

Por: Lucas Nine

Esta selección de las grandes frases de la literatura universal, ilustradas por Lucas Nine, nos fue presentada por su autor como una “revisión gráfica del canon literario, realizada de coté y en librerías de segunda mano”. Con ustedes, los dudosos resultados.

El escritor Giovanni Papini (1881-1956) es uno de los tantos casos de borrado institucional en donde la enjundia de la goma policial amenazó con producir un agujero en la hoja. Presa rastreable en librerías de segunda mano (último bastión para las especies amenazadas), toda presentación de la obra del italiano debe invariablemente recurrir al par de palabras amables que Borges escribió sobre él y que omito reproducir dado que, cual leones miopes, custodian las solapas de sus libros.

Es probable que a Borges, atleta de las paradojas, le sedujeran los títulos de “pragmatista y romántico, ateo y después teólogo», a los que habría que sumar los laureles del “futurista conservador” que coqueteaba con el fascismo a la vez que se burlaba de varios de sus presupuestos; y puede que incluso fuera el influjo borgeano el que lograrse reponer a Papini en su lugar de origen mediante la figura de Wilcock, ese extraño escritor argentino devenido en italiano a fuerza de voluntad y con el que tanto tiene en común.

El libro que acabo de encontrarme es nada menos que su Gog de 1931; especie de diario maldito en el que un millonario de oscuros orígenes consigna sus planes de reforma global. La obra es premonitoria al punto de que hay que agarrarse de las paredes para no salir corriendo. Repasando sus páginas, compruebo que tan sólo su capítulo X contiene varios volúmenes de Ítalo Calvino:

»Pero tal vez le convendría a usted más la ciudad toda hecha de casas altísimas sin puertas ni ventanas. (…) ¿O preferiría, quizá, la Ciudad de la Igualdad Perfecta? Ésta está formada por millares de casas absolutamente iguales: de la misma altura, del mismo estilo, del mismo color, con el mismo número de ventanas y puertas. El conjunto puede parecer un poco monótono, pero el efecto es impresionante, sin contar el valor simbólico que salta a la vista, atendiendo al ideal de los tiempos. Pero en el caso de que la Ciudad de la Igualdad Perfecta no le llamase la atención podría proporcionarle otra mucho más original: La Ciudad Invisible.”

Este párrafo sugiere la incómoda idea de que la literatura europea de posguerra es un émulo pálido y bobalicón de lo que ya se había escrito en los treinta o cuarenta años anteriores: que un mismo texto lo firme primero un tipo llamado Papini y luego otro llamado Calvino ya dice bastante sobre la naturaleza del problema. El librero, que a esta altura del partido comparte muchas de mis inquietudes, trata de disiparlas a las cachetadas. Pero lo que nos interesa realmente es el penúltimo capítulo de Gog. Con cautela y en puntitas de pie, miramos en el interior del ejemplar.

Penúltimo Capítulo de Gog (1931)

Teniendo a la vista la enmarañada efigie del italiano, se me ocurre que este capítulo podría estar ilustrado exclusivamente con sus rulos y exhibirse en los escaparates de las peluquerías. Que tomen nota las autoridades.

COSMOCRATOR

New Parthenon, 2 de noviembre.

Tengo miedo de haberme equivocado de planeta. Aquí estamos demasiado estrechos. No hay bastante sitio para mí.

O tal vez me he equivocado de siglo. Mis verdaderos contemporáneos murieron hace miles de años o tienen todavía que nacer. El hecho es que me siento extranjero en todas partes y mortificado. La Tierra es un puñado de estiércol resecado y de orina verde, a la que se da la vuelta hoy en pocas horas, mañana en pocos minutos. Y no hay ocupaciones a propósito y dignas para uno que sienta dentro de sí los apetitos y las fantasías de un titán.

Pienso a veces que Asia podría ser mi factoría; África, mi campo de caza o mi jardín de invierno; América del Norte, mi fábrica con las administraciones anejas; la del Sur, los pastos para mis rebaños; Europa, mi museo y mi villa de descanso. Pero sería siempre una manera mezquina de vivir. Tener el Atlántico como piscina, el Pacífico como pesquería, el Etna como calorífero, tomar duchas bajo el Niágara, poseer Australia como parque zoológico y el Sahara como terraza para los baños de sol, son cosas que parecerían, a las estúpidas criaturas que se alojan en esta esfera de quinta magnitud, portentosas o monstruosas.

Para mí, en cambio, desearía algo más. Ser el Cosmocrator supremo, el director de la vida universal, el ingeniero jefe del teatro del mundo, el gran prestidigitador de la tierra y de los mares: esto sería mi verdadera vocación. Pero no pudiendo ser Demiurgo, la carrera de Demonio es la única que no deshonra a un hombre que no forma parte del rebaño.

Si pudiese, por ejemplo, desencadenar el hambre en un continente, desmenuzar en repúblicas de San Marino y de Andorra un imperio, destruir una raza, separar Europa de Asia por medio de un canal desde el mar de Botnia al Caspio, obligar a todos los hombres a hablar y a escribir una sola lengua, creo que por dos o tres años conseguiría hacer desaparecer mi eterno aburrimiento.

Me gustaría también tener en mi casa, bajo mi mando, a un presidente de República como mecanógrafo, a un rey cualquiera para chófer, a una reina desposeída como cocinera, al Kaiser como jardinero, al Mikado como portero y sobre todo tener a mi servicio, como ídolo doméstico y parlante, a un Dalai-Lama, esto es, un dios vivo.

¡Con cuánta voluptuosidad desfogaría sobre esos grandes, reducidos a esclavos, la desesperación de mi insoportable pequeñez!

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