SOLAPAS ILUSTRADAS: HEBE UHART

Por: Lucas Nine

Esta selección de las grandes frases de la literatura universal, ilustradas por Lucas Nine, nos fue presentada por su autor como una “revisión gráfica del canon literario, realizada de coté y en librerías de segunda mano”. Con ustedes, los dudosos resultados.

“Turistas y viajeros” (2008), de Hebe Uhart.

Sería inútil tratar de insertar a Hebe Uhart (1936-2018) en una de esas complejas maquinarias montadas por la crítica argentina, en las que Arlt se enfrenta a Borges mientras Piglia le arranca un brazo a Murena para aporrear con él la cabeza de Aira. Empujada al centro de semejante cuadrilátero, el resultado más probable es que la escritora se comportase como el Toro Ferdinando prefiriendo oler las margaritas. Como después de un período de relativa invisibilidad, la crítica pareció fijarse en ella de cualquier modo, Hebe terminó por ser comparada con una pléyade de figuras célebres; aunque si me apuran un poco, yo emparentaría algunos de sus cuentos más bien con los de Isidoro Blaisten, otro autor que sólo sirve para leer, que Dios me perdone.

La obra en cuestión es su libro de cuentos “Turistas”, sólida pieza editada por Adriana Hidalgo (a quien no puedo dejar de asociar con el Quijote). Fiel a la ley del menor esfuerzo, comienzo por el principio: “Turistas y viajeros” abre el volumen. Imagino al relato ilustrado por una serie de coloridas postales que podrían exhibirse en cualquier tarjetero de kiosko. Que tomen nota las autoridades.

Fragmentos:

Tenés razón, fuimos a Miami, pero no es lo mismo. Ahí fuimos a comprar sin parar, eso es lo que hace un turista. Pero yo escuché en ese programa “Yendo por el mundo” a Pepe Ibáñez que explicaba la diferencia entre un turista y un viajero. Turista es cuando vas donde te llevan como un borrego y no ves nada de lo que hay alrededor, como si tuvieras anteojeras. Decime, ¿acaso te conté algo de cuando fuimos a Miami? Si vi dos shoppings y tres palmeras. Pero ahora, ¡todo lo que tengo para contar! Y además había visto las fotos de Nápoles y Capri en el suplemento de los domingos y le dije a Aldo “Nosotros vamos a ir ahí”.

(…) Les hice hacer unos ahorros perros porque a Leo no lo íbamos a dejar; además, con una mano en el corazón, Leo estudia italiano, yo quería que estudiara inglés que siempre es más útil, y pensé: “Ahora es tiempo de que el italiano nos rinda”.

(…) Aldo sacó una guía y yo dije:

-Nosotros no vamos a ir por donde va todo el mundo; vamos a recorrer esas callecitas que van todo en redondo. Y si nos perdemos, mejor.

A ellos no les gustó la idea de perderse porque no tienen imaginación, cuantas veces yo soñé que caminaba todo derecho y llegaba a un lugar desconocido, era como si fuera otra. Entonces para convencerlos les dije:

-Caminamos todo derecho y después pegamos la vuelta por la calle de al lado.

Salimos y nos dimos cuenta que no se puede caminar todo derecho: las calles se cortan en cualquier lado, al bies, en redondo, y lo primero que vimos fueron tres hombres peleando. Hacían grandes gestos, que yo daba la vida por saber que decían, lo consulté a Leo y me dijo:

-Pero mamá, ¿qué te creés? No me enseñaron insultos. ¿Qué se van a decir? Te rompo la cara, cornudo.

Y no lo puedo corregir. Tiene a quién salir, eh, Aldo se paró en una vidriera a mirar comidas, todas decoradas. Estaba fascinado como si nunca hubiera comido. Me dio indignación y le dije furiosa: -¡No se miran comidas! ¡Se mira la ropa, revistas, pero no se emboba la gente mirando comidas!

(…) Vos no sabés. Las ventanas de las casas dan directamente a la calle y ves todo lo que hacen dentro de las casas como si uno estuviera adentro con ellos. Ves si están en la cama, si abren en la heladera, por una ventana vi un piano y arriba del piano había una canasta con fruta, se ve que les gusta la mezcolanza. Les gusta la mezcolanza en todo, porque al lado de la iglesia hay una pescadería y el pescadero levanta el pescado como si levantara un gato por las orejas y dice: “¡Mirate, mirate!”. Y otra vez Aldo embobado como si nunca hubiera visto un pescado. Y algunos que vi por la ventana ¡qué gordos son! Eso es malo para la salud. Y a los avisos fúnebres los pegan en las paredes, son muy grandes, lo descubrió Leo (que eso lo supo leer) vino y me dijo:

-¡Mirá, má, qué avisos más bocina!

(…) ¡Me sentí tan bien en ese café! Empecé a soñar, pensar que estoy en Nápoles, quien lo diría, si me viera mi tía abuela que estoy acá, que ella era de cerca de por aquí. ¿De dónde era? No me acuerdo, y esa mujer tampoco contaba nada. Yo te digo: la próxima vez me voy sola, sin estos dos. Entonces pedí:

-Un cortato. ¿Cúanto costi?

Y Leo empezó:

-¡Pero ufa, mamá!

El mozo me miraba y no entendía (o se hacía el que no entendía) y Leo pidió bien. Como acá es todo con i con t, yo creía que estaba bien así. Para algo sirve ese chico. Te juro, voy a volver y me camino todas esas calles que van a la redonda.

(…) Me encantaba que no me tomaran por turista, que me miraran como local. Y pasé de vuelta por la calle Toledo, que la tenía tan junada como la Juan Bautista Alberdi de acá. (…) Pasé por una librería y estaba el librero en la puerta. Me dijo en castellano:

-¿Argentina?

¿Pero cómo se dio cuenta? ¿Tenemos la marca en el orillo? Al principio no me gustó nada. Claro, me vio los paquetes. Tampoco me gustó que me viera con esos paquetes mal hechos, porque era un hombre muy fino, hablaba castellano lo más bien porque vivió en Argentina unos años. Ahora, un librero en la puerta… Yo no he visto eso. Me dijo que él tenía casa en Siena, donde todo era silencioso al máximo, pero él se mudó a Nápoles porque extrañaba el ruido y el movimiento de Nápoles. ¡Qué conversación! Sabía hablar de todos los temas. Ahora, a mí eso del ruido y el silencio no me cerraba, porque yo siempre oí decir en el programa El país de punta a punta cómo se amontonan todos en Mar del Plata, que se vuelve un lugar lleno de ruidos, habiendo tantos lugares llenos de soledad en la naturaleza donde no se escucha ni el volido de una mosca. No, eso no decía, era “Se escucha el silencio”. Y también en El país de punta a punta, decían que el silencio es superior al ruido, algo más elevado. ¿Y este hombre tan culto, rodeado de libros, prefería el ruido al silencio? Qué sé yo. Yo me había lavado la cabeza el día anterior y tenía los ojos bien; porque enseguida que me lavo la cabeza se me ponen los ojos chiquitos y opacos. Y tengo ese problema: o tengo el pelo limpio y los ojos chotos, o los ojos brillantes y el pelo comsicomsá. Yo tenía los ojos con brillo porque había caminado mucho y como el librero me hablaba y me hablaba, también me contó que en no sé qué fiesta de la Virgen, los varones se tiraban al mar todos vestidos, entonces pensé: “¿Este no querrá levantarme y me cuenta mentiras?” Qué sé yo, a lo mejor en Nápoles levantan así, diciendo disparates.

Y después me contó que grandes personajes, grandes escritores, se paseaban todo el tiempo por la via Toledo, y habían escrito casi todo sobre esa calle, sí, habían espiado un poco alrededor, pero uno, no me acuerdo cual, se quedó todo el tiempo en una habitación y que igual escribió cosas sobre la ciudad.

Hasta aquí Uhart. Eludimos el final del cuento para poner a nuestros lectores en la obligación de buscar el libro (sin lugar a dudas, la perla de esta mesa de saldos) trazando vanas conjeturas acerca de la identidad del escritor inmóvil. La siguiente postal napolitana, dando cuenta del cruce de la Strada Carbonara y la Via Settembrini, nos lleva a hacer una rápida interconsulta con “La Montaña Mágica” de Thomas Mann (ventajas que tienen las librerías de segunda mano), en cuyo elenco, en efecto, figura el “carbonaro” Settembrini. El personaje de Mann, descendiente ideológico de esa antigua logia republicana que floreció en Nápoles a finales del siglo XVIII, ¿podría haber sido inspirado por un golpe de azar estilo Guía Filcar? Como diría Pepe Ibáñez: “El mundo es un pañuelo”.

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