SOLAPAS ILUSTRADAS: LUCIO V. MANSILLA

Por: Lucas Nine

Esta selección de las grandes frases de la literatura universal nos fue presentada por su autor como una “revisión gráfica del canon literario, realizada de coté y en librerías de segunda mano”. Con ustedes, los dudosos resultados.

“Los siete platos de arroz con leche” (1890), de Lucio V. Mansilla, o ¡La clave de los Siete Platos, revelada!

Intentar resumir la figura de Lucio V. Mansilla (1831-1913) en pocas líneas es una empresa demencial. Una lista incompleta debiera incluir categorías tales como General de división del Ejército Argentino, periodista, diplomático, Gobernador del Territorio Nacional del Gran Chaco, sobrino de Rosas, hijo del héroe de la Vuelta de Obligado o amante de Sarah Bernhardt, en un conjunto tan homogéneo como el famoso “Emporio celestial de conocimientos benévolos” confeccionado por Borges. “Dandy en el Chaco” o “flâneur entre los ranqueles” también podrían andar. La elegancia es, para Mansilla, una cuestión de relación entre las proporciones, con el mismo Lucio fungiendo como el ojo de la aguja a través de la cual debería pasar el Reino de los Cielos.

“Los Siete Platos de Arroz con Leche” es uno de los relatos de Entre Nos (1890), obra que reúne varias de las “Causeries de los jueves” que Mansilla había publicado en el diario “Sud América”. Esto de las “causeries” alude a una conversación más bien casual (recordemos el tono epistolar de su excursión a los indios ranqueles) y, tratándose de importaciones francesas, es interesante notar como la confidencia irónica de Mansilla gambetea ligera por entre las patas del paquidérmico “On ne tue point les idees” de Sarmiento. No es casual que el pelado ilustre haga un cameo al final del relato.

Los siete platos ofrecidos por Don Juan Manuel a su sobrino han sido generalmente presentados como una pieza anecdótica que exhibiría el talante despótico de Rosas, pero esta lectura siempre me pareció insuficiente. ¿Qué vendría a representar tanto arroz con leche? ¿Un exceso de celo culinario? ¿Una viñeta sobre la locura del poder? ¿Otro cuento del tío? En ese sentido, se trata de un texto abierto a todas las interpretaciones posibles. El alto simbolismo del número siete (Mansilla no se chupa el dedo) me hace dudar de la fidelidad del autor a sus recuerdos, pero, en todo caso, sospecho que de lo que aquí se trata es de poner en marcha, con la mayor de las inocencias, una operación de “resignificación histórica” de notable astucia: inscribiéndose en la larga lista de aquellas víctimas -reales o supuestas- del Restaurador, Mansilla concibe la pieza que liquidará finalmente, por vía del ridículo, a toda esa serie de operaciones literarias que iban desde El Matadero de Echeverría hasta la Amalia de José Mármol (con quién Mansilla tenía además algún asunto pendiente). En suma, el tipo es un genio.

Me imagino las ilustraciones de esta obra convenientemente reproducidas sobre vajilla de porcelana o algún sucedáneo decente. Que tomen nota las autoridades de la firma “Plastiloza”.

Fragmentos de “Los Siete Platos de Arroz con Leche” (1890), de L.V. Mansilla.

Resumiendo: el joven Mansilla se entera en Paris que la suerte de Rosas (y la de su familia) peligra. Urquiza se ha levantado en armas. Corre 1851 cuando llega a Buenos Aires.

(…) Pero, para que se tenga una idea de nuestra transformación, diré que cuando me desembarcaron, pasando por esta serie de operaciones (el cambio en esto no es muy grande), la ballenera, el carro, la subida a babucha, los pocos curiosos que estaban en la playa me miraron y me siguieron, como si hubieran desembarcado un animal raro. Verdad, que el público es así: el mismo sentimiento de curiosidad que lo lleva a ver un elefante, lo hace apresurarse a oír al orador tal o a ver el entierro cual. No hay, pues, que juzgar los sentimientos populares íntimos por la aglomeración de la multitud. Yo no traía, sin embargo, nada de extraordinario, a no ser que lo fuera el venir vestido a la francesa, a la última moda, a la parisiense, con un airecito muy chic, que después dejé, por razones que se contarán en su día, con sombrero de copa alta puntiagudo, con levita muy larga y pantalón muy estrecho, que era el entonces en boga, tanto que recuerdo que en un vaudeville se decía por uno de los interlocutores, hablando éste con su sastre: “Faites-moi un pantalón très collant, maistrès-collant, je vous préviens que si j’ y entre, je ne vous le prendrai pas”.

(…) Descansé, pues, y al día siguiente por la tarde monté a caballo y me fui a Palermo a pedirle a mi tío la bendición.

(…) Dejé mi caballo en el palenque y me fui a buscar a Manuelita, a la que no tardé en hallar. Estaba rodeada de un gran séquito, en lo que se llamaba el jardín de las magnolias, que era un bosquecillo delicioso de esta planta perenne, los unos de pie, los otros sentados sobre la verde alfombra de césped perfectamente cuidado, pero ella tenía a su lado, provocando las envidias federales, y haciendo con su gracia característica todo amelcochado el papel de cavaliere servente, al sabio jurisconsulto don Dalmacio Vélez Sarsfield.

(…) Mi tío apareció: era un hombre alto, rubio, blanco, semipálido, combinación de sangre y de bilis, un cuasi adiposo napoleónico, de gran talla, de frente perpendicular, amplia, rasa como una plancha de mármol fría, lo mismo que sus concepciones, de cejas no muy guarnecidas, poco arqueadas, de movilidad difícil, de mirada fuerte, templada por el azul de una pupila casi perdida por lo tenue del matiz, dentro de unas órbitas escondidas en concavidades insondables, de nariz grande, afilada y correcta, tirando más al griego que al romano, de labios delgados casi cerrados, como dando la medida de su reserva, de la firmeza de sus resoluciones, sin pelo de barba, perfectamente afeitado, de modo que el juego de sus músculos era perceptible.

(…) Así que mi tío entró, yo hice lo que habría hecho en mi primera edad, crucé los brazos y le dije, empleando la fórmula patriarcal, la misma, mismísima que empleaba con mi padre, hasta que pasó a mejor vida: ¡La bendición, mi tío!

Y él me contestó:

¡Dios lo haga bueno, sobrino! Sentándose incontinenti en la cama, que antes he dicho había en la estancia, cuya cama (la estoy viendo), siendo muy alta, no permitía que sus pies tocaran en el suelo, e insinuándome que me sentara en la silla, que estaba al lado.

Nos sentamos. Hubo un momento de pausa, él la interrumpió diciéndome: Sobrino, estoy muy contento de usted.

Es de advertir que era buen signo que Rozas tratara de usted, porque cuando de tú trataba, quería decir que no estaba contento de su interlocutor, o que por alguna circunstancia del momento fingía no estarlo. Yo me encogí de hombros, como todo aquel que no entiende el porqué de un contentamiento. Sí, pues, agregó: estoy muy contesto de usted. Y esto lo decía balanceando las piernas, que no alcanzaban al suelo, ya lo dije, porque me han dicho, y yo había llegado recién el día antes ¡Qué buena no sería su policía! Que usted no ha vuelto agringado.

(…) Por ese tenor iban las preguntas, cuando, interrumpiendo la lectura, preguntóme: ¿Tienes hambre?

Ya lo creo que había de tener, eran las doce de la noche, y había rehusado un asiento en la mesa, al lado del doctor Vélez Sarsfield, porque en casa me esperaban.

Sí, contesté resueltamente.

Pues voy a hacer que te traigan un platito de arroz con leche.

La operación, como calcularan ustedes, se repite unas siete veces.

(…) Bueno, sobrino, vaya no más, y acabe de leer eso en su casa, agregando en voz más alta: Manuelita, Lucio se va.

Manuelita se presentó, me miró con una cara que decía afectuosamente “Dios nos dé paciencia”, y me acompañó hasta el corredor, que quedaba del lado del palenque, donde estaba mi caballo.

Eran las tres de la mañana.

Hasta aquí Mansilla y su paso por el restaurante del Restaurador. Se recomienda la lectura integra de esta obra que trasciende la mera linealidad de su anécdota y que circula en diversos formatos, como el manipulado hoy en esta librería de segunda mano. Aventuré al comienzo una explicación sobre los propósitos de Mansilla al redactar su memoria culinaria. Queda pendiente, sin embargo, indagar acerca de los motivos del verdadero protagonista de la pieza. ¿Cuál era, en definitiva, el mensaje que Rosas había querido inscribir en su misiva gastronómica?

Es entonces cuando el peso de la revelación me golpea con fuerza. Me aferro a una batea polvorienta para no caer al suelo. ¡Acabo de encontrar la clave oculta de “Los siete platos de arroz con leche”! Como en La Carta Robada de E. A. Poe, se trata de un recurso de una simplicidad demoledora; aunque el asunto termina por parecer lógico si nos atenemos al personalismo de un líder que confiaba todo al poder de su nombre.

Anoten: alcanza con repetir la palabra “arroz” siete veces sin respirar.

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