SOLAPAS ILUSTRADAS: RODOLFO WILCOCK

Esta selección de las grandes frases de la literatura universal, ilustradas por Lucas Nine, nos fue presentada por su autor como una “revisión gráfica del canon literario, realizada de coté y en librerías de segunda mano”. Con ustedes, los dudosos resultados.

En los anales alquímicos y demás tratados destinados al noble arte de la trasmutación, suele mencionarse el caso de Rodolfo Wilcock (1919-1978), ese extraño escritor argentino que despertó una mañana convertido en italiano. Trasladado a la península de marras en la década del 50, el señor Wilcock olvidó su castellano original y produjo el resto de su obra en la lengua del Dante. Este plan alocado seguía, más o menos al pie de la letra, un mandato borgeano (no del todo malo) que se proponía reinstalar en su país de origen la figura de Giovanni Papini, un “borrado del mapa” con el que Wilcock tenía bastante en común.

Hay que reconocer que Wilcock cumplió con la orden de manera impecable, gracias a una meticulosidad británica que le permitía impostar al más cabal de los italianos. Al final obtuvo un diploma o algo por el estilo. En medio, escribió algunos libros pequeños y perfectos como los caligramas de un autómata o esa escritura menuda que utilizan las hormigas para comunicarse entre sí cuando nadie las mira.

El volumen que nos interesa se llama La sinagoga de los iconoclastas (1972) y su fauna de biografías apócrifas se remonta a las Vidas Imaginarias de Marcel Schwob, pasadas por el filtro de la Historia Universal de la Infamia. El destilado final tiene el sabor concentrado del “ristretto” y es por eso que una sucesión de pocillos de café nos darán el marco ideal para poner esta historia en imágenes. Que tomen nota las autoridades.

Fragmentos de “AARON ROSENBLUM” (de La Sinagoga de los Iconoclastas)

Los utopistas no reparan en medios; con tal de hacer feliz al hombre están dispuestos a matarle, torturarle, incinerarle, exiliarle, esterilizarle, descuartizarle, lobotomizarle, electrocutarle, enviarle a la guerra, bombardearle, etcétera: depende del plan. Reconforta pensar que, incluso sin plan, los hombres están y siempre estarán dispuestos a matar, torturar, incinerar, exiliar, esterilizar, descuartizar, bombardear, etcétera. Aaron Rosenblum, nacido en Danzig, crecido en Birmingham, también había decidido hacer feliz a la humanidad; los daños que provocó no fueron inmediatos: publicó un libro sobre el tema, pero el libro permaneció largo tiempo ignorado y no tuvo muchos seguidores. De haberlos tenido, tal vez no existiría ahora ni una sola patata en Europa, ni un farol en las calles, ni una pluma de metal, ni un piano. La idea de Aaron Rosenblum era extremadamente sencilla; él no fue el primero en concebirla, pero sí el primero en llevarla hasta sus últimas consecuencias. (…)

Rosenblum había comenzado por preguntarse: ¿Cuál ha sido el período más feliz de la historia mundial? Considerándose inglés, y como tal depositario de una tradición perfectamente definida, decidió que el período más feliz de la historia había sido el reino de Isabel, bajo la sabia conducción de Lord Burghley. Entre otras cosas, había producido a Shakespeare; entre otras cosas, en aquel período Inglaterra había descubierto América; entre otras cosas, en aquel período la Iglesia Católica había sido derrotada para siempre y obligada a refugiarse en el lejano Mediterráneo. Rosenblum llevaba muchos años siendo miembro de la Alta Iglesia protestante anglicana. Así que el plan de Back to Happiness era el siguiente: devolver el mundo a 1580.

Abolir el carbón, las máquinas, los motores, la luz eléctrica, el maíz, el petróleo, el cinematógrafo, las carreteras asfaltadas, los periódicos, los Estados Unidos, los aviones, el voto, el gas, los papagayos, las motocicletas, los Derechos del Hombre, los tomates, los buques de vapor, la industria siderúrgica, la industria farmacéutica, Newton y la gravitación, Milton y Dickens, los pavos, la cirugía, los trenes, el aluminio, los museos, las anilinas, el guano, el celuloide, Bélgica, la dinamita, los fines de semana, el siglo XVII, el siglo XVIII, el siglo XIX y el siglo XX, la enseñanza obligatoria, los puentes de hierro, el tranvía, la artillería ligera, los desinfectantes, el café. El tabaco podía permanecer, dado que Raleigh fumaba. Viceversa había que reinstaurar: el manicomio para los deudores; la horca para los ladrones; la esclavitud para los negros; la hoguera para las brujas; los diez años de servicio militar obligatorio; la costumbre de abandonar a los recién nacidos en la calle el mismo día del nacimiento; las antorchas y las velas; la costumbre de comer con sombrero y con cuchillo; el uso de la espada, del espadín y del puñal; la caza con arco; el bandidaje en los bosques; la persecución de los hebreos; el estudio del latín; la prohibición a las mujeres de pisar el escenario; los ataques de los bucaneros a los galeones españoles; la utilización del caballo como medio de transporte y del buey como fuerza motriz; la institución del mayorazgo; los caballeros de Malta en Malta; la lógica escolástica; la peste, la viruela y el tifus como medios de control de la población; el respeto a la nobleza; el barro y los lodazales en las calles del centro; las construcciones de madera; la cría de cisnes en el Támesis y de halcones en los castillos; la alquimia como pasatiempo; la astrología como ciencia; la institución del vasallaje; la ordalía en los tribunales; el laúd en las casas y las trompas al aire libre; los torneos, las corazas adamascadas y las cotas de mallas; en suma, el pasado.

Ahora bien, hasta para los ojos de Rosenblum resultaba obvio que la puesta a punto y ordenada realización de dicha utopía, en 1940, exigiría tiempo y paciencia, además de la colaboración entusiasta de la parte más influyente de la opinión pública. Es cierto que Adolfo Hitler parecía dispuesto a facilitar al menos la obtención de algunos de los puntos más comprometidos del proyecto, sobre todo los que se referían a las eliminaciones; pero, en tanto que buen cristiano, Aaron Rosenblum no podía dejar de observar que el jefe de estado alemán se estaba dejando arrastrar excesivamente por tareas a fin de cuentas secundarias, como la supresión de los hebreos, en lugar de ocuparse seriamente de contener a los turcos, por ejemplo, o de organizar torneos, o de difundir la sífilis, o de hacer miniar los misales. Por otra parte, aunque estuviese tendiéndoles constantemente la mano, Hitler parecía alimentar a escondidas una cierta hostilidad respecto a los ingleses. Rosenblum comprendió que tenía que hacerlo todo por su cuenta; movilizar por su cuenta la opinión pública, solicitar firmas y adhesiones de científicos, sociólogos, ecologistas, escritores, artistas, amantes del pasado en general.

Con el tiempo, la utopía de Hitler ha caído en el descrédito que todos saben. La de Rosenblum, en cambio, reaparece periódicamente, bajo disfraces diferentes: hay quien tiende hacia la Edad Media, quien al Imperio Romano, otros al Estado Natural, y Grünblatt incluso es partidario del retorno al Mono. Si se resta de la población actual del mundo la población presunta del período elegido, se conoce el número de millones de personas, o de homínidos, condenados a desaparecer, según el plan. Estas propuestas prosperan; el espíritu de Rosenblum sigue recorriendo Europa.

Hasta aquí el bueno de Rosenblum, cuya utopismo extremo no deja de recordar al del propio Wilcock u otras creaciones a resorte, que de tanto en tanto saltan desde esa caja de sorpresas llamada Argentina: damos una vuelta a la manivela y sale un escritor francés, después otro italiano, un tercero que se finge inglés, etc. Sin embargo, los enchapados que recubren el producto pueden venir algo endebles, el mecanismo suele fallar, y las idiosincrasias mezclarse con resultados catastróficos, no previstos, como si el escritor argentino fuese, en definitiva, un equívoco incomunicable. Que Dios lo bendiga.

Pero siempre es peligroso elevar el accidente a la categoría de potencia creativa, y conviene andarse con pie de plomo en todo lo referido a las confusiones; no sea cosa de que los cronistas del futuro terminen mentando el caso, digno de Stevenson, en donde una línea de polvo mágico bastaba para convertir al sobrio Rodolfo Wilfog (pudoroso discípulo del Dante) en míster Cockwill, aquel salvaje exhibicionista de Palermo.

MÁS
NOTAS

TU OPINIÓN CUENTA

Nos gustaría que nos cuentes sobre tu experiencia en el sitio y sobre todo, acerca de nuestros contenidos.




    Suscripción