LA MÚSICA Y EL RELATO

Por: Lorena Álvarez

Aníbal Troilo no solo fue un bandoneonista extraordinario sino el hombre que amarró con un lazo invisible las piezas fundamentales de la cultura popular del siglo XX. A 45 años de su partida, una mirada sobre las múltiples facetas que convivieron en ese músico excelso, que fue modelo de porteñidad.

Aníbal Carmelo Troilo solía bajar sus ojos rasgados con pestañas aladas cada vez que acariciaba su fueye, pero ese frío domingo del 18 de mayo de 1975 a las 23.40 horas, lo hizo en forma definitiva.

 

Como una metáfora de su vida, se cubrió con el ropaje de la noche a la que amaba intensamente y permitió que lo pasaran a buscar los fantasmas de esos amigos-hermanos ausentes, ansiosos por seguir bebiendo complicidades al amparo de la nocturnidad. Los mismos que se lo venían llevando de a poco, según sus palabras.

 

Con su partida, dejaba también a la ciudad que tanto reverenciaba más sola y desnuda. Sin vidrieras para recostarse mirando al Sur o ventanales cerrándose porque arrasaba el sol. Ni tampoco, el tiro del final setentista pudiendo salir.

 

A 45 años de su adiós, la  impertinencia y el descaro me llevan a escribir sobre él.

 

Seguramente muchos saben tantísimo más que esta cronista de música, pero este homenaje, alejado de la erudición que se merece, está basado en la fascinación que me genera escuchar su música. Y la emoción, esa que me traslada al patio de la casa de mi abuelo y a mis piecitos apoyados sobre sus pies firmes, para zigzaguear algunos pasos de baile mientras danza en el aire “Che, bandoneón”.

Un recorrido sobre su vida es un pantallazo sobre la bohemia, el talento y los vaivenes de un país que está de olvido siempre gris, tras el alcohol.

El tango es música pero también es relato. Y Pichuco es un gran personaje dentro del hermoso cuento de la porteñidad. Aníbal Troilo no solo fue un bandoneonista extraordinario sino el hombre que en los pliegues de sus mejillas rosadas amarró con un lazo invisible de nácar piezas fundamentales de la cultura popular del siglo XX.

 

Un recorrido sobre su vida es un pantallazo sobre la bohemia, el talento y los vaivenes de un país que está de olvido siempre gris, tras el alcohol. Fue el niño que jugaba con una almohada sobre sus rodillas emulando  un bandoneón, mientras insistía en que le compraran uno de verdad aunque la pobreza no se lo permitiese, ya que su madre, tras enviudar muy  joven, era quien paraba la olla con un modesto kiosco.

 

Fue el muchachito que decidió dejar sus estudios por el tango, cuando su mamá Felisa hizo el esfuerzo de regalarle el ansiado fueye, cuyo vendedor no volvió a aparecer luego de la primera cuota (como un Rey Mago que con su regalo unió de por vida a ese instrumento con su más apasionado intérprete).

 

Fue el alumno irregular de dos maestros enormes como los bandoneonistas  Pedro Maffia y Pedro Laurenz.

 

Fue el joven que empilchaba de punta en blanco y se agachaba para ver que todos los integrantes de su orquesta lucieran el mismo color de medias mientras le pedía a  su cantante, Francisco Florentino, sastre de profesión, que confeccionara trajes con chalecos cruzados, para que en sus apariciones se vieran relucientes. Kolynos, como solía decir, a modo de guiño.

 

Y fue mucho más.

 

El músico elegante que tenía una inmensa goma de borrar y descartaba excesos en los arreglos orquestales en pos de la sobriedad.

 

El amigo que prestaba casa y pijama a su compañero del alma, Homero Manzi, para que cocinara empanadas aunque dejara harina hasta en las arañas, y tuviera luego que tirar el atuendo embadurnado de grasa.

 

Y al que además le ponía apasionado su oreja, mientras el poeta que hizo cantar a Malena como ninguna, le contaba en detalle, por teléfono, sus guiones. Ese amigo, Manzi, que a su vez había dejado los burros para acompañarlo a la cancha a presenciar los partidos de su querido River.

 

El mismo que desde la cama de un hospital, agonizante, le dictó por teléfono la letra de su último tango, convencido de que nadie mejor que Pichuco podría envolverla con la más bella música. Esa canción dedicada  a otro amigo en común, Discepolín, que estaba en la lona y cuya vida se apagaría a los pocos meses.

Pichuco fue el amigo que prestaba casa y pijama a su compañero del alma, Homero Manzi, para que cocinara empanadas aunque dejara harina hasta en las arañas, y tuviera luego que tirar el atuendo embadurnado de grasa.

El enamorado que veía llegar a la griega Zita, su eterna compañera, y salía de raje de los bailes, hipnotizado, cuando ella agitaba su anillo con la mano.

 

El travieso que se iba a comprar soda y volvía tres días más tarde. O se escapaba  a tomar café en pijama.

 

El generoso que le pagaba el casamiento a alguno de sus músicos y actuaba en la fiesta  para entretener a los invitados.

 

El pícaro que le pedía a su joven y talentoso pianista José Colángelo: “Pibe, no pierda la alegría, que no le roben el moño de la comunión”.

 

El influencer de antaño que vendía cigarrillos «Colorados» en un spot publicitario de los 60.

 

El que en tiempos más módicos, sin disolver nunca su orquesta, había armado un cuarteto donde brillaron las espléndidas guitarras de Roberto Grela, más tarde Ubaldo de Lío y por último Aníbal Arias.

 

El sabio que había entendido que su bandoneonista y arreglador Astor Piazzolla estaba para más y lo alentó a seguir su propio camino. Aunque sus senderos  siempre se volvieran a cruzar, como en aquella temporada estival del año 1970 en Mar del Plata donde compartieron escenario.

 

El director que, de tan perfeccionista y respetuoso de los letristas y compositores, tardó 21 días en encontrar la versión exacta, junto a su cantante Floreal Ruiz, de «Naranjo en flor», pieza extraordinaria de los inmensos hermanos Expósito.

 

El personaje que se animaba a hacer un simpático cameo en la telenovela costumbrista más exitosa de los 70, “Rolando Rivas”.

 

El cocinero cuyas salsas rebozaban de whisky.

 

El que no entendía cuando  le hablaban mal de Perón porque sentía «que ese hombre había cambiado todo y no era posible borrar con el codo lo escrito con la mano».

 

El entrañable amigo de Cátulo Castillo, cuyas letras le parecían exquisitas y se asoció en clásicos de la música ciudadana como “Desencuentro” y “La última curda”.

 

El inocente que imaginaba que para el año 2000 íbamos a estar caminando por las nubes, no existiría tanta miseria y dudaba acerca de cómo se viviría el tango.

De tan perfeccionista y respetuoso de los letristas y compositores, tardó 21 días en encontrar la versión exacta, junto a su cantante Floreal Ruiz, de «Naranjo en flor», pieza extraordinaria de los inmensos hermanos Expósito.

El inspirador del «Día de Bandoneón», fecha que se decidió recordando su natalicio el 11 de julio.

 

El zigzagueante a la hora de responder preguntas en una extraordinaria nota de la periodista uruguaya María Esther Gilio en la revista Crisis, que estuvo tres días intentando mostrar parte de la cotidianidad de un hombre que ya  asomaba como mito.

 

El músico que tocó, entre otros, “Danzarín” en el Teatro Colón y logró que sonara de una manera tan excelsa, que los aplausos lograron hacerlo temblar de emoción.

 

El adaptado a las distintas etapas del tango. Del bailable al tango para escuchar con cantantes de un nivel impresionante, Francisco Fiorentino, Roberto Rufino, Floreal Ruiz, Alberto Marino, Nelly Vázquez, Roberto Goyeneche, Tito Reyes. Voces que quedaron selladas en la memoria colectiva de otra generación y que merecerían ser vueltas a escuchar.

 

El señor que sabía que el barrio estaba guardado en la memoria de los que nunca se habían ido porque siempre estaban llegando.

 

El animador del boliche Caño 14, ese reducto tanguero en pleno centro, donde hacía shows más íntimos.

 

En fin, el señor amado y respetado por todos, con bonhomía, descalabros y la intensidad de una etapa donde para observar de cerca hay que sortear el humo del cigarrillo, su Old Smuggler y la media luz.

 

Este aniversario de su partida coincide con una pandemia que mantiene al mundo encerrado, sobreviviendo entre carencias, fastidios, angustias e incertidumbre.

 

Pero si algo pudiera quedar claro, en medio de tanta confusión, es que cuando suenan los acordes de su bandoneón podemos sentir sus ojos rasgados con las pestañas acariciando los oídos. Y el corazón.

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