UNA CASA SIN CORTINAS: EL ENIGMA ISABEL PERÓN

Por: Julián Troksberg

Isabel Perón, la primera presidenta mujer borroneada de la historia y de la memoria colectiva, es el eje en torno al cual se desarrolla el documental de Julián Troksberg que se estrenó en marzo en el Bafici. En esta nota en primera persona, el director de Una casa sin cortinas describe el detrás de escena de un proyecto que logró vencer el vacío al que fue condenada la última esposa de Juan Domingo Perón, y mutó en disparador de una necesaria discusión política.

1.

A fines de marzo estrenamos en el BAFICI, casi a tientas, Una casa sin cortinas, el documental sobre Isabel Perón y sobre la memoria que queda sobre ella en el que estuve trabajando los últimos cinco años.

Aunque si me detengo a pensar es obvio que el proyecto empezó mucho antes. Difícil poner una fecha exacta -algún punto de los primeros ‘80- pero sí un lugar: la mesa de fórmica naranja en la cocina del departamento en que crecí con mi mamá.

A Teresa, mi mamá, Isabel Perón le erizaba la piel. Los recuerdos angustiantes de los ahorros evaporados en el Rodrigazo, la extensión de la represión feroz, la detención de amigos y conocidos, y el accionar de la triple A, fueron para ella el comienzo del agujero que se tragó los sueños revolucionarios y los familiares.

Para colmo, a fines del 1975 nací yo, así que lo que pasó en ese 1975 y bajo el gobierno de Isabel se transformó en tema y marca del calendario familiar. E Isabelita, contracara de la Evita que con los pelos sueltos al viento miraba la eternidad desde una foto que tenía mi mamá, parte de los relatos tenebrosos que se repetían con nuestra lógica de seguridad: adentro de casa contarlo y saberlo todo; afuera, el silencio sobre la historia y la política y la desaparición de mi papá.

Cuando empecé la primaria y la democracia arrancaba, Isabel apareció en las pintadas de las paredes del barrio camino al colegio. Pero Isabel no estaba, no aparecía, o al menos no tenía lugar en la memoria infantil: no me la acuerdo ni en fotos, ni en imágenes de televisión, ni en momentos de la campaña electoral. Eso era, pensado ahora, el estar y no estar de Isabel, su figura borroneada, su presencia en vacío.

Cuando cumplí 40 años empecé formalmente Una casa sin cortinas. Un par de meses después se cumplían también los 40 años del golpe y nadie hablaba de Isabel. Se había profundizado ese vacío que intuía en los ‘80.

Le conté a Teresa, mi mamá, que iba a empezar la película: no dijo nada. Dos días después me llamó por teléfono y me preguntó “¿Sobre Isabel Perón? ¿Para qué?”.

Cuando empecé la primaria y la democracia arrancaba, Isabel apareció en las pintadas de las paredes del barrio camino al colegio. Pero Isabel no estaba, no aparecía, o al menos no tenía lugar en la memoria infantil: no me la acuerdo ni en fotos, ni en imágenes de televisión, ni en momentos de la campaña electoral. Eso era, pensado ahora, el estar y no estar de Isabel, su figura borroneada, su presencia en vacío.

2.

Algo más o menos similar fui escuchando de parte de posibles entrevistados: ¿Isabel Perón? ¿Para qué?

Estuvieron los que me dijeron de entrada que no, dirigentes me pidieron que los llame después (y yo insistí, en algunos casos durante años) y otro que me dejó clavado en la puerta de su oficina cuando lo íbamos a grabar. El Canca Gullo aceptó enseguida y, con su ironía, me clavó “no te privás de nada”. Un dirigente radical, que aparece en fotos con Isabel, me dijo que no tenía nada para decir porque nunca la había conocido. Y el periodista Esteban Peicovich me preguntó, a cámara, qué sentido tenía hacer una película sobre Isabel.

Había empezado a racionalizar los motivos que no supe responderle a mi mamá y cuando me preguntaban podía decir que, además de que Isabel había sido la primera presidenta mujer del país, quería entender cosas que no podía preguntarle a mi papá, un peronista de izquierda que había convivido bajo el paraguas del peronismo con Isabel. Lo que me llevaba de vuelta al 1975, el corazón de uno de los momentos más complejos de la historia de nuestro país. Lo respondía en serio, pero avanzaba un poco a tientas.

Recién cuando entrevisté a Nilda Garré me di cuenta de que iba a terminar el documental. Y que efectivamente había algo interesante para mirar. Con la cámara ya encendida Nilda dijo que criticar a Isabel era también “una manera de defender al peronismo”.

3.

Una casa sin cortinas es el documental que es. Y a la vez todos los posibles documentales que no fue: los que quedaron por el camino, los que descartamos con Omar Ester, el montajista, que mordió sin soltar los talones de la historia, para entender qué líneas narrativas podíamos cortar y dejar atrás.

Como la de la voz de Isabel, esa que escuchamos como una cáscara seca con declaraciones vacuas. O la de las cartas personales de Isabel olvidadas en un departamento vacío, enviadas a la viuda de Bruno Porta, uno de sus peluqueros. O la de sus peluqueros: justamente Bruno Porta, al que le pusieron una bomba en el local, y Miguel Romano, hoy estilista de Susana Giménez, que veraneó con Isabel en Chapadmalal. O el relato de los archivos “perdidos” de Puerta de Hierro, robados cuando los militares allanaron la quinta en Madrid, que empezaron a aparecer en partes: en cuentagotas en alguna universidad de California, en notas esporádicas de Infobae, y después, durante la presidencia de Cristina, en una dependencia de la Fuerza Área y ahora están a resguardo en el Archivo General de la Nación (de ese fondo son las fotos que se ven en la película de Isabel en Centroamérica y en Madrid con Perón).

O también evitar la línea más personal que podía tener la película, donde amigos de mi padre detenidos durante el gobierno de Isabel, hablaban de la historia familiar.

Tampoco quedaron en el montaje final las historias alrededor de ciertos lugares icónicos por donde pasó Isabel. Como El Messidor, donde un cartel dice “no se detenga” y el gobierno de Neuquén puso todas las trabas posibles para que se nos haga difícil grabar; o la base naval Azopardo, en Azul, en la que el mismo marino que después puso la cara durante la desaparición del ARA San Juan me comunicó que no me autorizaban a entrar; o la de la propia casa de Gaspar Campos, donde una adolescente me gritó a cámara desde una ventana, cada vez que fui, que no podía abrir porque su papá no estaba en el partido y ella no le cuidaba el lugar.

Sí dejamos en la película la llegada a Puerta de Hierro, en Madrid, donde estaba la Quinta 17 de Octubre. Y donde hace unos años un grupo inversor, en el que estaba Jorge Valdano, compró la propiedad, la tiró abajo e hizo chalés. Justamente es un lugar donde hoy no hay nada.

En otra quinta 17 de Octubre, la de San Vicente, sí encontramos cosas de Isabel y es algo importante que abre la búsqueda de la película.

Ahí, a pocos metros del mausoleo de Perón, en el antiguo chalé, refaccionado con mal gusto en los ‘70, están colgados algunos vestidos de Isabel Perón y su banda presidencial.

En cierto modo no está mal que esté ahí: esa quinta tiene todo el peronismo metido adentro. Desde el cuerpo de Perón, en el mausoleo moderno pagado por De Narváez; hasta la historia de las primeras presidencias que el museo cuenta con criterio contemporáneo; las estatuas decapitadas por la Libertadora; y el chalé sórdido donde estuvo presa Isabel. (Cuando hicimos el color de la película, al cielo sobre la quinta lo hicimos de un celeste postal).

Pero si se trata de encontrar fue en los ‘80 donde me pareció dar mejor con Isabel.

Entre los archivos que rastreamos con Sebastián Szkolnik los de los ‘80 son los más impactantes. Y, creo, los que mejor iluminan a Isabel. Llega a la vez de un pasado del que muchos no volvieron, y de un futuro donde pareciera que se visten de rojo y usan peinados geométricos hasta la anormalidad.

Tironeada por el gentío en un cementerio. Estatua de yeso junto con Frondizi en el Congreso, en la asunción de Alfonsín. En reuniones en la Casa Rosada o en el Tedeum en la Catedral. Junto a Triacca y Ubaldini en la CGT. Y envuelta en una muchedumbre que todavía, a mediados de los 80s, grita ¡Isabel, Isabel!

Entre los archivos que rastreamos con Sebastián Szkolnik los de los ‘80 son los más impactantes. Y, creo, los que mejor iluminan a Isabel. Llega a la vez de un pasado del que muchos no volvieron, y de un futuro donde pareciera que se visten de rojo y usan peinados geométricos hasta la anormalidad.

4.

Antes del estreno me preguntaba cómo iba a ser vista la película. Especialmente entre peronistas o filoperonistas.

Ahora leo y releo los textos brillantes de Martín Rodríguez y Horacio González, los certeros tuits de Paula Abal Medina, la aguda mirada de Paula Puebla. Ellas y ellos se hicieron preguntas sobre la película mucho mejor que yo: Paula Abal Medina sobre la elección de Isabel a la vicepresidencia; Horacio González sobre la mirada de los detalles, que Paula Puebla especificó en los recuerdos de Estado y los vestidos colgados entre naftalinas en San Vicente, en placares llenos de humedad; Martín Rodríguez sobre los silencios del peronismo. Me hacen ver cosas que no vi, pensar cosas que no pensé. Y ponen a la película en el mejor lugar posible: el de la discusión. La discusión política.

5.

Y ahora que presentamos la película y me piden escribir algo sobre eso, vuelvo a la mesa de la cocina de mi mamá. La cocina es otra y la mesa, verde. Mi hijo duerme en el sillón del living y hablamos en voz baja de todo lo que escribí acá.

De cómo pasaron estos años que fueron, de que mi mamá no pareciera contenta con la idea de la película, de las dudas que también ella tenía sobre cómo se iba a ver, hasta de lo que decantó ahora que vio varias versiones y la versión final.

Teresa, mi mamá, hizo el viaje del peronismo al feminismo bastante pronto. Y su mirada sobre Isabel no varió. Pero su crítica ganó en complejidad. Me hace darme cuenta de que esa mirada, donde lo personal también es político y la política está atravesada por subjetividades, está derramada en la película.

Teresa me habla cómo ve la película ir a los límites más lejanos del movimiento, lo más distanciado que podría haber del peronismo de mi viejo, para buscar entender al peronismo también ahí. Meterse en las paradojas, en las ambivalencias, en las contradicciones del movimiento. Porque el movimiento es todo y también sus zonas más oscuras, especialmente en el final de la vida de Perón.

Y entonces en esa mesa verde volvemos a hablar de lo mismo que empezamos en algún punto de los ‘80, en la mesa de naranja de su cocina anterior, para que yo pueda terminar de entender, y más que nada imaginar, dónde se paraban mi viejo y mi mamá en el año que yo nací.

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