VIVIR AFUERA DEL ESTADO

Por: Lorena Álvarez

Costos, ganancia, pérdidas, proveedores, pagos: fragmentos de un glosario en primera persona que construyen cotidianamente miles de personas que deciden abrir sus propios locales haciéndole frente a la incertidumbre, en un país marcado por las sucesivas crisis económicas.

Foto: Télam. Una familia invirtió el IFE para montar un kiosco en Goya, Corrientes.

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“Hablan así porque nunca tuvieron ni un kiosco”. Una frase que en los últimos años se puso de moda para apuntar contra la política y que se le aplicó a más de un funcionario.

Ocurre que para muchos “vivir cómodos con un sueldo abultado y seguro” contra el vaivén de “ponerla y arriesgarse” es un quiebre más profundo que la mismísima grieta política que vivimos en los últimos tiempos. Los sinsabores de un país que vive surfeando olas desde hace años y le cobra la supuesta tranquilidad al que “vive del Estado”.

Sumado a eso, una mancomunión invisible: los pesares y alegrías son compartidos por el dueño de una pinturería grande ubicada en una avenida céntrica y la propietaria de una pequeña peluquería frente a una plaza de barrio. Algo que la política suele no entender a la hora de alguna medida: se sorprenden de que muchos con ingresos módicos se alineen con quienes tienen el bolsillo aliviado. Se olvidan de que muchas veces compartir la aventura de vivir del comercio une más que una camiseta de fútbol.

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Consecuencia de la caída económica de la segunda mitad de los 90, y luego del estallido del 2001, el precio de los alquileres de los locales comerciales, durante un lapso corto de tiempo, se puso a tono con la crisis. Los propietarios, atemorizados ante tanta persiana baja, por primera vez en años ofertaron sus propiedades a precios más razonables. Nadie creía a esa altura en los milagros ni a la hora del entierro. Así que preferible “pájaro en mano” que cortina abajo.

Así fue como en el año 2005 con préstamos varios y unos ahorros encanutados, inicié mi aventura de abrir un local, consiguiendo uno de los últimos que quedaba a precio accesible en el barrio de Once. El cuentapropismo ya venía siendo mi manera de subsistir: primero, tiñendo en mi propia cocina ropa batik; luego vendiendo esas prendas al por mayor para coronar el ascenso con la boca de salida. A pulmón y sencillito: inventarse un trabajo es un trabajo en sí.

Anduve envuelta en el miedo a que no funcione -y en consecuencia no devolver los préstamos y perder lo invertido-, pero mezclando la ilusión del éxito que a uno lo levante de la lona y lo pare erguido en el cuadrilátero para esperar al próximo rival, o sea, la siguiente crisis. Pero como este país es realismo mágico y tiene capacidad de atar con alambre hasta los milagros, sucedió uno: sustitución de importaciones, soja y políticas de Estado que alentaban el consumo, alineando los planetas por un rato y haciendo posible el sueño de la tranquilidad. Esa que, hasta el menos creyente, le pide a Dios: los años de la presidencia de Néstor Kirchner.

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La incertidumbre se calca, pero los motivos para encarar un negocio varían. De la idea de ser el propio jefe al temor de no ser contratado por nadie, del cansancio de no progresar a confiar en el esfuerzo propio y la chispa, del sueño de salvarse con un rubro a la necesidad de crearse un sueldo y vivir sin sobresaltos. El que posee la sabiduría que le otorga la tradición familiar en el métier al que se anima a tirarse a la pileta apenas sabiendo flotar, pero termina nadando como un campeón. O se ahoga hasta con el salvavidas puesto.

La incertidumbre se calca, pero los motivos para encarar un negocio varían. De la idea de ser el propio jefe al temor de no ser contratado por nadie, del cansancio de no progresar a confiar en el esfuerzo propio y la chispa, del sueño de salvarse con un rubro a la necesidad de crearse un sueldo y vivir sin sobresaltos.

Del parripollo salvador al local de venta de semillas. De la cancha de paddle a la venta de fundas de celulares (porque cada crisis tiene sus hits). El que lo inicia quizás zafa y el que llega último se estrola. Casi indefectiblemente.

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Ampliarse y tomar empleados es otro viaje.

En comercios pequeños donde no hay intermediarios a la hora del trabajo, el ambiente, en mi caso, se pareció mas a un clima familiar. Con las disfunciones lógicas.

De la camada de las primeras empleadas, las que se foguearon al calor de las tasas chinas, hay un común denominador: varias de ellas armaron su propio negocio. Un pequeño local de juguetes en Ituzaingó o su propio negocio de belleza en Lomas. Porque estudiar cosmetología, tintura de pestañas o gelificación de uñas también fue una salida laboral vertiginosa. Igual a todas las transformó el hecho de pasar a ser las que pagan un sueldo, a los proveedores, o el alquiler.

Lo aparentemente sencillo a veces no lo es tanto. De golpe, de sentirse hijas se sintieron madres. Con distintos resultados.

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Para las que llegaron a la hora de la caída, la idea de un trabajo seguro las determinó. Se consigue lo que se puede, pero se sueña con la cadena de venta de zapatillas de marca que nunca funde.

Entre alquilar un local y usufructuar el propio hay un abismo. A fines de los 90 el garaje o la ventana convertida en kiosco o despensa fue el reposo del guerrero o la guerrera de los despedidos en el Conurbano. Las indemnizaciones que no iban a parar a remises acababan en esos pequeños espacios de salvación. Ampliados con el devenir del tiempo o cerrados definitivamente, pero posibilitando una rápida supervivencia. Algo que en lugares más céntricos se torna inviable. Si alquilar una vivienda ya es un suplicio, intentarlo con un local duplica el dolor de cabeza.

Es que con los años de bonanza también llegaron los precios imposibles y desmedidos de alquileres. Un temazo dentro del mundo del comercio. Un local con mucho paso de gente en los últimos tiempos dejó de ser una opción viable para pequeños comerciantes. Precios exorbitantes se convierten en una inversión difícil de encarar para los que quieren dar el salto. Una de las grandes complicaciones para muchos que también saben lo importante del paso de la gente a la hora de vender. Un local escondido a buen precio a veces parece un buen negocio, pero termina siendo un sinsentido. Como bien decía Hannibal Lecter en El silencio de los inocentes: “Uno quiere lo que ve todos los días”.

Y sucede que los consumidores y los asesinos seriales tienen algo parecido: se obsesionan con lo que observan a diario.

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Hace unos años un candidato a senador por Cambiemos, en ese entonces oficialismo, dijo ante la ola de recientes despidos que los que perdían sus trabajos podían abrirse una cervecería artesanal (actividad que ya se vislumbraba como boom alla parripollo) fue eje de todo tipo de críticas y burlas por parte de sus contrincantes opositores. El oficialismo sin embargo ganó.

Desde hace años el emprendimiento propio tiene cara de progreso en un mundo donde la seguridad laboral está hecha trizas y el monotributista pasó a ser moneda corriente. “Pegarla” es más probable que avanzar dentro de un mundo de seguridad laboral cada vez más afinado.

Desde hace años el emprendimiento propio tiene cara de progreso en un mundo donde la seguridad laboral está hecha trizas y el monotributista pasó a ser moneda corriente.

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Costos, ganancia, pérdidas, proveedores, pagos. Palabras que desvelan día a día.

Que la gente compre, competir con el de enfrente, angustiarse cuando el día viene flojo y no entra nadie son la contracara del sueño. La peor pesadilla: esperar que alguien pase y compre. Y cuando la mano viene dura, esos largos ratos donde nadie entra o solo preguntan y no compran son desesperantes. Nunca percibidos como momentos de distensión sino minutos, horas trágicas. Los gastos corren silenciosos y no entra gente ni plata. Lo escribo y me vuelve al cuerpo la sensación. Un mix entre la angustia asfixiante y la preocupación.

No por nada existe un mundo de talismanes “atrae clientes”: del gatito chino dorado que saluda a la ristra de ajo tras la puerta, pasando por los amuletos en los que cada uno cree. De los santos protectores a la frase motivacional adecuada.

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Hace 47 años una telenovela sacudía al país. Era una trágica historia de amor escrita por Alberto Migré: Piel naranja. Un triángulo amoroso conformado por un hombre maduro, su joven segunda esposa y un muchacho que llega a la casa en calidad de pretendiente de su hija, pero termina enamorándose de la nueva esposa.

Hay distintas economías, pero no hay lucha de clases. Don Joaquín, el hombre mayor de la historia, era un exitoso comerciante de Almagro propietario de una tienda en Rivadavia y Salguero. El día que conoce a quien será el tercero en discordia, Juan Manuel -el supuesto pretendiente de su díscola hija, que no quiere saber nada con el local y estudia filosofía- se lleva una grata sorpresa: el muchacho tiene un pequeño almacén de barrio que desea convertir en supermercadito. “Alguien que quiere prosperar”, dice el padre identificándose con el joven en sus comienzos.

Una escena absolutamente realista en el mundo comercial. Hilos invisibles que unen a seres tan disímiles como a la dueña de una panadería importante con el señor que abrió un kiosco delante de su casa.

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Si abrir un local cuesta, cerrarlo es aún más difícil. Si de entrada salió mal, la esperanza juguetea, pero un corto tiempo. La zanahoria de que todo va a mejorar se agota rápido. No hay mucho de qué agarrarse. Pero para alguien a quien alguna vez le fue bien, cerrar es una larga agonía. El divorcio más difícil de encarar.

Por afecto al lugar, por los tiempos de felicidad y porque la esperanza hace que la zanahoria parezca alcanzable. Si acá me fue bien, ¿por qué no ha de suceder el milagro nuevamente? Y cuando no sucede, el tiempo extra juega en contra. Acumulás desilusión y muchas veces deudas. Pero soltar a tiempo nunca es fácil, aunque hoy sea tatuaje en el mundo de los que seguro tienen todo bastante resuelto para pregonarlo tan alegremente.

Después de cerrar mi local juré y perjuré que nunca volvería a pasar por eso. Que no volvería abrir nada. Que vivir de un sueldo debía ser fabuloso porque las agujas del reloj marcan la hora de cierre y te vas, a diferencia del negocio, que baja sus persianas pero te llevás las preocupaciones a tu casa.

Que ser tu propio jefe si no sos organizado y prolijo es más complicado de lo que parece.

Y que esperar a que entre un cliente es mil veces más desesperante que cualquier historia romántica donde uno espera el mensaje amoroso. Porque básicamente hay una estructura que tiene un costo diario, vendas o no vendas.

Pero así todo, cuando paso por algún local y veo que alguien está pintando o arreglando para comenzar un nuevo proyecto me emociono y pido que le vaya bien. Siento la ilusión en el cuerpo y me agarra esa nostalgia de un trabajo que en el fondo me encanta. Esque además conozco cada sueño e ilusión que alberga abrir esa puerta. Las puertas de un futuro, quizás, mejor.

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