¿QUIÉN QUIERE SER ARGENTINO?

Por: Mariano Schuster

Por Mariano Schuster*

A Dámaris.

Todo sigue peor en esa desgraciada parte del mundo

que vivos o muertos seguimos amando como nuestra.

La Argentina amor masoquista

te queremos y vos querés a otros

te queremos y vos nos golpeás

al que no lo matás lo corrompés

al que se queda lo dejás vivir solo

al que se va lo dejás morir solo

Argentina

amor imposible

César Fernández Moreno. “Escrito con un lápiz que encontré en La Habana”

Era, creo, el verano de 1999. Mis tíos acababan de comprarse un dúplex en la Costa Atlántica. Más exactamente, en La Lucila del Mar, esa playa de dunas abiertas y espíritu familiero, a la que llegaban hombres y mujeres deseosos de un “enero tranquilo”. Vecina de San Bernardo pero con “más calma” y hermana de Aguas Verdes pero con “mejor mar”, La Lucila era el lugar ideal para que mi tío Bernardo depositara en la arena la angustia que le producía el laburo en esa fábrica que amaba pero en la que cada vez despedían a más gente. Aunque recién se habían vuelto propietarios, veraneaban en esas costas desde fines de los años 80. Mi adolescencia tuvo el olor de ese mar. Todavía puedo verme en el Renault 18 parando en la estación de servicio de Pipinas para echar una meada y tomar una de esas gaseosas que llegaban al país por un peso, o agarrando un mate que me pasaba mi tía Mabel mientras se discutía algo sobre Menem, el Mingo Cavallo, o simplemente mientras sonaba un tema de Jairo o de José Luis Perales. Todavía puedo verme con mis primos en el muelle en el que aprendíamos que el hombre de estas tierras tenía que saber pescar, agarrar una buena corvina con las manos y sacarse una foto que iría a parar a la estantería familiar para toda la vida. La Lucila, con su pinar y su estructura a medio hacer, era un refugio para la nuestra, una familia  argentina.

Fue en La Lucila donde descubrí la belleza de las primeras mujeres que solo pasaron por mi mente, y donde encontré la pureza de unos ideales que el tiempo, como el viento y las olas, me iba a arrancar. En la calle Mendoza, la peatonal que entonces tenía apenas una cuadra y media, compré mi primer libro de marxismo. Entré en la librería “El Barba” -que atendía, como era obvio, un gordo barbudo con pinta de ex militante-, y seguí su consejo.  – Llevate este, me dijo El Barba con su gesto displicente. Se llamaba La sociedad: ¿qué es? Su autora era Marta Harnecker. La tapa no tenía eufemismos: había mucha gente caminando por la calle y una enorme cabeza. ¿Qué otra sino la de Marx, esa que -como creímos después- lo había contenido todo?

No recuerdo muy bien los días siguientes. Pero supongo que fueron importantes. ¿Cómo no iban a serlo si estaba sentado en una reposera vieja, dándoles la espalda a los médanos y poniendo mi pecho frente al agua, leyendo ese librito aburrido de marxismo? Mis tíos tomaban mate, mis primos sonreían, se metían en el agua, se ponían Hawaian Tropic, escuchaban un tema de Iorio o Sergio Dennis, paraban al vendedor de pirulines, le hacían señas a la señora de los churros. ¿Qué hacía yo? Estaba ahí, solo con mi Marx. ¿Qué hacían ellos? Estaban ahí, juntos con su mar. Éramos la clase media. Como dijo un poeta: la clase media atlántica en la que “todo es marxismo”.

Los pibes hacían un castillo de arena y yo leía que los obreros estaban siendo explotados. Los viejos jugaban al tejo y yo pensaba: la angustia es culpa del capitalismo. Una señora paseaba a un perro por la arena y yo me repetía: la religión es el opio de los pueblos. Un padre corría con su hijo hacia la costa y yo interpretaba: la familia es una mierda. El marxismo y sus claves: todo es ilusión. La patria  es un invento, la religión también, ni hablemos de la familia. ¿Pero no era la mía una típica familia argentina? ¿Una familia judeocristiana de laburo, producto del ascenso social de los que habían venido de lejos? ¿No era el mío un clan con vocación por lo simple, sin mayores sueños que unas vacaciones en la costa atlántica y un poco de guita para empilchar a los que venían después? Mi familia: portadora del viejo sueño de que los hijos vivan mejor que los padres, amante del abrazo y el asado, defensora del vitel thoné en Navidad y los ravioles los días de lluvia. La vida, a veces, es eso que te hace elegir entre los tuyos, y tu marco teórico. Examen: defina el marco teórico de los argentinos. Respuesta correcta: los suyos. Como decía Mario Trejo: Tengo apenas dos patrias, mi infancia y mis amigos. Y es de noche.

El marxismo y sus claves: todo es ilusión. La patria es un invento, la religión también, ni hablemos de la familia. ¿Pero no era la mía una típica familia argentina? ¿Una familia judeocristiana de laburo, producto del ascenso social de los que habían venido de lejos?

Es difícil descubrirse argentino. Supongo que porque es difícil serlo. No hablo de guita. Hablo de ese pesar, de esa opresión permanente que nos pone entre las cuerdas del amor y el desprecio. Hablo de nuestro espíritu de desgracias y de nuestra vocación por el martirio, hablo de nuestras burocracias y de nuestros garcas, de nuestras mentiras y de nuestras amarguras, de nuestros pecados y nuestros dolores. No todo es política. Todo es tango. Tango y mar.

¿Se acuerdan de César Fernández Moreno? No, no de Baldomero, sino de César, su hijo. Es duro ser poeta e hijo de poeta. Es como ser Jesús pero queriendo. ¿Quién quiere ser el hijo de Dios? Es un laburo que solo paga con ingratitud. Es un camino con el corazón cuesta abajo. “¿Qué me legás, viejo?” “Sentimentalidad”. “¿Y esa con qué se come?”. Peor, en definitiva, es ser cualquier cosa que no arda. Pero los poetas, a veces, arden.

Tipo de la ciudad, César Fernández Moreno fue, como muchos otros de su generación, un buen argentino. Si miran algunas de sus fotos, no les costaría imaginarlo comiendo una pizza de parado en la calle Corrientes o zampándose unas pastas en Pippo. Como sus amigos y colegas con los que fundó la revista ZONA de la Poesía Americana –Paco Urondo, Noé Jitrik, Edgar Bayley, Ramiro de Casabellas, Alberto Vanasco o el viejo sibarita Miguel Brascó–, le tocó ejercer el lirismo en tiempos difíciles. El primer número de la revista ya lo advertía: Al cierre de esta edición, 8 de julio de 1963, continúa detenido el poeta Juan Gelman. ZONA reclama su libertad, y espera que esta situación no se repita.

La Argentina era un mar de violencia y deseo, de represión, proscripción, injusticia y poesía. Pero era un mar: un oleaje permanente entre la vocación por el todo y la concreción de la nada.

Es difícil descubrirse argentino. Supongo que porque es difícil serlo. No hablo de guita. Hablo de ese pesar, de esa opresión permanente que nos pone entre las cuerdas del amor y el desprecio.

En 1963, después de un viaje por Europa – uno de esos en los que los argentinos vamos a reconocernos como tales-, Fernández Moreno le puso sello a su identidad. Le entregó a Editorial Sudamericana un libro de poemas que, muy rápidamente, se convirtió en su primera obra maestra. Aunque ya había publicado seis poemarios y un libro de ensayos, lo de 1963 fue épico. Después de patear el viejo continente, César volvía para reconocer a su patria y mirarla de frente. Argentino hasta la muerte no era un libro de poemas. Era poesía hecha historia. Y era historia hecha hombre.

Indefinible y extraño, a medio camino entre el canto de Whitman, un tango de Le Pera, una elegía de Rilke, un canto amoroso de Eluard y una conversación de bar porteño, Argentino hasta la muerte era como pararse en el medio de la vieja calle Lavalle debajo de un farolito para empezar a silbar una melodía de arrabal. Decía sobre la burocracia: “Hay tantos expedientes al final todo parece nada/ el portafolio es el verdadero símbolo nacional no el gorro frigio”. Decía sobre la identidad: “Ma de qué clase de argentino me estás hablando / que no sos italiano”. Decía sobre los escritores: “Cuando alguien lleva un libro en la mano es su autor / cuando no es una caja de ravioles”. Decía sobre nosotros mismos: “Queremos encontrar no buscar / que busquen los foráneos petróleo o lo que sea / pero nos la sabemos rebuscar / lo importante es postergar la responsabilidad”. Decía y decía. Con humor. El mismo que le faltaba a una patria oscura y demasiado segura de sí misma.

Irse, muchachos y muchachas, para reconocerse. Un viejo truco de los que pueden pero –a no desdeñarlo- también de los que sienten. ¿Todavía quedan dudas?

Siempre ha sido así. Los más honestos se descubren argentinos afuera, lejos de su patria, o quizás pensando en otras. A los que solo piensan en París o Londres, a los emocionados con Nueva York o Pernambuco, pero también a los beatniks y los hippies que añoran vivir vendiendo papas en Sri Lanka o fumando opio en Tánger, les llega el día atravesado por el rayo. ¿Dónde carajo hay un alfajor de dulce de leche? ¿Dónde me escondieron el Obelisco? ¿Qué pasa: acá no hay burocracia? ¿Cuándo mierda me van a atender cómo el culo en la Intendencia de París? Acá a orillas del Ganges está la paz, ¿pero dónde hay un sindicalista con camisas hawaianas? ¿Dónde están en Berlín los formularios para llenar y rellenar y esperar un pago de la oficina que nunca llega? ¿Dónde está, acá en San Francisco, mi costa con arena marrón, con Pimpinela e imitadores  de Sandro? “¿Dónde estará mi arrabal? ¿Quién se robó mi niñez?”, se sigue preguntando Cátulo Castillo desde el otro barrio.

Los más honestos se descubren argentinos afuera, lejos de su patria, o quizás pensando en otras. A los que solo piensan en París o Londres, a los emocionados con Nueva York o Pernambuco, pero también a los beatniks y los hippies que añoran vivir vendiendo papas en Sri Lanka o fumando opio en Tánger, les llega el día atravesado por el rayo. ¿Dónde carajo hay un alfajor de dulce de leche?

Son pocos los que quieren ser argentinos en Argentina. Quizás sea por ese clima irrespirable que exhalamos nosotros mismos. Algunos, sin embargo, lo descubren: entre la comunión del abrazo y la melancolía, de la autocomplacencia y el abandono, somos. Argentina, dijo alguna vez Jorge Asís, “es un país ideal para abandonarlo”. Abandonarlo –mental o realmente– es otra forma de ser esto que somos: argentos rechazándonos y odiándonos a nosotros mismos. Una forma extraña del amor.

¿Quién quiere ser argentino? Por fuera de lo telúrico, por fuera de nuestro rechazo, por fuera de nuestras broncas. Probablemente, nadie. Pero es imposible no serlo. Mejor así.

César Fernández Moreno siguió siendo argentino el resto de su vida. Es decir, hasta la muerte. Desde La Habana o desde París, o desde acá mismo, desde esta Buenos Aires a la que nunca dejó de cantarle. Desde su humor voraz que podía llevarlo a decir “Mi último libro de versos, Los Aeropuertos, disgustó breve pero unánimemente” o a escribir sus clásicos “ambages” bajo el seudónimo de Franz Moreno. Mezcla de aforismos con ironías, los ambages no eran otra cosa que la reactualización de ese humor argento que consistía, básicamente, en reírse primero de uno mismo para poder reírse de todo lo demás. ¿Ejemplos? Los hay de sobra. “La huelga de los contemplativos consistiría en trabajar”, “El que lleva una carga muy pesada siempre puede ponerla en el suelo y hasta sentarse en ella”, “El sustantivo cerveza exige el adjetivo otra”, “Estar levantado me produce un malestar que soporto mejor en cama”, “La angustia es una droga que durante cierto tiempo ayuda a soportar la nada”, “Estoy mucho más joven que los que ya se murieron”. Ambages: la argentinidad hecha verso. No servían para la burla –esa forma de ironía autocomplaciente- que consiste en reírse de una realidad que ya de por sí es ridícula.

El humor melancólico y sardónico era algo serio en un país que se mataba constantemente a sí mismo. ¿Se lo iban a contar a él? Tenía amigos exiliados; otros desaparecidos; algunos, como Paco Urondo, asesinados por la dictadura. César Fernández Moreno lo sabía bien. Un país que camina de desgracia en desgracia siempre necesitaría la humorada. Es la última resistencia del dolor.

César, el antipoeta argentino, terminó sus días en París, esa otra patria a la que había partido en 1978. Ahí iba a bailar, como diría Bertolucci, su “último tango”. Tuvo un cargo a la medida de un poeta: Agregado Cultural en la Embajada Argentina. Lo nombró Raúl Alfonsín, el hombre de la democracia y el bigotazo, a quien le había dedicado los veros de su “Último viaje a Buenos Aires”, una suerte de reactualización postdictatorial de su Argentino hasta la muerte. ¿Qué tarea menos laboriosa pero más sensata que la de embajador cultural –es decir, asistente a cócteles y charlas- se le podía asignar a un hombre que era pura palabra? Hablaba de la música y la poesía de estas pampas, evocaba a Perón en alguna comida, relataba la existencia de una calle Corrientes que había sido la ancha alameda de los solitarios. Pero César era un hombre serio. Hablaba en academias y universidades. Como aquella vez, en la de Toulouse, en la que hizo lo que sabía: en lugar de guitarrear con crítica literaria – esa pasión de la academia argentina -, peló un discurso sobre el tango. ¿De qué otra cosa iba a hablar si lo que quería era sentirse cerca de su patria? Porque en Toulouse o La Sorbona, César era el mismo argentino. Con la palabra entre los dientes, como si estuviera acodado en la barra de Guerrin o tomando un café en La Paz. Desparramar su verba llena de humor y de sentido, de patriotismo sano y nostalgia visceral: ese era su arte.

Destino triste y trágico el de tantos hombres de estas tierras a los que, como a él, la parca los encuentra afuera. A César la señora de guadaña lo tomó de la mano en París, en ese frío noviembre de 1985. Tenía apenas 65 años.  “Los que hemos vivido fuera de la Argentina lo hemos sabido en cuerpo y alma. Necesitamos una  patria, no podemos vivir sin ella.”, había dicho poco tiempo atrás. Ya se sabe que el cielo se parece a una más grande.

Estoy cansado. Escribo y confieso que no sé a dónde va todo esto. Empecé hablando del mar. Terminé hablando de un poeta. Y ahora desparramo sentimentalismos sobre la Argentina. Supongo que porque estoy por tomarme un micro a Mar del Plata, porque tengo un libro en la mesa y porque, aún insomne, uno es capaz de sentirse argentino con un cenicero lleno y una porción de faina mordida al lado. Quizás solo me haya puesto a escribir para decir que, como César Fernández Moreno, tiendo a suponer que “quedarse sin patria es perder el sentido”.

¿Cuál es mi patria sino ese mar de la infancia y este otro al que voy? Al mar, decía también Fernández Moreno, “hay que decirlo”. ¿Por qué? Porque es, a fin de cuentas, el destino con el que sueñan las mayorías. Las de San Luis y La Rioja, las de la Capital y las del interior, las de Neuquén y las de Ushuaia. Las de todas las provincias que no lo tienen. El mar es el destino común. El de los jóvenes que se escapan de sus casas para verlo por primera vez, el de los viejos que se asoman lentamente para clavar los ojos en el agua antes de que sea demasiado tarde, el los pibitos que quieren castillos de arena, el de los adultos cansados que quieren ponerse un bar frente a las costas.

El mar está en el medio de nuestros sueños. No exige laburo como subir una montaña. No obliga a caminar sobre las rocas como el río. Simplemente está ahí. Para tirar una reposera, pasarse un mate y mirar el más allá desde el más acá.

¿Cuál es mi patria sino ese mar de la infancia y este otro al que voy? Al mar, decía también Fernández Moreno, “hay que decirlo”. ¿Por qué? Porque es, a fin de cuentas, el destino con el que sueñan las mayorías.

Cuando era pibe, leía libros de marxismo al lado de mi familia de la clase media atlántica. Hoy amo a una mujer venida de esas mismas costas, traída por el Evangelio y los lobos marinos de La Perla y de La Bristol. Y allá voy, quién sabe empujado por qué ola.

El mar está en el medio, en el centro de nuestra vocación. Está en nuestra argentinidad hasta la muerte. Con su librería del centro, sus adolescentes, sus familias, sus fichines, sus churros, sus pirulines, sus hippies, sus escritores, sus pinares, sus fogatas, sus muelles y su tristeza de invierno.

Hace unos días, un amigo me dijo con tono tanguero: “Ya nadie piensa en el país. Tanto que a veces ni yo sé bien qué país quiero”. Creo que yo quiero un país que se mire en el espejo de su propio mar.  Un mar lleno de mierda pero amplio, donde cabemos todos. ¿Y si vamos a un país de clase media? ¿Y si nos proponemos caminar todos en peregrinación a Atalaya, parar y seguir hacia la costa? ¿Y si socializamos hoteles sindicales, medialunas, manteles cuadrillé, paneras de plástico? Puede que el nuestro no sea el mejor de los mares posibles. Pero es el nuestro. Un mar para multiplicar rabas y cornalitos, y distribuirlos entre todes. Un mar para mojarse los pies y zambullirse llenos de deseo. Un mar para abandonar nuestros sueños de gloria. Ni Argentina potencia ni Argentina emprendedora ni Argentina revolucionaria. Argentina a secas: con obreros bañándose en las costas. Con las rodillas metidas en el agua y no clavadas en la arena besando los pies de los patrones. O, si eso es mucho pedir, al menos el mar del merecido descanso.  Porque la vida es dura y la necesidad es larga. Y no hay mameluco que soporte el humo y el desprecio.

Creo que yo quiero un país que se mire en el espejo de su propio mar.  Un mar lleno de mierda pero amplio, donde cabemos todos.

¿Y si vamos a un país de clase media? ¿Y si nos proponemos caminar todos en peregrinación a Atalaya, parar y seguir hacia la costa?

Ni yankees ni marxistas: costa-atlantistas. Ni aburguesados ni pobristas: sencillistas. Argentinos hasta la muerte. Con nuestro mar y sus banderas de peligro.Esas que anuncian que un día las olas se llevarán las palabras y los gestos, los dolores y el espanto, y este discreto encanto de ser argentinos.

* Jefe de Redacción de La Vanguardia y editor en Nueva Sociedad (www.nuso.org).

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