ACAMPADOS

Por: Emanuel Rodríguez @PeronchoStandUp

Dos noches dormí en un acampe cuando era niño. Fue en la Plaza San Martín, en el centro de Córdoba. Frente a la Catedral.

Dos noches dormí en un acampe cuando era niño. Fue en la Plaza San Martín, en el centro de Córdoba. Frente a la Catedral.

 

Mi vieja era bancaria y el acampe era en contra del plan de ajuste de Cavallo, los programas de retiros voluntarios y el achique del Banco Nación.

 

Un tiempo antes las cosas se le habían empezado a complicar: sola, con cinco hijos, había sobrevivido a la hiper del ‘89 fabricando abanicos de Loco Mía, vendiendo tortas, vendiendo golosinas. Era el año 1991. Yo tenía 12, mis hermanas, 11 y 10, y mis hermanos 9 y 8. Los 5 ayudábamos en todo, pegando abanicos. Vendiendo en los semáforos.

 

En el último verano de primaria, mi vieja me llevaba al Banco para que yo les venda golosinas a los otros empleados. Recuerdo los pasillos beige de la sede central del Banco Nación en Córdoba, la simpatía forzada de algunos empleados, lo duro que me resultaba volver a la oficina de mi vieja (Correspondencia) sin haber vendido mucho.

 

Del Banco, me volvía a casa solo (el turno de mi vieja era de 8 horas, yo sólo iba por las mañanas), en colectivo hasta el Marqués de Sobremonte. A veces, pocas veces, porque me costaba mucho animarme, trataba de seguir vendiendo en el colectivo. Me moría de vergüenza, pero cuando vendía algo, me sentía un héroe.

 

Cuando fue lo de los acampes, mi mamá intentó hacer que todo fuera menos dramático. Nos cargó a los 5 hijos. A mí me explicó que era una forma de protesta y me pidió que la ayude a cuidar de mis hermanos. Eso me hizo sentir grande, adulto. También me sentí grande, adulto, cuando en el acampe todos sabían mi nombre y me saludaban. Me preguntaban si había traído alfajores. Yo sentía, un poco, que estaba llevando a mis hermanos a mi trabajo. A que conocieran a la gente con la que «trabajaba».

 

Para esa época se usaba coleccionar el aro de apertura de la latitas de gaseosa, que eran toda una novedad. Con mis dos hermanos varones, cuando llegamos a la plaza, decidimos comenzar nuestra propia colección. Salimos a buscar latas mientras mi vieja preparaba la carpa. Me acuerdo de buscar en los tachos de basura de la plaza. Tomarlo como una aventura, sin avergonzarme de la mirada de los demás. Me acuerdo también que casi todas las latas que encontrábamos ya no tenían el arito de apertura. De modo que habíamos decidido coleccionar, entonces, el troquel metálico que queda adentro de la lata cuando la abrís. Mala decisión: sacar ese apéndice suponía meter los dedos en las latas y maniobrar ahí dentro. Recuerdo que los tres volvimos con los dedos todos cortados y con unas 60 latas de las raras. O sea, de las que no eran de Coca. Estábamos algo entusiasmados por lo extraño de pasar la noche en la plaza y mi vieja nos señaló que era algo tonto lo que hacíamos, pero no nos importó.

 

Mi memoria de esas noches es un álbum de aventuras, porque un poco me resisto a pensar en las que habrá pasado mi vieja durante esos días. Ella estaba sonriente casi todo el tiempo. Le ponía una alegría un tanto desmedida a momentos como la llegada del mate cocido. Nos intentaba convencer de que todo era una especie de juego y, los que podíamos entender que no era exactamente así, le seguíamos la corriente para que los más chicos estuvieran más a gusto en las carpas. Para nosotros era impactante ver el centro de la ciudad de noche sin que estuviéramos “volviendo a casa”. Nos excitaba la idea de que finalmente podríamos “ver qué pasa” cuando todos vuelven a casa. Nos sentíamos incluso privilegiados: para nosotros, hay aventuras toda la noche.

 

Hay un recuerdo de esas jornadas que me parte el corazón: los libros de cuentos que había llevado mi vieja al acampe. A veces leía ella, a veces me pedía que yo les leyera a los demás. Nuestra carpa era el refugio de los otros niños del acampe porque había “una señora que lee”. También había llevado abanicos sobrantes de su pequeña Pyme marchita. De modo que a veces improvisábamos coreografías de Loco Mía frente a las carpas, mientras los bancarios votaban cómo seguir el plan de lucha. Recuerdo el mashup cruel entre los gritos de los adultos, las puteadas a Menem y Cavallo, y nuestro canto “sexy, Ibiza, Loco Mía”.

 

También me acuerdo de algo que me da risa: cuando se levantó el acampe, le pedíamos a mi mamá que nos quedemos ahí, una noche más, dale, por favor, porque queríamos seguir encontrando latas raras, porque queríamos más cuentos. Mi mamá respondió con esa risa triste que era su firma en los ‘90: “todo muy lindo, chicos, pero ojalá nunca volvamos”. A mí no me gustaba cómo sonaba la palabra “ojalá” en boca de mi madre. Siempre parecía conjurar el deseo más que potenciarlo, desactivarlo dejando en claro que eso nunca iba a ocurrir: “ojalá vayamos a Disney”. “Ojalá aparezca tu padre”. Esa tarde, el “ojalá” tuvo otra música.

 

Me acuerdo de esto ahora que hay otras carpas en otra plaza y algunas personas que no tuvieron la suerte, la gloria de tener a una mujer que les leyera cuentos en medio de la lucha, no pueden entender por qué hay mamás con niños ahí, por qué esos chicos no están en la escuela. Ojalá no les haga falta, nunca, ponerle aventura a un mate cocido en una carpa para entenderlo.

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