APACHE: LA INFANCIA EN EL MUNDO

Por: Alejandro Caravario

La producción de Netflix sobre la vida de Carlos Tévez cuenta los días del futbolista en el barrio Fuerte Apache, hasta el momento en el que inicia su carrera en Boca Juniors. La pelota como el antídoto para el infierno barrial, el abandono materno y una crianza amorosa a cargo de sus tíos, la complejidad de la vida en los márgenes, conviven en la trama dirigida por Israel Adrián Caetano y supervisada por el mismísimo “jugador del pueblo”.

En la secuencia final, la cámara subjetiva enfoca la escalinata del túnel de la Bombonera. Algo así como el corredor de la gloria. Los pasos previos a la recepción estruendosa de una hinchada que supo forjar su propio mito. Y que, dicen, hace temblar el estadio. En el plano siguiente, se ve a la estrella en ciernes, un Carlitos Tevez adolescente, ya dentro del campo de juego que pisa por primera vez, observando arrobado la lluvia de papelitos y la multitud que tiempo después le dará un lugar primordial en el santuario bostero.

 

Así concluye Apache. La vida de Carlos Tevez, reciente producción de Netflix dirigida por Israel Adrián Caetano y supervisada por el mismo biografiado, quien introduce cada uno de los ocho capítulos. Entenderá el lector que mencionar el final –algo poco recomendable tratándose de series– no entraña riesgo de aguar la fiesta porque incluso las promociones advierten que la saga narra solo la infancia de Tevez. La prehistoria del futbolista consagrado, la parte sumergida del iceberg. Vale decir que el relato finaliza –como en una carrera de relevos– en el lugar exacto en que empieza a construirse“el jugador del pueblo”.Y ese capítulo, en clave de torbellino comunicacional –como es regla en el fútbol-,  lo conocemos todos.

 

La serie cuenta los días de Tevez en el barrio Ejército de los Andes, un puñado de monoblocks destartalados en el oeste del conurbano bonaerense cuyo nombre de guerra es Fuerte Apache. Carlitos (interpretado por un púber magistral llamado Balthazar Murillo, elegido para el rol por el propio Tevez) sobrelleva el abandono de su madre biológica (Sofía Gala Castiglione) gracias al cobijo de sus tíos Segundo y Adriana (Alberto Ajaka y Vanesa González), quienes se transforman en padres putativos. Motivo por el cual Carlos renunciará al apellido que figura en su parida de nacimiento (Martínez) y tomará el que ha saturado las páginas de los diarios.

Tanto para las penurias privadas –la madre que lo ha negado, la carestía cotidiana– como para el infierno barrial, Carlitos tiene un antídoto infalible: la pelota. El fútbol lo inmuniza y espanta las tentaciones.

En derredor, un mundo espeso dirime sus asuntos –negocios con las drogas, encono entre clanes familiares– a tiro limpio. Un tinglado marginal de paredes sin revoque, acordes cumbieros, merca y birra a discreción. Un cerco sofocante, intimidatorio. Pero tanto para las penurias privadas –la madre que lo ha negado, la carestía cotidiana– como para el infierno barrial, Carlitos tiene un antídoto infalible: la pelota. El fútbol lo inmuniza y espanta las tentaciones.

 

En esa pulseada entre la inocencia imperturbable –la pureza del niño que tiene un sueño y lo persigue con tenacidad– y la degradación encarnada en las pandillas criminales hace equilibrio la historia. De hecho, la cabalgata de muertes y persecuciones que atraviesan Fuerte Apache tiene un despliegue narrativo de importancia simétrica a la vida de Carlos Tevez.

 

Es, como se espera de Caetano, una serie de acción. Y de exploración de los nichos más sórdidos –no solo pobres– de la trama social. De sus hábitos, su jerga y sus valores. Y también es, de algún modo, un relato moral en el que prevalece la cultura del trabajo y el amor, fuerzas rectoras en el hogar adoptivo que el héroe acata con obediencia ejemplar. El oasis se vuelve bastión.

 

La historia comienza con una marca emblemática de Carlos Tevez. Con su herida de origen: la quemadura. La familia en pleno llega a toda velocidad a la guardia de un hospital, luego de que el agua hervida de la pava cayera sobre el bebé. El resultado del accidente aún se percibe en el cuello del futbolista: una larga isla de piel inerte recuerda, además del descuido materno, un literal bautismo de fuego. Por algo el Tevez maduro, ya convertido en una celebridad deportiva, rechazó cada oferta de intervención estética en la zona dañada. Estética que, pensaban no solo los cirujanos, le exigía su posición. Por algo es la escena que abre el relato, la que define la fortaleza de nacimiento. Como la inmersión de Aquiles en el río Estigia, el baño que lo volvió invencible.

Es, como se espera de Caetano, una serie de acción. Y de exploración de los nichos más sórdidos –no solo pobres– de la trama social. De sus hábitos, su jerga y sus valores. Y también es, de algún modo, un relato moral en el que prevalece la cultura del trabajo y el amor.

La piel dura –a la hora de jugar al fútbol se le dirá huevos– es una herramienta de la supervivencia. Pero, en línea con la máxima guevarista, igual de importante es la ternura. El Carlitos que describe Caetano ilumina las tinieblas con su sonrisa. Y persigue el amor romántico –con la hija del empleador de su padre albañil– a una edad en que otros, casi todos, por mero impulso hormonal, buscan afanosamente asomarse a la lujuria.

 

La contrafigura de Tevez es, en la ficción, Danilo Sánchez. El mejor amigo, el fanfarrón, el que deja el fútbol por las drogas y la seducción de los fierros y termina asesinado en un ajuste de cuentas. Matías Recalt redondea una actuación tan deslumbrante que el personaje compite por ser el centro de gravedad de la historia.

 

El Tevez descarriado fue, en la realidad, Darío Coronel, alias Cabañas, por el paraguayo que brilló en Boca en los noventa. Jugó con Carlos en el baby fútbol y, según los que compartieron cancha con ellos, pintaba incluso mejor que su entrañable amigo. Llegó hasta las inferiores de Vélez pero tuvo la mala idea de empezar a robar y, peor aún, de matar a un policía. Asediado un día por la Bonaerense prefirió suicidarse antes que terminar preso o ejecutado por sus perseguidores, que se la tenían jurada.

 

Coronel, otro hijo del potrero, era un gambeteador incontenible y a la vez muy aguerrido. Un ejemplar que habrían codiciado los técnicos modernos, gente que valora la polivalencia. Cosa de chicos, al parecer Carlitos lo celaba a menudo. Porque a menudo la magia de Cabañas eclipsaba los goles de Tevez. En la serie son carne y uña, sin rispideces, aun cuando Danilo se pierde en la locura del barrio.

 

El Carlos Tevez narrado por Caetano tiene, desde siempre, una serena tolerancia al clima terrible de Fuerte Apache. Lo comprende, más que sufrirlo. El fútbol es un conjuro, el gran aliado para atenuar infortunios, y una pasión. Pero no el vehículo de la fuga. ¿Por qué habría de escapar? Cuando Boca le ofrece una casa en Barracas para que su numerosa familia viva más cómoda, no quiere mudarse. Él es de ahí, del bajo fondo de Ciudadela, y lo será siempre.

El Carlos Tevez narrado por Caetano tiene, desde siempre, una serena tolerancia al clima terrible de Fuerte Apache. Lo comprende, más que sufrirlo. El fútbol es un conjuro, el gran aliado para atenuar infortunios, y una pasión. Pero no el vehículo de la fuga.

Carlitos no solo sale indemne sino triunfante de su cuna pobre. No zafa; se forma. Pone a todos los adversarios a jugar en su equipo. Y eso que todavía es un adolescente. La versión Netflix de Tevez acaso intenta dar coherencia –sustento, arraigo– a la versátil personalidad pública –siempre exitosa– del futbolista de Boca. Como una investigación psicoanalítica con cámara al hombro.

 

Si algo destaca al Tevez real es su capacidad de adaptación. La novedad de la primera división, en un club con camiseta pesada como Boca, no fue problema para él. Los plazos de maduración se aceleraron sin crisis. No hubo inhibiciones para demostrar su talento. También se acopló con naturalidad al ruido de la farándula. Puso la cara, compartió foto y dormitorio con alguna chica del momento a modo de peaje. Luego siguió con la novia de allá lejos, que también aparece en la película y es la madre de sus hijos.

 

En el Corinthians, tanque paulista con hinchada brava, fue ídolo en tiempos en que a los argentinos todavía se los miraba torcido. Lo mismo pasó en Old Trafford: un público acostumbrado a codearse con colosos del fútbol lo adoptó entre sus preferidos. En Juventus se repitió el cuento: la rompió y fue aclamado.

 

Aunque estaba lejos de la Argentina, se recibió de “jugador del pueblo” y, para muchos, la selección nacional no estaba completa sin él. Claro que el poder también le sonreía: el carisma de Carlitos calaba profundo en las tribunas, pero el que les imponía su nombre a los entrenadores era Julio Grondona, incluso cuando su aporte no hacía ninguna diferencia. Tevez tenía en el plantel una vacante política.

 

Mantuvo firme un pie en el Fuerte y rescató amigos con la billetera del fútbol. Les financió berretines –todavía lo hace–, berretines caros. Le dio a la cofradía un lugar en la mesa de la revancha. Puede pelotear entre los monoblocks de Ciudadela y emperifollarse como un golfista sin desentonar entre la muchachada vip. Puede enamorar a la Doce y amigarse hasta la intimidad (fueron partícipes necesarios de su festichola nupcial) con Macri y Angelici. Nada menos. Dignos representantes de los verdugos de Fuerte Apache, diría hasta un observador amateur sin ánimo de chicanear.

Mantuvo firme un pie en el Fuerte y rescató amigos con la billetera del fútbol. Les financió berretines –todavía lo hace–, berretines caros. Le dio a la cofradía un lugar en la mesa de la revancha.

Más que sobreadaptado, proteico. Más que movilidad, ubicuidad social. Tevez está en todos lados a la vez. Por ahí Netflix tiene razón y su aldea lo hizo universal. Lo educó para eso.

MÁS
NOTAS

TU OPINIÓN CUENTA

Nos gustaría que nos cuentes sobre tu experiencia en el sitio y sobre todo, acerca de nuestros contenidos.




    Suscripción