BIELSA: EL LABORATORIO DE LAS UTOPÍAS

Por: Alejandro Caravario

El fútbol como forma de vida, como mandato. La filosofía de Marcelo Bielsa se convierte en dogma a partir del renacimiento del Leeds y su ascenso a la Premier League. Se afianza el “bielsismo” como “un sentimiento afectuoso”, y  crecen los motivos para enamorase del Loco. El autor de esta nota describe las razones que convirtieron al rosarino en un líder sin precedentes.

El viernes 17, los fanáticos del Leeds confluyeron en el estadio Elland Road como si fuera día de partido en tiempos normales. Los Whites no jugaban, pero acababan de lograr el ascenso a la Premier League porque había perdido su escolta en la tabla, West Bromwich, y la diferencia de puntos era ya inapelable. Los cantos graves–los fans ingleses entonan como un coro gregoriano– sonaron alrededor de la cancha en el festejo improvisado. Bendita catarsis en épocas en que el fútbol, pandemia mediante, se transformó en una ceremonia privada a la que solo es posible asomarse por televisión.

Leeds regresa de esta manera al círculo áulico luego de 16 años, durante los que atravesó un calvario deportivo –en la cuesta abajo llegó hasta la tercera categoría, la League One– y la bancarrota. El renacimiento –así lo entienden todos en esta ciudad reputada como un gran centro financiero– tiene a Marcelo Bielsa, entrenador del equipo desde 2018, como el principal responsable. El rosarino no solo reseteó la autoestima machucada del plantel, los dirigentes y los hinchas. Impuso su obsesivo profesionalismo, su idea generosa del juego, su lucidez intelectual y su rara seducción –es un líder parco, pero de un compromiso sin fisuras y de una ética invulnerable– para obtener el máximo rendimiento de un equipo al que no le sobra brillo.

Conclusión: Leeds ama a Bielsa. Pero no porque guió al equipo de regreso a Ítaca –el esplendor del hogar perdido–, lo amaron apenas llegó. Como ocurrió en Bilbao y en Marsella, también ciudades periféricas del gran show futbolístico, que el Loco elige porque le aseguran, además de un pingüe contrato, apoyo irrestricto a su proyecto. Para él no hay clubes grandes o chicos; los únicos que cuentan son aquellos que lo dejan ser. Que consienten, digámoslo así, su virtuosa anomalía. Pide libertad y devuelve prestigio (muchos lo consideran el mejor entrenador del mundo). Tal ecuación infla el pecho de los fanáticos de pago chico; se sienten a la altura del Barcelona, del Manchester United o el Bayern Munich solo porque Marcelo los elige.

Del mismo modo, el DT evita hacer distingos entre los medios según su envergadura. Discriminación habitual de todas las figuras públicas que, adaptada a nuestras pampas, se sintetizaría del siguiente modo: primero atiendo a Clarín y La Nación, los demás que hagan la fila y después vemos. Bielsa no da entrevistas exclusivas por mucho que lo soliciten las vacas sagradas del micrófono y sus poderosos empleadores. Solo acepta conferencias de prensa, donde todos los periodistas tienen el mismo derecho a preguntar hasta que se aburran.

El rosarino no solo reseteó la autoestima machucada del plantel, los dirigentes y los hinchas. Impuso su obsesivo profesionalismo, su idea generosa del juego, su lucidez intelectual y su rara seducción para obtener el máximo rendimiento de un equipo al que no le sobra brillo.

La tarde del ascenso, el público fue a buscarlo a su modesta casa en Wetherby, un pueblo en las afueras de Leeds, donde los vecinos acostumbran a verlo con el changuito en el supermercado (siempre de jogging, por supuesto) o dirigirse a pie al campo de entrenamiento. “Thank you, thank you”, fue la tímida respuesta del rosarino ante el asedio. El inglés solo lo balbucea para agradecer. El resto de su depurada elaboración discursiva, ante el periodismo o los jugadores, fluye en castellano. El traductor es un colaborador indispensable.

Una adaptación de “Bohemian Rhapsody”, la canción célebre de Queen, una estatua, retratos y pintadas callejeras. La adoración de la ciudad de Leeds tiene manifestaciones diversas y contrasta con el perfil discreto que cultiva el DT. ¿En qué consiste el embrujo de Bielsa? Los jugadores, aunque a veces lo quieren matar por la exigencia a que los somete, suelen reivindicarlo como un entrenador que los marca para siempre. Además de hacerlos sudar, el Loco los hace pensar, sacude la inercia de sus días previsibles con observaciones originales. Y no solo en el aspecto táctico. Bielsa le otorga un sentido a la profesión del futbolista que excede la ruta consabida hacia el éxito y la fama, con su reverso trágico. Es más: predica la pedagogía de la derrota. En abril del año pasado le ordenó a su equipo que se dejara meter un gol para remediar una falta de decoro deportivo. Es que el Leeds se había puesto en ventaja mientras un jugador del adversario, Aston Villa, reclamaba asistencia desde el suelo. Ese empate conspiró contra la posibilidad de ascender.

Apenas llegó al equipo inglés, para dar a conocer sumariamente sus métodos de trabajo dispuso que el plantel se dedicara a recolectar residuos en las adyacencias del estadio durante tres horas exactas. Tres horas es, según los cálculos hechos por Bielsa, el tiempo que debe trabajar un hincha promedio para pagar una entrada al estadio. Algo similar a lo que hacía Zubeldía con sus pupilos de Estudiantes de La Plata: los llevaba a la terminal de Constitución a las siete de la mañana para que vieran obreros apiñados en los trenes y comprendieran el tamaño de sus privilegios como asalariados de la pelota.

Para el Loco, el fútbol no es un oficio con ciertos horarios y responsabilidades sino una forma de vida. Un mandato, más que una pasión, que requiere entrega plena–casi un sacrificio ritual– y que de lo contrario se convierte en un fraude, una emulación sin espesor ni trascendencia. El fútbol es cosa seria, piensa Marcelo, y su lugar neurálgico es el laboratorio, es decir el predio de entrenamiento. Bielsa priorizó las refacciones de Thorp Arch, el complejo donde practica Leeds, para asegurar la preparación milimétrica de los partidos. Instaló camas para que los jugadores descansen en medio de las jornadas de doble turno y montó áreas de esparcimiento, con pileta incluida. Acondicionó además un cuarto con cocina para sus largos desvelos en los que analiza videos de futuros rivales, sopesa información estadística de sus propios dirigidos y, sobre todo, fomenta su leyenda de ermitaño en busca de la piedra filosofal, la manija de la pelota.

Cuando decidió meter la mano en el bolsillo para ayudar a Newell’s Old Boys, cuya cancha lleva su nombre, no lo hizo para comprar a alguna estrella sino para construir una concentración de lujo. Puso dos millones de dólares. La fortaleza en la que se ensaya y se diseña la estrategia es, para Bielsa, donde se gana la batalla.

Conocí a Bielsa a comienzos de los noventa, en Chile, donde Newell’s viajó para jugar por la Copa Libertadores ante Coquimbo Unido. Yo estaba allí enviado por Clarín a cubrir el partido. El DT había comenzado a ganar cierto renombre gracias al campeonato obtenido un año antes luego de una final con Boca, pero su ideario y su singularidad a contracorriente eran todavía desconocidos. En una charla privada, café mediante y sin grabador a la vista, se explayó sobre los momentos psicológicos de los equipos cuando se produce un gol. Qué pasa con el que lo mete, cómo reacciona el que lo padece. La lectura emocional, me di cuenta, formaba parte del heterogéneo dispositivo con el que, según Bielsa, debía abordarse la conducción de un equipo y los planes para un juego.

Bielsa le otorga un sentido a la profesión del futbolista que excede la ruta consabida hacia el éxito y la fama, con su reverso trágico. Es más: predica la pedagogía de la derrota.

Acto seguido, me explicó las cinco variantes defensivas que, según él, ponía en práctica el mediocampo del Milan que había conducido Arrigo Sacchi hasta 1991. Para Bielsa se trataba de cinco módulos previstos por el entrenador, de un libreto minucioso, y no de movimientos aleatorios del equipo, cambios de posición forzados por la propia dinámica del juego. Esbozó así, entusiasmado y didáctico, su noción rectora del control absoluto. Pero más que como programa o definición de principios, como utopía.

Bielsa aspira a sepultar el azar, se resiste a que las circunstancias fortuitas –o la improvisación de atletas inspirados– tengan mayor peso que la planificación celosa. Creo que, en el fondo, le parece una injusticia. Y trabaja para que la disección del fútbol en cada uno de sus aspectos reduzca al mínimo el margen de error. El margen de subordinación al curso errático de una pelota y al ánimo de los jugadores.

No lo ha logrado todavía. Pero se sabe que las utopías apenas trazan una dirección, no representan un destino. Por lo pronto, Bielsa logra que sus equipos lo interpreten como el mejor psicoanalista. Que hablen por él. Todos apelan a la presión constante, el frenesí ofensivo, el despliegue por las bandas. Con eso tal vez se da por satisfecho, pues los resultados le interesan menos que los procedimientos. El tipo no negocia su deseo.

Este ascenso con el Leeds se produce después de 16 años del último título de Bielsa, la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Atenas. Pero se equivoca Bilardo cuando sostiene que de los que salen segundos nadie se acuerda. Sin ganar campeonatos y exiliado por propia voluntad en el ascenso inglés, la valoración de Bielsa no hizo más que aumentar en estos años. El DT tiene hinchas en todas partes. Y el bielsismo es un sentimiento afectuoso, una camiseta, no una filiación teórica como, supongamos, el menottismo. La gente se enamora del Loco. De su integridad, de su valentía, de esa torpeza social que lo hace entrañable, de sus perífrasis impensadas en la jerga minúscula del fútbol. Y si a Bielsa le va bien, son muchos los que sienten que el mundo es un poco mejor. Yo soy uno de ellos.

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