COVID 19 Y POLÍTICAS LABORALES EN AMÉRICA LATINA

Por: Cecilia Anigstein y Natalia Carrau

Las medidas de distanciamiento asociadas con la pandemia tienen un impacto desproporcionado sobre lxs trabajadorxs de América Latina. Los gobiernos responden con variadas acciones de salvataje, pero las grandes empresas y transnacionales reaccionan con sus reflejos habituales y exponen la debilidad de las estructuras estatales. Argentina se distingue por un sentido protectorio del trabajo, sin embargo, la realidad con su dramatismo desborda su decisión política. Fotos: Gala Abramovich.

El debate sobre la postpandemia tiene como punto de partida el convencimiento casi generalizado acerca de la imposibilidad de un retorno a la normalidad. Queremos colocar una pregunta más inmediata y realista: ¿Las políticas con carácter excepcional que se están aplicando vía decretos presidenciales en la mayoría de los países de la región podrían normalizarse? En otras palabras, cuando el Covid 19 pase ¿cuánto de lo resuelto en cuarentena quedará?

En un informe de situación con fecha 29 de abril, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) revela que el 68% de la fuerza de trabajo mundial vive en países que han previsto el cierre obligatorio o recomendado de los lugares de trabajo. En el corto plazo, ¡alerta!, las medidas de confinamiento y distanciamiento asociadas con la crisis del Covid 19 están teniendo un impacto desproporcionado sobre los trabajadores y trabajadoras de la economía informal, y aquellxs que trabajan por su propia cuenta. Estos sectores están expuestos a un elevado riesgo de insolvencia. Traducido al sentido común, están sufriendo o a punto de sufrir hambruna. Un contingente humano de 389 millones en todo el mundo.

Estamos experimentando una profunda reforma laboral por la vía de los hechos. Las normativas parecen correr por detrás para regular lo que se impone “por razones de fuerza mayor”.

La cuarentena clausura casi por completo la posibilidad de llevar adelante medidas de fuerza como huelgas o movilizaciones. Las instancias de negociación tripartita escasean o se crean como puestas en escena. Los esfuerzos se concentran, en el mejor de los casos, en sostener ingresos a trabajadores suspendidos, evitar despidos o garantizar medidas de protección sanitaria para los trabajadores/as esenciales.

Estamos experimentando una profunda reforma laboral por la vía de los hechos. Las normativas parecen correr por detrás para regular lo que se impone “por razones de fuerza mayor”.

En lo concerniente a políticas sociolaborales, los gobiernos responden invariablemente en tres frentes. En primer lugar, el sector productivo esencial y/o afectado parcial o totalmente por la suspensión de actividades, donde prevalecen los empleos formales. En segundo lugar, el sector informal y precario pauperizado que concentra a los beneficiarios de las políticas de combate a la pobreza. Y, en tercer lugar, el sector de los servicios asociado con los denominados empleos de cuello blanco, donde están sobre representadas las inserciones y vínculos laborales precarios, reconvertidos a la modalidad del teletrabajo en el marco de la emergencia.

Medidas e impactos en el sector productivo formal

La crisis actual puso en evidencia la debilidad de las estructuras estatales de los países de la región. Expuso brutalmente que las empresas transnacionales constituyen un factor de poder en la estructura social con una enorme capacidad para resistir los intentos de control soberano por parte de los Estados. Desnudó como nunca que la “normalidad” de la clase trabajadora en América Latina y el Caribe es consecuencia de una desregulación extrema de las relaciones laborales que explica por qué quienes viven de su trabajo tienen como destino obligado la precariedad y la informalidad.

Cuando examinamos las medidas gubernamentales para el sector productivo formal en América Latina, lo primero que sobresale es la extensa batería de acciones orientadas al salvataje de empresas (pymes en general, pero no únicamente) por la vía de moratorias, créditos, exenciones fiscales.

Vemos en todos los países organizaciones que nuclean empresarios formular planes, conformar comités de emergencia, abrirse espacios vía cabildeo y reclamar intervención estatal.

La crisis desnudó como nunca que la “normalidad” de la clase trabajadora en América Latina y el Caribe es consecuencia de una desregulación extrema de las relaciones laborales que explica por qué quienes viven de su trabajo tienen como destino obligado la precariedad y la informalidad.

La Unión Industrial Argentina (UIA) promovió un ambicioso acuerdo salarial con la mayor central sindical del país que supone un recorte del 25% en todas las actividades afectadas por suspensiones. Al mismo tiempo, obtuvo un salvataje colosal por parte del Estado que asumió el pago del 50% de los salarios del personal para empresas de cualquier tamaño, rama de actividad y nivel de facturación. Como afirmó el presidente Alberto Fernández en una entrevista radial, los empresarios están pagando apenas el 25% de los salarios de sus planteles.

La Confederación de Empresarios Privados de Bolivia (CEPB) se reunió con el gobierno para coordinar medidas y presentó un pliego de reclamos sectoriales que incluyen el pedido de congelar el salario mínimo nacional. En Bolivia el dialogo social es una mesa para dos: la dictadura y el capital.

Las medidas que se dirigen a las pequeñas y medianas empresas (PyMEs) se enfocan en la flexibilización de vencimientos de créditos adquiridos, rebajas en las tasas de interés, opciones de financiamiento blandas, prórroga en los pagos de obligaciones impositivas y de la seguridad social. Las transferencias de recursos financieros para atender la debacle económica en muchos países provienen de préstamos de instituciones financieras internacionales. Es decir, suponen endeudamiento público. Cuánto de este nuevo endeudamiento contribuirá efectivamente a atender a las PyMEs es una pregunta abierta. En El Salvador, el FMI aprobó a mediados de abril un Instrumento de Financiamiento Rápido de 389 millones de dólares, luego de más de tres décadas de no otorgar ningún fondo a ese país. Inmediatamente comenzaron las presiones del FMI para promover una reforma de Estado en ese país. ¿De dónde provienen los recursos? ¿Para financiar a qué tipo de políticas?

Otro paquete de medidas comunes a casi todos los países del continente se orienta a modificaciones aparentemente transitorias de los regímenes de licencias y suspensiones, algunas medidas para atender la salud y seguridad en el trabajo, ampliaciones en los seguros de desempleo, recortes a los salarios para “preservar los empleos” amparados en legislación vigente o sancionada con urgencia. Con la excusa de atender la emergencia sanitaria, los gobiernos de derecha dictan normas e implementan medidas que atacan directamente los institutos colectivos históricos del trabajo: la negociación colectiva, el salario mínimo, la jornada laboral de 8 horas.

Ciertamente, en lo que se refiere a las políticas de protección del empleo, Argentina aparece como un oasis en un desierto. Es además el único país en declarar al Covid 19 como enfermedad laboral, prohibir activamente los despidos por causales de falta o disminución de trabajo, fuerza mayor o suspensión de actividad y otorgar licencias por cuidados al personal con hijos a cargo y personas de riesgo afectadas a tareas esenciales tanto en el sector público como en el privado. Mientras tanto, el Covid 19 se reconoce como causa justa de despido en Guatemala, Paraguay y Perú, y como pretexto para ingentes reducciones salariales o para imponer condiciones de manera individualizada a las y los trabajadores en Chile y Brasil.

Con la excusa de atender la emergencia sanitaria, los gobiernos de derecha dictan normas e implementan medidas que atacan directamente los institutos colectivos históricos del trabajo: la negociación colectiva, el salario mínimo, la jornada laboral de 8 horas.

Perú, uno de los países más afectados por la pandemia con epicentro en Lima puso en vigor mediante un decreto presidencial del 13 de abril la “suspensión perfecta de labores” que autoriza a las empresas que se declaren en esa situación a realizar despidos masivos. Organismos oficiales calculan que la pérdida de empleos ya afecta a la tercera parte de la población activa del país. En lugar de indemnizaciones, los trabajadores son autorizados a utilizar los fondos acumulados individualmente en las cuentas por Compensación de Tiempo de Servicio. Un fondo por paro personal. Por doquier se encuentran estos mecanismos individualizantes en las legislaciones laborales nacionales de los países que han atravesado las primeras dos décadas del siglo bajo gobiernos neoliberales.

La principal central sindical del país, la CGTP convocó un cacerolazo el 23 de abril para exigir la derogación de la suspensión perfecta de labores, por ser un decreto a medida de la Confederación Nacional de Instituciones Empresariales Privadas (COFIEP). En conjunto con otras organizaciones populares exigen un bono universal de 1000 soles y que el Estado asuma el pago de la electricidad, el agua y la telefonía de todos los ciudadanos en situación de vulnerabilidad. El gobierno respondió con un bono solidario de 760 soles. Mientras tanto, el país asiste a un dramático éxodo de miles de trabajadores y trabajadoras en condiciones de informalidad. Ganarse la vida día a día en Lima ya no es posible. Alrededor de 170 mil personas se inscribieron en padrones de gobiernos locales para solicitar ayuda para salir de las ciudades y regresar a sus comunidades de origen. Familias completas con valijas caminan por las rutas de Lima, y en las terminales de micros de larga distancia se montaron campamentos. El riesgo es la propagación del virus en zonas rurales, detalla un artículo del New York Times del 30 de abril. Inversamente, la diáspora venezolana está retornando de a miles a su patria, uno de los pocos países que está logrando controlar la propagación del virus en la región.

En Brasil, el gobierno de Bolsonaro aprobó en materia laboral la Medida Provisoria 936 que habilitó la reducción del salario a cambio de la estabilidad –nunca garantizada- del empleo, por acuerdo entre trabajador/a-empleador pasando por alto el marco de la negociación colectiva. Más de un millón de trabajadores/as ya firmó este tipo de contratos.

En Chile se aprobó una ley de falsa protección al empleo que habilitó a las empresas a suspender el pago del salario a trabajadores/as durante el periodo de crisis. La ley -tendemos a pensar que de forma deliberada- no diferenció entre tamaño de empresas. Empresas transnacionales del sector alimentario de gran renombre como Starbucks o Burger King se acogieron a esa normativa y “protegieron” a sus trabajadorxs suspendiendo el contrato de aproximadamente 4 mil de ellos. El gobierno de Piñera ofreció una norma a la medida del capital transnacional. El sindicato de trabajadores/as de Starbucks subrayaba con la siguiente afirmación la hipocresía de la empresa: “El precio del café más barato de Starbucks es más alto que lo que recibe un trabajador/a de la empresa por una hora de trabajo”.

El sector informal, fiduciario de fondos contra el hambre

También observamos políticas focalizadas y medidas de refuerzo (ambas insuficientes), de transferencias monetarias y/o asistencia alimentaria a los estratos del mercado de trabajo asociados con la economía informal, los más pauperizados.

No es novedad para casi nadie que el denominado sector informal (el trabajo sin derechos ni acceso a la seguridad social, precario e inestable) es el principal problema del trabajo en el siglo XXI. Lo ponemos en datos de algunos países hermanos: Bolivia 71,6%, Perú 64,6%, Brasil 45%, Argentina 40,2%, Paraguay 61,7%, Uruguay 36,6%, Chile 33% (fuente OIT 2019). Podría afirmarse que este extenso y heterogéneo continente laboral constituye el estrato más dinámico del mercado de trabajo, más de la mitad de la fuerza laboral de América Latina y Caribe, 140 millones de trabajadoras y trabajadores. En efecto, durante la última década se registra a nivel regional una disminución del peso del sector asalariado en favor de categorías ocupacionales por cuenta propia no profesionales e informales. En paralelo, crece el peso de los servicios y el comercio, en detrimento de las actividades industriales y agrícolas. Entre 2012 y 2017 las únicas actividades que experimentaron una expansión en el empleo son los servicios comunales, sociales y personales y el comercio.

No es novedad para casi nadie que el denominado sector informal (el trabajo sin derechos ni acceso a la seguridad social, precario e inestable) es el principal problema del trabajo en el siglo XXI.

Trabajadores/as sin derechos, pero fundamentalmente trabajadores sin sindicato, o al menos sin sindicatos conformados institucionalmente y reconocidos como interlocutores frente a Estados y empresas. De ahí surgen dos hechos objetivos que tampoco son ninguna novedad: las políticas laborales tradicionales no alcanzan al sector mayoritario del mercado de trabajo, y además los sindicatos no los representan. Por eso, para analizar las políticas sociolaborales en nuestros países no alcanza con observar aquellas destinadas al mundo formal del trabajo, con relaciones de dependencia más o menos transparentes. Es ineludible prestar atención a las medidas destinadas a combatir el hambre y pobreza, que alcanzan fundamentalmente a los sectores excluidos de los institutos protectores del empleo. Para ellos y ellas la cuarentena obligatoria, el alcohol en gel, el distanciamiento social y el #QuedateEnCasa representa simple y llanamente el hambre y la miseria, tener que elegir entre enfermar o comer. En algunos países las transferencias monetarias se combinan con distribución de alimentos, garantía de servicios básicos y/o prohibición de corte de suministro por falta de pago y más excepcionalmente control de precios de alimentos y productos de higiene.

La principal tendencia en cuanto a medidas para atender a trabajadores/as en condiciones de informalidad es, para decirlo sin rodeos, la no existencia de medidas. Lo que sí hay que recalcar es que en todos los países sin excepción se han dispuesto mecanismos de transferencias monetarias o de alimentos a la población más afectada económicamente por la pandemia.

En su mayoría los Estados se limitan a reforzar la transferencia de ingresos utilizando como vehículo los programas de transferencias de ingresos ya existentes o generando nuevos instrumentos que funcionan como prótesis o complementos de éstos. La ayuda a los sectores más vulnerables en países con gobiernos de derecha está desembarcando, paradójicamente, a través de las políticas distributivas heredadas del ciclo de gobiernos de izquierda y progresistas en el continente. La institucionalidad de protección social que ya estaba instalada desde el 2003/2005 facilita la detección de los hogares donde se concentran las trabajadoras y trabajadores desempleados, en condiciones de informalidad o que trabajan por su cuenta.  Tal es el caso de Bolivia, que implementó el Bono Familia que consta de 500 bolivianos por hijo en edad escolar y el plan Canasta Familiar Gratuita, un monto de 400 bolivianos dirigido a los adultos mayores que reciben la Renta Dignidad, a las madres que reciben el bono Juana Azurduy y a personas con discapacidad.

Para los sectores excluidos de los institutos protectores del empleo, la cuarentena obligatoria, el alcohol en gel, el distanciamiento social y el #QuedateEnCasa representa simple y llanamente el hambre y la miseria, tener que elegir entre enfermar o comer.

Brasil dispuso una renta de emergencia destinada a trabajadores en la informalidad, microemprendimientos, autónomos y desempleados, de 600 reales por tres meses, Chile implementó un Bono de Emergencia para trabajadores en condiciones de informalidad y la Ley de Ingreso Mínimo Garantizado, Paraguay estableció el Subsidio para Trabajadores Informales, que consiste en el 25% del salario mínimo y puede ser concedido hasta dos veces a cada trabajador, Uruguay amplió la cobertura del seguro por desempleo y reforzó los programas Uruguay Social y Plan de Equidad, e introdujo la Canasta de Emergencia Alimentaria. Argentina aplicó bonos extraordinarios para la AUH y jubilados, el refuerzo del programa Tarjeta Alimentar y el Ingreso familiar de Emergencia (IFE) consistente en 10 mil pesos para desocupados, trabajadores en condiciones de informalidad, trabajadoras domésticas y monotributistas de las categorías inferiores. Finalmente, Argentina se destaca además por combinar las medidas de transferencia de ingresos con una política de fijación de precios máximos, que ha tenido de todos modos escaso éxito.[vc_column][vc_single_image image=»4057″ img_size=»large»]

La obligatoriedad del teletrabajo

Por último, uno de los emergentes más llamativos es la habilitación y promoción compulsiva de formas de teletrabajo, también denominado trabajo remoto, desde el hogar, sin ningún tipo de regulación vinculada con el cumplimiento de la jornada laboral, sin ninguna consideración seria relativa a la amplitud y calidad de la conectividad en la mayoría de los hogares de la región, ni del equipamiento y capacitación imprescindibles para llevar adelante las tareas bajo esta modalidad. Brasil, Chile, Colombia, Argentina, Uruguay, Paraguay, Perú, entre otros países, hacen parte de un experimento social sin precedentes y de carácter global. Es habilitado de forma predominante vía decretos presidenciales pero además está tomando forma a partir de nuevas leyes que comienzan a ser debatidas en los parlamentos. No hay que perder de vista que los trabajadores y trabajadoras afectados al teletrabajo (del sector público o privado), son, en su mayoría, asalariados y asalariados formales calificados.

Afirmar que las medidas para hacer frente a la pandemia provocaron una crisis del empleo es falso. Esa crisis estaba en pleno desarrollo durante la última década post 2008, pero la pandemia abre una gran oportunidad a las élites económicas para poner a prueba e imponer sus nuevas herramientas de disciplinamiento social y laboral.

El denominador común es avasallamiento de los derechos adquiridos y de toda regulación protectora del trabajo. En los peores casos, como por ejemplo en Brasil, son aplicadas unilateralmente por voluntad de los empleadores a trabajadores individuales, sin ninguna mediación colectiva. El caso de Chile es paradigmático: bajo el rótulo de derecho a la desconexión el gobierno pretende enmascarar que el límite a la jornada laboral en la ley puede levantarse por acuerdos individuales entre el empleador y el trabajador/a.

En definitiva, afirmar que las medidas para hacer frente a la pandemia provocaron una crisis del empleo es falso. Esa crisis estaba en pleno desarrollo durante la última década post 2008. Pinceladas gruesas de la nueva narrativa hegemónica del futuro del trabajo las encontramos en los documentos conmemorativos del centenario de la OIT de 2018 que hablan de personas, ya no de trabajadores, de derecho a desconexión y soberanía sobre el tiempo, en lugar de jornada laboral, que defienden más el diálogo social que la negociación colectiva. La pandemia abrió una gran oportunidad a las élites económicas para poner a prueba e imponer sus nuevas herramientas de disciplinamiento social y laboral.

Frente a una ofensiva global, la respuesta de los pueblos exige sin duda una estrategia programática que combine organización y acción internacionalista con una articulación sociopolítica entre los sindicatos institucionalizados y el conjunto de movimientos que nuclean y expresan desde el feminismo, la agricultura de subsistencia y la economía popular, a la mayoría de la clase trabajadora. Un esfuerzo en esa dirección se viene realizando desde la Confederación Sindical de Trabajadoras y Trabajadores de las Américas (CSA). En estos circula un documento que contiene y sintetiza las principales propuestas de las organizaciones sindicales para hacer frente a la pandemia.

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