EL ENTE

Por: Luciana Strauss

Un fragmento de la novela publicada por Alto Pogo Editora. Ilustración de Analía Bruckner.

Mientras come unas empanadas frente a la pantalla, Laura repasa el convenio colectivo de trabajo. Marca con resaltador amarillo el artículo que se sabe de memoria, el que dice que con título universitario corresponde que el “agente” sea una categoría B. Ya lloró, pataleó, pero nadie le dio bola. Dos años desde que entró a trabajar en el Ente, y todavía sigue siendo la nueva. Está en planta permanente, pero no le alcanza, quiere lo que se merece por tantos años de estudio. Mira los mails, abre uno que lleva como asunto “El Ente despide a Oscar Quintana”. Pispea la hora en el celular: está empezando. ¿Por qué no le avisaron de este tipo que se jubila? ¿Y la guita que se va a liberar a quién va ir? Se suena los nudillos. Y ella que pensaba que estos se habían ido a almorzar. Seguro Rolly y Carla andan en algo y a ella la dejan afuera. ¿Habrá plata para alguien de la oficina? La tienen que recategorizar. Basta, ¡se acabó! Y con este pensamiento apaga la computadora, sale de la oficina y va para la ceremonia.

 

Laura se sienta en las gradas del fondo de una sala llena. Lejos del tumulto. Primero mejor tener una vista panorámica de todo el espacio para identificar el foco de la rosca. Un tipo se le sienta al lado. No le gusta. Se levanta y se va a la otra punta. Saca la libreta, empieza a anotar.

 

“Izquierda —> grupo de hombres apoyados contra la pared”; “tatuajes en los brazos (elefante buda?)”, “compañeros de Oscar de Mantenimiento?”.

 

Algo de esto tiene que servir para un artículo o al menos una ponencia, piensa Laura y sigue anotando. Justo enfrente de ella cruza un carrito y la distrae. Lleva Coca Cola, Paso de los Toros y Sprite en la bandeja de abajo. En la de arriba, sanguchitos de miga se agrupan en bloques compactos, forman monoblocs.

 

Vuelve a escribir: “Señoras —> primeras filas”; “Camisas señoras —> azules y negras, holgadas (parece velorio más que despedida)”; “Ojos —> sombras celestes, párpados (parecen cansados)”; “Labios con rouge (pasado de moda?)”.

 

Ansiosa, Laura se aproxima a las señoras. Camina veloz hacia el grupo. Seguro que las viejas saben algo, piensa. Tropieza con el carrito de bebidas. Torpe y observada, decide rápidamente agarrar la botella de Sprite y servirse un vaso entero. Burbujas estallan y rebotan ásperas en los anillos de su garganta. Vuelve a tomar confianza, no puede desperdiciar la oportunidad de enterarse. Se traslada a un metro de la escena. Ahí se para y se instala. La ubicación le permite observar las caras, los gestos y hasta escuchar las conversaciones. Nadie habla de la guita que se libera de la jubilación de Oscar, capaz porque se dieron cuenta de que ella está ahí.

 

–Yo viví muchas despedidas, ¿te acordás de Irene, de Alfredo, de Luis? Pufff, no me alcanzan los dedos de las manos para contar. En todas lloré. –La mujer se quiebra. Una mano vecina le acerca un pañuelo–. No, gracias, tengo –responde moqueando mientras saca un paquete de su cartera. Se suena la nariz tres veces seguidas. Débil, el último soplido se diluye hasta fusionarse con los murmullos del resto del grupo.

 

Laura se adelanta dos pasos. Quiere captar los primeros planos de las mujeres. Se tilda y piensa: ¿Cómo terminarán el día estas señoras? ¿Escucharán algún tema de Sandro? ¿Les contarán del evento a sus maridos? ¿Pensarán en Oscar antes de irse a dormir? ¿Seguirán llorando en la cama?

 

Por un instante fantasea con seguir a alguna de ellas durante todo un día y registrar cada una de sus acciones. ¿A quién elegiría? Posiblemente a la pelirroja de la izquierda que lleva en la mano un gamulán azul. Recuerda que la incluyó en el diagrama de parentesco: es prima de la secretaria privada del Departamento Contable y exmujer de Aníbal, jefe de Despacho y Ceremonial, con quien tuvo dos hijos; la hija trabaja de recepcionista en Mesa de Entradas; y el hijo, ciego de nacimiento, entró hace dos años a vender comida en uno de los puestitos del Ente. Le contaron que su ingreso respondió a una presión de Nación para que se aumentaran las contrataciones a discapacitados, ya que se estaba muy lejos del cuatro por ciento que establece la ley. Todo muy lindo para la ponencia, piensa, pero nada de esto le sirve para conseguir que le den el escalafón profesional y que la recategoricen.

 

Una voz aguda la obliga a regresar a la escena. Siguen con lo mismo:

–Mirá esta foto, che, ¿te acordás, Beatriz? Cómo pasa el tiempo. Hace diez años, en el bingo de fin de año. Uy, ahí al fondo está Ramón. Fue justo un año antes del accidente.

 

Sin darse cuenta, se encuentra en plena ronda de mujeres estirando el torso hacia adelante para alcanzar a divisar la foto del bingo. Apenas toma conciencia de su intrusión en el grupo, se propone asimilarse lo más posible. Saca un gancho de su morral. Se recoge el pelo y pregunta:

–¿Alguna quiere que le traiga algo para tomar? Sprite, Coca, Paso de los toros. ¿Algún sanguchito? Parece que esta vez los compraron en la panadería Montecastro, la buena.

 

Como piezas de dominó que caen unas sobre otras, los rostros de las señoras van girando uno a uno en dirección a Laura. Mejor buscar a sus compañeros de oficina. Al fin y al cabo, ese era su grupo de pertenencia en el Ente. No le queda otra que aceptarlo. Así son las cosas. Qué es eso de andar haciendo el ridículo entre señoras de más de cincuenta. Y además qué saben estas viejas de economías que se liberan. Nada. Seguro que si hay algo no va para ellas.

 

Acomoda el morral, se da media vuelta y camina hacia el lado izquierdo del salón. Pero, pasado tan poco tiempo de su acto de torpeza, decide volver a su rol de observadora, y no ser participante esta vez. Ahí, rodeando la mesa, están Rolly, Chelo y Carla. Discuten acaloradamente. Laura se da cuenta de que la ven. No llegó a escuchar nada. Cambian de tema:

–Pasame uno de crudo y queso, y un vaso de Sprite –indica Rolly al compañero más próximo.

 

Chelo agarra la botella, la vierte sobre el vaso de plástico, estira el brazo hasta alcanzar el sánguche y exclama:

–¡Ah, pero mirá qué bien!, ¡nos vamos para arriba!, ¡pasamos de la mortadela al crudo! Después los gorilas dicen que no hay movilidad social, que a la gente le va mal. Acá tenés, la fiesta peronista a todo trapo.

 

Carla, flequillo stone, minifalda que le ajusta las nalgas como embutidos, zapatillas Topper blancas, grita:

–¡Manga de nabos!, ¡si fuera peronista habría chori! Muchachada, ¿para cuándo inauguramos la parri de la terraza?

–Nena, guarda, ¡bajá el tono! Está lleno de ratis acá –advierte Rolly y mordisquea el sánguche.

 

De repente, cámaras fotográficas y teléfonos celulares se elevan. En medio del tumulto asoma Oscar. Canoso, ojos achinados y piel morena, el hombre más antiguo de la institución, se dirige pausado y lento a la mesa de ceremonias. Ahí lo acompañan sus compañeros de Mantenimiento y, a un costado, el presidente del Ente se acomoda la solapa del saco.

 

Las averiguaciones que hizo Laura antes del evento le permitieron trazar un perfil del trabajador: 35 años en el Ente; 10 mudanzas; 7 recategorizaciones –las máximas posibles–; amigo y enemigo de radichetas y peronchos; todas las veces que le ofrecieron presentarse como candidato a delegado de la interna no aceptó: cuidar de sus pichones de Mantenimiento ya era suficiente; conocedor sobre la ubicación de todas las llaves maestras, los problemas de la cañería antigua del edificio, las posibles filtraciones, los desperfectos de los ascensores, los trucos de las instalaciones eléctricas.

 

El presidente toma la palabra y empieza la ceremonia:

–Hay muchos trabajadores que se están jubilando… Pero como Oscar… En pocos días empieza el invierno y habrá que prender la caldera. Oscar no va a estar, sin dudas nos vamos a acordar de él. –Un señor alto y flaco deposita un paquete rectangular sobre la mesa de ceremonias y le hace una seña al presidente–. Desde el Ente hacemos entrega, en su honor, de este humilde obsequio.

 

Aplausos. Acosado por flashes y miradas, Oscar se acerca a la máxima autoridad del Ente, lo abraza cálido y recibe el regalo. Lo abre y muestra al público: con un marco gigante, el retrato de 31 Oscar apoyado en la caldera junto con siete compañeros. En la parte inferior de la foto dice grande y en letra cursiva: ¡Te vamos a extrañar!

 

El presidente agarra el micrófono, cuando empieza a hablar tropieza con el cable. Se corta el sonido. Silbidos. Laura aprovecha la interrupción y el desconcierto para volver a tomar nota. Es complicado. Está parada, con el bloc apoyado en la rodilla, haciendo equilibrio. Se olvida de la recategorización, piensa que es un momento maravilloso, memorable. Por suerte se acerca un técnico de Mantenimiento y arregla el desperfecto.

 

El presidente le da la palabra a un compañero de Oscar:

–Oscar me salvó. A una semana de entrar a trabajar, se rompió un caño. Yo no sabía qué hacer, no sabía nada. Él me enseñó todo. En ningún curso aprendí tanto como con Oscar. Es un padre para nosotros. La vida afuera es muy difícil… y acá adentro nos sentimos contenidos.

 

Laura se emociona y anota: Afuera vs. adentro. Contención. VER.

Se obliga a volver a la escena. Se dijo mil veces que no debía desconcentrarse tanto. ¿Para qué las clases de yoga, si no? Aquí y ahora, aquí y ahora, aquí y ahora… Una respiración profunda y ya está de vuelta. Su mirada se dirige al grupo de mujeres a las que, avergonzada, había abandonado.

 

Las señoras, que hace unos minutos cortaron el llanto, forman una hilera y escuchan, ahora abrazadas. La pelirroja se para sobre las gradas para fotografiar la escena. Le cuesta encontrar el ángulo. El médico, uniforme blanco y estetoscopio colgando, parado atrás, se inquieta y toca la espalda de la señora. Le pide que se baje.

 

Laura se aguanta. No quiere llorar. Esto no está bien, piensa. Pero no lo puede controlar, sus ojos se humedecen. Le brillan las retinas y, sin quererlo, una lágrima se desliza suave sobre la mejilla.

 

Los compañeros de Mantenimiento le entregan el micrófono a Oscar. Silencio en la sala. Vuelven a elevarse las cámaras fotográficas y los celulares.

–Gracias, muchas gracias. Esto es una casa para mí. Los voy a extrañar. Voy a visitarlos seguido.

 

Sus compañeros lo abrazan y le dan palmadas en la espalda. Después posan para la foto.

Laura resiste el llanto y escribe: “Oscar —> emocionado, no llora”.

 

¿Le habrán enseñado que llorar no es de machos?, piensa Laura. ¿Cuántos hijos tendrá? Sabe que uno de ellos había entrado el año pasado al Ente, pero seguramente tenía varios más. Uf, le faltan muchos datos de Oscar. Tiene que entrevistarlo antes de que se vaya. Fundamental. Y además, quizá, una vez que lo haga entrar en confianza él le cuente algo. Y así mata dos pájaros de un tiro.

 

Se acerca a la mesa de ceremonias. Entre tanto revuelo, nadie se da cuenta de que está ahí. Apoya el bloc y anota: “Cola para saludar a Oscar. Señoras adelante. Ansiosas —> cámaras preparadas. Delegado se va sin saludar”. Le hace un círculo a la frase con una lapicera roja. No sabe si conviene quedarse y hacer la cola. Tendría que saludarlo, agradecerle y sacarse una foto. Así después no se olvida de ella para la entrevista.

 

Lenta y conmovida, camina hacia la cola. Busca el final y se frena. Hay quince personas adelante de ella. Primero las señoras, cholulas y deseosas de protagonismo; después los compañeros de Oscar de Mantenimiento, robustos y corporativos; después Laura, sola.

 

Deja de anotar. Se fusiona con el ambiente y su gente. Llega su turno. Mira fijo y profundo a Oscar. Le parece tierno y fuerte. El barullo no la distrae, es solo música de fondo. Él, embriagado de flashes y abrazos, la observa con extrañeza. Frunce el ceño y Laura teme que le pregunte quién es ella. No sucedió. Si bien parece no haberla reconocido, Oscar la recibe en sus brazos y la envuelve. Ella levita y siente que vuelan juntos por el salón, abrazados.

 

–Nena, dale, largá al viejo que hay cola atrás –la apura Rolly con una palmada en la espalda.

Laura se sobresalta. Pesada, separa su cuerpo del de Oscar. Él, en un gesto de ternura, le dice:

–Vení, nena, que este sátrapa nos saque una foto así se deja de joder.

–Este viejo no la corta ni el día de la despedida… –masculla Rolly mientras agarra la cámara–. Linda, mové la Paso de los Toros que te está tapando.

 

Laura y Oscar se abrazan, miran al frente y sonríen. Rolly aprieta el botón de la cámara.

Laura mira atrás, ya casi no queda nadie en la sala. Va al baño y anota: Hablar con Oscar y jefe de Mantenimiento, ver con quiénes rosquearon; Rolly y Carla andan en algo.

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