EL SECRETO DE LOS OJOS ABIERTOS

Por: Mariano Schuster

Manuel Fernández Fernández, jugador de fútbol de la década del 40, estrella del club preferido del franquismo, el Real Madrid, encontró en la lectura a escondidas la libertad que el régimen negaba a los españoles. Nacido en una familia comunista obligada a varias huidas durante la guerra civil, Pahiño descubrió en la literatura y en la pelota la combinación de verdad y belleza de la que su circunstancia histórica lo había privado.

El poeta argentino Mario Trejo podía ser un verdadero demonio. Formaba parte de una generación de escritores de vanguardia acostumbrada a la genialidad y la polémica. Esa que, en los años cincuenta, deliró a la ciudad desde las revistas Letra y Línea y Poesía Buenos Aires, y que, en los diez años siguientes, enloqueció desde el Instituto Di Tella. Fue la generación del LSD: Libros, Sexo y Drogas. Fue la generación de escritores de la talla de Paco Urondo y Alberto Vanasco, de Edgar Bayley y Raúl Gustavo Aguirre. Fue una generación que se ganó su propia impunidad. Trejo lo sabía. Y la ejercía.

 

Había sido de izquierda (Premio Casa de las Américas en Cuba y periodista en el Chile de Salvador Allende) pero incordiaba con opiniones de derecha. En la pared de su casa tenía una bandera de Estados Unidos y una foto en pelotas de Sharon Stone. A veces contaba sus anécdotas con el Che Guevara, Rodolfo Walsh o Bernardo Bertolucci, delante de aquella insignia americana. Y, cuando alguien osaba criticarlo, él respondía con una defensa encarnizada de Estados Unidos. No estaba loco.

 

En sus momentos de mayor inspiración, Trejo (que tenía un humor de cascarrabias) podía decir las frases más filosas. En una oportunidad, frente a un interlocutor que no paraba de hablar de su exilio en España y de lo terrible que había sido el franquismo, le espetó: “Yo también pasé el exilio en España. Y Franco podía no haber prohibido ni el Manifiesto Comunista porque los españoles solo leían el Marca”. El Marca era el diario deportivo. Su interlocutor no logró interpretar si se trataba de un chiste o no.

 

El franquismo censuró y prohibió muchos libros. Declaró, por ejemplo, que Alejo Carpentier era un escritor “insultante contra Dios y la Santísima Virgen”, y sindicó la obra de Cortázar como un conjunto de “panfletos subversivos”. García Lorca, Cernuda o Miguel Hernández tardaron mucho en ser publicados durante los tiempos del régimen. Los autores rusos fueron prohibidos. Hemingway, John Dos Passos y Dorothy Parker corrieron la misma suerte.

El franquismo censuró y prohibió muchos libros. Declaró, por ejemplo, que Alejo Carpentier era un escritor “insultante contra Dios y la Santísima Virgen”, y sindicó la obra de Cortázar como un conjunto de “panfletos subversivos”.

Las tijeras del falangismo fueron brutales pero también absurdas. A la versión cinematográfica de Edipo Rey de Pier Paolo Pasolini le cortaron la escena fundamental: la de Edipo acostándose con su madre. Las películas de Tarzán fueron censuradas por considerarse que podían “desviar peligrosamente la atención de los adolescentes de la sexualidad femenina”. Mientras, a La Dama de Shangai de Orson Welles se le modificó una frase: cuando el protagonista –el mismo Welles– decía haber matado a un franquista en Murcia, el espectador español escuchaba “He matado un espía en Trípoli”. La música no la pasó mejor. La canción Vibrators de los Beach Boys no pasó el filtro por su “sentido totalmente erótico, en el que se subliman las excitaciones sexuales”.  Y las chicas en bolas que ilustraban el disco Quadrophenia de The Who fueron pintadas rigurosamente por los censores colocándoles bikinis.

 

Solemos pensar en la gente que sufrió persecuciones y torturas. Evocamos poco, en cambio, en quienes simplemente no pudieron soportar la indignidad de no poder abrir un libro. O en aquellos que sufrieron simplemente por no poder ver una película o escuchar un disco. Esa gente cuya única rebelión vital consistía en buscar en algún texto la combinación de verdad y belleza. Las dictaduras arrancan vidas pero también páginas y escenas. Fusilan pedazos de historia y de cultura. Es, en realidad, otra forma de arrancar la vida.

 

Algo así sentía Manuel Fernández Fernández. Para todos era simplemente un futbolista. Pero él no lo sentía así. Le faltaba algo y nadie lo quería ver.

Las dictaduras arrancan vidas pero también páginas y escenas. Fusilan pedazos de historia y de cultura. Es, en realidad, otra forma de arrancar la vida.

Entonces, despuntaban los últimos soles de la década del 40. Y él era, para todos, ese chico que corría como un loco por la cancha del club favorito del régimen franquista. La hinchada lo adoraba. Y los rivales le temían. Manuel Fernández Fernández no era el ídolo del Real Madrid. Él era el Real Madrid.

 

Los diarios y las revistas lo mencionaban con respeto, como sucede con los grandes artistas. Los cronistas resaltaban sus características de juego y, cuando los hinchas del Madrid se preguntaban de dónde había salido ese crack, ellos contaban su historia. Aseguraban que había empezado en dos clubes modestos: el Navia, y el Arenas de Alcabre. Relataban su paso por el Celta de Vigo, el club en el que había comenzado a alimentar sus sueños de gloria, y afirmaban que siempre había sido así: goleador y combativo.

Solemos pensar en la gente que sufrió persecuciones y torturas. Evocamos poco, en cambio, en quienes simplemente no pudieron soportar la indignidad de no poder abrir un libro. Algo así sentía Manuel Fernández Fernández, Pahiño. Para todos era simplemente un futbolista. Pero él no lo sentía así. Le faltaba algo y nadie lo quería ver.

Casi nadie, sin embargo, lo llamaba por su nombre. No era Manuel Fernández Fernández sino Pahiño. Su apodo -que en gallego significa “pequeña ave de mar”le calzaba justo: había nacido en 1923 en Navia, una localidad costera en la que había aprendido a huir. De pequeño huía de la siembra en la que se veía obligado a trabajar por pertenecer a una familia pobre. Huía de los guardias civiles que buscaban a su familia comunista durante la guerra civil. Huía para jugar al fútbol en la playa. Huía para encontrarse con una pelota.

 

Entre huida y huida había cimentado una carrera de éxito. El Celta le había dado lugar para mostrar todas sus cualidades como 9 de área raso y goleador. Durante un partido desempate por la promoción contra el Granada, ganó fama de aguerrido. Había jugado todo el segundo tiempo con el peroné roto después de meter dos goles en el primero. Su impetuosidad no era, sin embargo, solo futbolística. Tuvo que irse del Celta por protestar por los  bajos salarios que cobraban él y sus compañeros. Llevaba cinco años en el club y 56 goles. Pero no sirvieron de nada. Lo tacharon de “rebelde” y “conflictivo” y le abrieron la puerta de salida.

De pequeño, Pahiño  huía de la siembra en la que se veía obligado a trabajar por pertenecer a una familia pobre. Huía de los guardias civiles que buscaban a su familia comunista durante la guerra civil. Huía para jugar al fútbol en la playa. Huía para encontrarse con una pelota.

En el Real Madrid, al que llegó en 1948, las cosas no fueron fáciles. Tuvo que conseguir la aceptación del público merengue, muy consustanciado con el régimen.  El Real ya era el club de Franco, y un hombre de izquierdas como Pahiño no era bienvenido. Sin embargo, no fue difícil que los madrilistas lo aceptaran. 121 goles en 141 partidos es una marca que haría que cualquier derechista lo prefiriese a él antes que al Generalísimo.

 

Alfredo Di Stefano, el ídolo histórico del Real Madrid, lo elogió hasta la exageración: “Era un delantero fabuloso, capaz de rematar cualquier cosa. Armaba rápido el disparo y no perdonaba una ocasión. Cuando llegué a España no sabía lo que era un ariete. En Suramérica no se utilizaba. Lo entendí cuando vi a gente como Pahíño”. Para Di Stefano, el fútbol fue una alegría. Pero también le había dejado una pena. No poder jugar con Pahiño. Jamás pusieron los pies juntos en el Estadio de Chamartín. Pahiño se retiró del Real justo cuando Di Stefano llegaba.

 

A pesar de los éxitos, Pahiño fue un jugador sufrido. Aunque el motivo de su dolor no había que buscarlo en la cancha. A veces, se entristecía por todo lo que la dictadura le negaba. Les confesaba a sus amigos que tenía que leer el diario Marca porque esos libros de mierda que estaban habilitados le parecían verdaderamente ilegibles. Hasta que comenzó a hacer lo que cualquier persona como él hubiese hecho.

A pesar de los éxitos, Pahiño fue un jugador sufrido. Aunque el motivo de su dolor no había que buscarlo en la cancha. A veces, se entristecía por todo lo que la dictadura le negaba. Les confesaba a sus amigos que tenía que leer el diario Marca porque esos libros de mierda que estaban habilitados le parecían verdaderamente ilegibles.

Mientras jugaba en el Real, aprovechaba su buen salario para viajar una vez por mes a Barcelona. Allí iba hasta lo de Ismael, un librero de la Rambla de las Flores, a comprar lo que necesitaba. Libros de Hemingway y Dostoievsky. Libros de Tolstoi y Chejov. Para sus compañeros del Real era un exótico que arriesgaba la vida leyendo a los rusos y a los comunistas americanos. Mientras ellos cantaban las canciones del equipo o piropeaban a las chicas que pasaban por la Gran Vía, Pahiño ponía los ojos sobre Adiós a las armas. Cuando ellos decidían fugarse de una concentración o planificaban estrategias para el próximo partido, Pahiño repasaba Memorias del Subsuelo o Los hermanos Karamazov.

Mientras jugaba en el Real, aprovechaba su buen salario para viajar una vez por mes a Barcelona. Allí iba hasta lo de Ismael, un librero de la Rambla de las Flores, a comprar lo que necesitaba. Libros de Hemingway y Dostoievsky. Libros de Tolstoi y Chejov.

Su momento sublime fue, sin embargo, cuando combinó, por fin, fútbol y literatura. Sucedió en 1949, durante su primer partido con la selección española. En el vestuario, mientras los jugadores esperaban el comienzo de un partido amistoso contra Suiza, se acercó el jefe de la delegación, el militar franquista Gómez Zamalloa. Miró a los futbolistas, dio una breve arenga y finalmente gritó: “Ahora, a la cancha, ¡y cojones y españolía!”. Pahiño hizo un gesto e intentó taparse la cara. Pero finalmente lanzó la carcajada. El régimen no se lo perdonó. Y lo expulsó de la selección impidiéndole jugar el Mundial del 50. El diario Arriba, directamente vinculado al régimen, coronó la anécdota con un artículo. “¡Qué se puede esperar de un futbolista que lee a Tolstoi y a Dostoievski!”, se preguntaban los editores.

 

Pahiño se retiró en 1957 jugando para el Granada. “Seguramente nací antes de tiempo”, solía decir. Creía que el mundo del fútbol español no estaba preparado para sus ideas.

 

Falleció en 2012 a los 89 años. Poco antes de cerrar sus ojos soltó una frase hermosa: “Mi secreto era estar siempre con los ojos abiertos”. El de Hemingway y Dostoievski parece que también.

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