LUIS J. MEDRANO: ENTRE DOS MUNDOS

Por: Lucas Nine

Un recorrido por la obra de uno de los ilustradores más populares de la Argentina, cuyo trabajo reflejó una doble vertiente muy particular al retratar el imaginario de la clase media. Pasen y vean, señoras y señores.

Entre el abanico de formatos que poblaron el espectro de los medios populares durante del siglo XX ninguno ha caído en un olvido comparable al del almanaque. Para un lector moderno, la sola idea de que un calendario ilustrado sea un vehículo gráfico de importancia similar al de las revistas, los diarios o el cine pertenece al terreno de la demencia. Sin embargo, para los consumidores de imágenes de principios a mediados del siglo pasado, esta suposición distaba de ser algo cómico. El almanaque era su pinacoteca particular, un pequeño Louvre al alcance de todos, donde un pueblo que tenía vocación para la imagen afinaba el ojo y educaba el gusto.

Entre los artistas que produjeron su obra especialmente para este medio, se suele destacar la gauchesca de Florencio Molina Campos, que, realizada a partir de 1931 para la firma Alpargatas, conformaba una especie dedespedida colectiva, ejercicio de gimnasia mnemotécnica o ficción de recuerdo para aquellos recién bajados del barco. El gauchaje cómico de Molina Campos, inofensivo a fuerza de caricatura y querible en tanto pintoresco, proponía este espacio tranquilizante en el cual los que habían llegado hacía poco pudiesen poner las primeras cuatro estacas de la casita sin temer polvaredas aviesas en el horizonte.

Para 1946, con las cuatro estacas bien afianzadas y más de una generación en su interior, la casa pudo finalmente mirarse al espejo. Ese fue el año de la llegada de Luis J. Medrano a las láminas de Alpargatas. La diferencia fundamental entre la propuesta de Medrano y la de Molina Campos (o el ciclo sobre el Martín Fierro realizado por Mario Zavattaro) era el carácter urbano de lo retratado. Urbano pero no apiñado: el universo propuesto por Medrano es, por lo general y salvando algunas excepciones, el de los barrios populares de la Capital Federal y del Gran Buenos Aires, al que podríamos adscribir el de otros conurbanos de las otras pocas grandes ciudades de la Argentina de entonces.

Para los consumidores de imágenes de principios a mediados del siglo pasado,  el almanaque era su pinacoteca particular, un pequeño Louvre al alcance de todos, donde un pueblo que tenía vocación para la imagen afinaba el ojo y educaba el gusto.

Definir a la producción de Medrano mediante el término “costumbrismo” no es faltar a la verdad,  pero sí incurrir en injusticia poética. El lápiz afiladísimo del dibujante desborda en detalles, y el almanaque es el lugar justo donde ponerlos (el montón de botellas vacías de cerveza oculto bajo la escalera que no se vio hasta el lunes se complementa con aquellos que se descubrirán el miércoles), trascendiendo el apunte milimétrico hasta convertirlo en un arquetipo original que encierra de una vez y para siempre, como el genio en su botella, toda la experiencia de una generación. No es tanto que el macetón de cemento de la esquina del patio sea el de todos los días, sino que no es concebible que fuese de otra manera. Se trata del macetón con el que uno tropieza en sueños y la memoria del dedo gordo del pie lleva grabada el recorrido geométrico de su borde.

Todo lo representado por Medrano, a pesar de poder situarse en un momento muy preciso del día (uno casi toca el minutero) pertenece al terreno de la eternidad.

La galería de situaciones propuestas pasa revista a un imaginario preciso: el sábado “inglés”, los ravioles en familia, la visita a la cantina de La Boca, el partido de futbol. El patio de la casa chorizo opera a modo de ágora, los domingos atiende la pitonisa. Todo lo representado por Medrano, a pesar de poder situarse en un momento muy preciso del día (uno casi toca el minutero) pertenece al terreno de la eternidad. El matrimonio entrado en años que corre con los nenes por una superpoblada playa de Mar del Plata en dirección a un mar al que nunca llegará, ingresa en cambio al monumentalismo desaforado de los muralistas mexicanos. Los volúmenes escultóricos del Señor Gordo, fijado para siempre en su éxtasis marino, harían parecer pálidos y fofos los nudillos de hierro de un Carpani.

Una sombra se cierne, sin embargo, sobre la postal: un señor “bien”, de sombrero blanco, instalado debajo de una sombrilla, enfrascado en la lectura de La Razón, que da ostensiblemente la espalda a nuestro matrimonio. Volverá a aparecer en la lámina titulada Partido, dirigiéndose -de manera ceremoniosa- en dirección contraria a la de la multitud que va a la cancha. Se trata del “contreras”. Medrano le dedicaría una serie completa, aparecida en la revista PBT durante los años 1951 y 1952, en la que el Contreras sale del armario para ser, ya de manera decidida, alegre y obstinada, el clásico prototipo del antiperonista. El “automóvil justicialista”, La Razón de mi Vida, los desfiles, la imagen (fotográfica, no intervenida por el lápiz de Medrano) de Perón y Evita en un noticiero… todo funciona de revulsivo para un Contreras que se retira indignado de calles, plazas y salones.

Medrano le dedicaría al “Contreras” una serie completa, aparecida en la revista PBT durante los años 1951 y 1952, en la que este personaje sale del armario para ser, ya de manera decidida, alegre y obstinada, el clásico prototipo del antiperonista.

Otra cosa son sus Grafodramas. La tira apareció en el diario La Nación desde 1941 hasta el año de su muerte, en 1974. En ellas, el blanco y negro preciso de un cirujano -Medrano es un artista de “línea clara” antes de que el término fuese siquiera concebido- sirve para delinear una viñeta larga, en Cinemascope (otro adelanto técnico) en la que se cuenta una situación que no requiere más que la palabra que titula cada entrega.

Tenía en mi cabeza la idea de que, mientras los almanaques de Medrano retrataban el imaginario de las clases medias -por no hablar del Contreras-, los Grafodramas de La Nación reflejaban el de las clases altas: clubes nocturnos, chicas de sociedad y cosas por el estilo. Es cierto que estos últimos escenarios suelen preponderar en el Grafodrama -acaso por la ponderada síntesis que impone la billetera de sus actores- pero, revisando la evidencia, veo que no es tan así y que los motivos vienen más bien mezclados. Sospecho que fue Carlos Trillo el que me metió esa idea en la cabeza (suena a algo de Trillo, por lo menos). El concepto es relativo; pero de alguna manera funciona, se puede sostener… en alguna discusión en uno de esos cafés que tan bien dibujó Medrano.

Digamos, para empatar los tantos, que la clase media que dibujó Medrano se soñaba como salía en los almanaques de Alpargatas durante el día y bajo la apariencia de un Grafodrama a la noche. Como corresponde: vestida con tinta china.

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