NORDELTA Y LA MUGRE

Por: Ania Tiziani y Débora Gorban

El caso de las trabajadoras de la urbanización de zona norte que protestaron tras ser despojadas del  transporte que las trasladaba a sus lugares de empleo  visibilizó en tono de escándalo las condiciones que atraviesan en las diferentes ciudades argentinas las mujeres que se emplean en el servicio doméstico. Discriminadas y muchas veces humilladas, lograron vencer el aislamiento propio de la tarea puertas adentro de las casas, al construir una acción colectiva que les permitió actuar sobre sus precarias condiciones de trabajo y visibilizarlas con dureza. Por Ania Tiziani y Débora Gorban*.

– Susana, llevate la carne del congelador.

– Pero señora, yo no tengo perros…

– Ay, ya sé tontita, ¡es para vos!

 

Este diálogo tan absurdo forma parte del monólogo del comediante Jony Pérez. En todo chiste hay una verdad, dicen. Lo cierto es que estas situaciones se dan a diario en hogares con empleadas domésticas trabajando de sol a sol. Mi vieja hace veinte años que se desempeña limpiando casas de new rich. Laburó gran parte de su vida en fábricas del tercer cordón del conurbano hasta la llegada del neoliberalismo. Con el menemismo en el poder, el uno a uno, las pequeñas y medianas empresas empezaron a cerrar de a poco y los empleados iban quedando en la calle. Muchos hicieron un gran negocio con la convertibilidad. Otros invirtieron en un kiosco o en el famoso parripollo. Los excluidos del sistema,  como siempre, con los peores trabajos. Mi vieja arrancó en un caserón de Tigre. Le pagaban $35 por semana más viáticos. Cada tanto la compensaban con regalos, casi siempre souvenirs de los tantos viajes a Miami de sus patrones. Algunos años le dejaban la llave de la casa cuando ellos vacacionaban en el exterior. Así, mis hermanas yo nos sentíamos burgueses durmiendo cada uno en una habitación, de las tantas que tenía ese hogar. También disfrutábamos de la piscina y del agua corriente de las canillas. Durante muchos años sus empleadores le hicieron creer a mi vieja que algún día ella iba a tener todo eso, si se esforzaba. Una vez le regalaron una bolsa llena de juguetes y libros. Había de todo,  pero unos libros me llamaron la atención; «Operación masacre» de Rodolfo Walsh y «El manifiesto comunista» de Marx & Engels. Libros que irían a parar a la basura. Los leí pero no los entendí hasta hace un par de años. Mi vieja hace rato que perdió el rumbo. Ella se siente parte del grupo de los opresores. Tantos años escuchando el discurso de la meritocracia y de soportar los lamentos de los patrones para no aumentarle el sueldo, le hicieron mal. A mi vieja, cuando no aguante más, se la van a sacar de encima sin haberle aportado un centavo a su jubilación. Pienso en esos libros que iban a tirar y a mí me salvaron la vida. Pienso en las tantas empleadas domésticas que van a abandonar cuando sus cuerpos digan basta. Pienso en nosotros, desechos del capitalismo.

 

Damián Quillici**

 

Hace diez días, la protesta de las trabajadoras de casas particulares de Nordelta se hizo viral. No solamente se visibilizaron las condiciones de exclusión y discriminación que viven las trabajadoras en esta urbanización privada, sino que la realidad del trabajo doméstico remunerado ocupó por varios días las tapas de los diarios y llamó la atención de los medios de comunicación. No es la primera vez que el maltrato y el clasismo inherentes a esta relación laboral salen a la luz. Sin ir más lejos, hace casi un año, la voz del ex Ministro de Trabajo Jorge Triacca insultando en un audio de Whatsapp a la trabajadora que contrataba generaba una indignación similar.

 

La protesta de las trabajadoras de Nordelta puso de manifiesto que estas mujeres atraviesan situaciones de explotación laboral y una discriminación cotidiana. Los y las propietarias de Nordelta les prohíben utilizar el único transporte privado que hace el recorrido desde el “afuera” de la urbanización hacia sus lugares de trabajo. Para estas mujeres, la segregación espacial se conjuga violentamente con  prácticas de inferiorización: el color de su piel, su origen social, su identidad de género, sus certificaciones escolares, su forma de vestir, de hablar, su olor… Estas son algunas de las marcaciones que se despliegan en los argumentos de empleadoras y empleadores para justificar sueldos de miseria, exclusiones espaciales, restricciones sobre la comida que pueden consumir y sobre el uso de ciertos objetos. En definitiva, una legitimación de desigualdades y de condiciones de trabajo precarias y denigrantes que Damián Quillici describe crudamente al inicio de esta nota, en el relato de su historia personal y familiar.

Para estas mujeres, la segregación espacial se conjuga violentamente con  prácticas de inferiorización: el color de su piel, su origen social, su identidad de género, sus certificaciones escolares, su forma de vestir, de hablar, su olor.

Nordelta no es sin embargo una excepción. Amplifica y reproduce – exacerbadas tal vez por las características propias de ese tipo de urbanización- las condiciones laborales que atraviesan en las diferentes ciudades argentinas las mujeres que se emplean en el servicio doméstico. Unas condiciones de trabajo que no pueden escindirse de la relación personal, cara a cara, con las empleadoras y empleadores.Nordelta se destaca por condensar y magnificar, frente a la mirada escandalizada de todxs, una relación laboral a la que todavía a muchxs cuesta denominar en estos términos.

Siempre a un paso de ser definida como una “relación afectiva y familiar”, el trabajo doméstico remunerado se desarrolla en gran parte puertas adentro, en el domicilio de la familia empleadora. Allí las trabajadoras están aisladas, realizan una tarea en donde la proximidad física colisiona con la distancia social respecto de sus empleadoras. Distancia que se cristaliza en la forma en que son percibidas, en el trato que reciben, en el lugar social que les es asignado. Lo que Nordelta revela es la carnadura de estas relaciones de desigualdad, sin filtro. Escandalizan porque ponen al descubierto prácticas que no son ajenas a otros espacios sociales, a otros territorios y emplazamientos.

 

La configuración del trabajo doméstico remunerado se inscribe en la intersección de la pertenencia de clase, género, origen migratorio o étnico. Hay un sentido común discriminatorio que impregna las imágenes y representaciones sobre estas trabajadoras. Esas imágenes, muchas veces o en la mayoría de los casos, también van acompañadas de un conjunto de prejuicios sobre las capacidades intelectuales y laborales de esas mujeres, justamente por tratarse de mujeres pobres. La condición socioeconómica de quienes se emplean en el servicio doméstico en Argentina es inescindible de circuitos de condicionamientos de género que atraviesan las trayectorias familiares. En la mayor parte de los casos, se trata de itinerarios educativos incompletos debido a inserciones tempranas en el mercado laboral, o truncados por la necesidad de asumir responsabilidades de cuidado desde muy jóvenes.

 

Como pusieron de manifiesto las “quejas” de los y las habitantes de Nordelta, las mujeres que trabajan en el servicio doméstico serían – según los prejuicios socialmente extendidos– vagas, ignorantes, sucias, ladronas en potencia. Y según algunos de sus empleadores, deberían agradecer el trabajo que les “dan”.

La condición socioeconómica de quienes se emplean en el servicio doméstico en Argentina es inescindible de circuitos de condicionamientos de género que atraviesan las trayectorias familiares.

En una investigación sobre la configuración del trabajo doméstico remunerado en la ciudad de Buenos Aires que llevamos adelante entre el 2008 y el 2015 encontramos estas mismas representaciones discriminatorias. Los testimonios de trabajadoras y empleadores allí recabados no se alejan mucho de lo que relatan las mujeres que se emplean en la urbanización privada o el texto de Quillici.  A veces, como sucedió en Nordelta, frente al maltrato, frente a condiciones de trabajo fuera de los marcos regulatorios, y las constantes situaciones de discriminación y de humillación que sufren quienes se emplean en el servicio doméstico, surgen acciones colectivas.

 

En 2010, un grupo de mujeres que trabajaban en los barrios privados situados al norte de la ciudad de Rosario se organizaron junto con el sindicato (UPACP) para reclamar la extensión del servicio de transporte público en la zona. En este caso, lo que se demandaba era que las líneas de colectivo completaran el trayecto hasta la entrada a los barrios privados, además del aumento de la frecuencia del servicio.

A veces, como sucedió en Nordelta, frente al maltrato, frente a condiciones de trabajo fuera de los marcos regulatorios, las constantes situaciones de discriminación y de humillación que sufren quienes se emplean en el servicio doméstico, surgen acciones colectivas.

 

Otra vez, la búsqueda de “exclusividad” y “tranquilidad” de las familias empleadoras se contradice con la contratación, por parte de estas mismas familias, de mujeres para que se ocupen de la limpieza y el cuidado de sus hijxs, contratación planteada como una “necesidad”.La dificultad de organización ha sido señalada por la literatura como una característica inherente a esta forma de trabajo. Esas mismas condiciones de aislamiento, de escasa sindicalización, la ausencia de un reconocimiento positivo de su tarea laboral, son consignadas como obstáculos para la acción colectiva. Lo que sucedió en Nordelta desmiente esa caracterización. En efecto, como se desprende de nuestra investigación y de otras en países tan lejanos como Hong Kong, existen lugares de encuentro y socialización donde las trabajadoras tejen redes de apoyo mutuo, comparten información y construyen una cultura colectiva de trabajo. Los medios de transporte (pero también las plazas y las entradas de los colegios) son  espacios centrales en la construcción de esa cultura colectiva que les permite actuar sobre las condiciones precarias de trabajo que experimentan.

 

Es esta acción colectiva, la visibilidad de la protesta, la que trajo al centro de la escena formas históricas de discriminación y de explotación que no se circunscriben a Nordelta o a las grandes mansiones, sino que configuran el trabajo doméstico remunerado en Argentina.

Los medios de transporte (pero también las plazas y las entradas de los colegios) son  espacios centrales en la construcción de esa cultura colectiva que les permite actuar sobre las condiciones precarias de trabajo que experimentan.

*Ania Tiziani y Débora Gorban: Investigadoras y docentes, Conicet- Instituto de Ciencias, Universidad Nacional de General Sarmiento.

 

**Damián Quillici: Comediante de stand up argentino. Nacido en el Barrio Las Tunas, partido de Tigre. Con monólogos basados en denuncia social llegó a los medios como referente del ‘stand up villero’. Actualmente narra historias y crónicas bajo el seudónimo «El Freud de la Villa».

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