HASTA QUE LA MUERTE LOS SEPARE

Por: Alejandro Caravario

A falta de fútbol, el aislamiento social preventivo y obligatorio permite encontrar en las plataformas de streaming algunas joyas como el documental que narra la campaña del Sunderland, un equipo sufrido del noreste de Inglaterra en el que se cruzan la intimidad del plantel, la trastienda de los gerentes  y la vida de los hinchas. El club bombea la sangre que irriga a una ciudad entera.

En cuarentena, el tiempo se torna viscoso y el tedio amenaza. A falta de una portentosa imaginación que permita trascender las paredes del departamento para aterrizar en alguna playa de arenas inmaculadas, la gente suele echar mano del control remoto. Y el fútbol es un entretenimiento efectivo para ventilar la cabeza saturada de información sanitaria. Claro que, dada la nula actividad, hay que conformarse con el archivo: los mejores goles del año pasado, la campaña del equipo campeón de 2006, el revival de los Mundiales y así. Pero sin la incertidumbre del resultado, sin los avatares impensados del presente puro, el juego pierde su gracia. Se transforma en un museo de emociones destempladas (¿por qué Fulanito grita tanto el gol, si su equipo va a perder el partido?) y jugadas vacuas. Veintidós tipos corriendo detrás de la pelota. Mejor que esto, mucho mejor, es clavar en Netflix la serie Del Sunderland hasta la muerte (Sunderland ‘Til I Die), cuya segunda y formidable temporada está disponible en la famosa plataforma desde hace unos días.

 

La saga detalla la campaña del Sunderland, equipo sufrido del noreste de Inglaterra y objeto de adoración en una ciudad portuaria de clase trabajadora que supo de épocas más prósperas antes del huracán Thatcher. El documental aborda en simultáneo la campaña y la intimidad del equipo, la trastienda de los gerentes (el club es, en rigor, una compañía privada) y la vida de los hinchas, fanáticos de todas las edades que parecen fugados de una película de Ken Loach. El registro exhaustivo es el del reality: asistimos a reuniones decisivas en las que se define la transferencia de un futbolista, a confesiones dignas de psicoterapiaa cargo de jugadores o cuerpo técnico y hasta a charlas conyugales del dueño del club en su propia cocina. Del mismo modo, los fanáticos abren sus puertas, repasan las cuitas de los últimos torneos y exhiben sus temores y orgullos.

La saga detalla la campaña del Sunderland, equipo sufrido del noreste de Inglaterra y objeto de adoración en una ciudad portuaria de clase trabajadora que supo de épocas más prósperas antes del huracán Thatcher.

La cámara está siempre ahí, reportando las repercusiones del finde semana, según el resultado del equipo. Como un tripulante más de esa nave zigzagueante, de esa familia que el espectador, sin oponer resistencia, aprende a querer con el correr de los capítulos.

 

En paralelo al realismo sin filtro que busca con eficacia la empatía del público, la prodigiosa edición nos coloca en una película de suspenso. ¿Logrará el ascenso el Sunderland? ¿Se llegará a los 40 mil espectadores este sábado en el Stadium of Light, objetivo por el que la dirigencia hizo una arrolladora promoción? ¿Se quedará el delantero estrella cuyo representante lo quiere vender a un club extranjero a toda costa? ¿Qué pasará si finalmente se va? Tanto los partidos –el espectador se siente dentro de la cancha– como la actividad semanal del heterogéneo elenco son narrados con especial atención a la progresión dramática. Y se sabe que el drama es más constitutivo del fútbol que la excelencia técnica y los récords consignados en la planilla estadística.

 

En esta segunda temporada, nos encontramos con los Gatos Negros en la League One, es decir la tercera categoría del fútbol inglés. Algo así como la B Metropolitana en nuestras pampas. Los seis capítulos corresponden al campeonato 2018/19, por lo que cualquier espectador podría conocer de antemano, mediante una breve búsqueda en la web, la trayectoria del equipo y su posición final. Pero, quedó dicho, sería echarle soda al vino. Resignar la intensidad teatral.

 

En la temporada inicial –muy recomendable también–habíamos seguido el vertiginoso derrumbe del equipo: de codearse con los tanques de la Premier League, afronta luego dos descensos consecutivos. Y ahí lo reencontramos, en el arrabal opaco del ascenso. Por lo tanto, la tarea primordial a esta altura es recomponer la moral dinamitada tanto en el campo de juego como en las tribunas. El nuevo entrenador, Jack Ross, se perfila rápidamente como un empleado eficiente para la tarea y el optimismo parece regresar al plantel. Pero nada bueno dura para siempre, mucho menos en el Sunderland, así que los vaivenes anímicos, las ilusiones desairadas y los sucesivos renacimientos marcan la temperatura emotiva de la serie, en la que sobresale la lealtad de la afición.

 

“¿Por qué nunca celebramos nosotros?, ¿por qué nunca nos toca?”, dice mientras lagrimea una señora emponchada de rojo y blanco al cabo de una tarde de derrota. Suena crudo y desolador porque suena a confirmación de un destino ingrato. Un destino–inamovible por definición– que amaga con no compensar jamás el aguante de la hinchada. Pero los hinchas, grandes protagonistas de la serie, siempre se levantan. Siempre están dispuestos a gastar lo que no tienen para conservar su abono.

 

El club bombea la sangre que irriga la ciudad entera. Hasta el sacerdote pide por el Sunderland en su homilía. Sabe que en el templo de la pelota se ejerce una fe superior y la respalda como buen pastor. También vemos a un veterano de las ocupaciones de Irak y Afganistán comparar la mística del ejército con la respiración comunitaria en las tribunas.Un diagnóstico con pretensiones sociológicas mencionaría la sustitución de las evaporadas expectativas personales o de clase a través del fútbol. El equipo del barrio llena agujeros, presta sentido a las biografías rengas. Lo cierto es que una veneración que cuesta unir solo a un escudo deportivo y una identificación poderosa e idealista son los fundamentos de la conducta tribal de los hinchas de casi todas partes. Y los del Sunderland exageran estos rasgos (de un modo conmovedor, hay que decirlo). Aquí la imbricación de la vida cotidiana y el fútbol es absoluta.

Un diagnóstico con pretensiones sociológicas mencionaría la sustitución de las evaporadas expectativas personales o de clase a través del fútbol. El equipo del barrio llena agujeros, presta sentido a las biografías rengas.

En furioso contraste, del otro lado del mostrador, en el revés de las liturgias históricas delos fanáticos, de su frenesí y su amor sin barreras, se yergue el fútbol moderno. El fútbol regido por gerentes con pautas corporativas. “Es muy difícil ser el responsable de las emociones de tanta gente”, dice con enorme sabiduría el dueño del club, Stewart Donald. Sabe que el núcleo de su negocio es una mercancía sensible como los sentimientos. De modo que su artillería empresaria colmada de asesores, tecnología de punta, estrategias de marketing, personal del enlace y contratos al por mayor debe concentrarse en mantener el hechizo vigente. Para que la cosa funcione y sea al menos sostenible, como se dice en estas lides, es indispensable reciclar el entusiasmo, el fuego que arde en las gradas.

 

Charlie Methven es el director ejecutivo de los Gatos Negros y voz cantante de la serie. Su empeño apunta a “cambiar la cultura” del descuido y la derrota por la eficiencia y el triunfo. Tanto en las oficinas como en la cancha. Ese es el producto Sunderland que aspira a fundar. Intuitivo, egocéntrico y autoritario hasta el maltrato con el nutrido staff, Methven jamás habla de fútbol. Nunca una opinión personal estrictamente deportiva –táctica, histórica– asoma a sus labios. Podría conducir un club o una fábrica de medias. Esa es la sensación. Él quiere provocar esa sensación.

 

Tal convivencia entre la tradicional obstinación afectiva de los hinchas y la cultura de empresa es una constante del fútbol inglés de los últimos años. Es cierto que en la tribuna ya no habitan los hooligans (entre otras razones, los sacó de las canchas el encarecimiento elitista de las entradas), pero la cándida pasión del público no ha sufrido grandes alteraciones. En tanto, los clubes se convirtieron en la presa codiciada de millonarios de distinto pelaje. Rusos de fortunas polémicas como Roman Abramovich, dueño del Chelsea, faraones del petróleo como su alteza Mansourbin Zayed Al Nahyan, capo del Manchester City del Kun Agüero, han apostado a un negocio cuyo flujo de dinero produce más sospechas que rentabilidad. Quizá solo se trate de caprichos caros, aunque cuesta creerlo.

La convivencia entre la tradicional obstinación afectiva de los hinchas y la cultura de empresa es una constante del fútbol inglés de los últimos años. Es cierto que en la tribuna ya no habitan los hooligans (entre otras razones, los sacó de las canchas el encarecimiento elitista de las entradas), pero la cándida pasión del público no ha sufrido grandes alteraciones.

En la primera temporada vemos que el propietario anterior, un businessman del rubro inmobiliario llamado Ellis Short, se desprende del club porque se hartó de poner plata. Estimaciones periodísticas señalan que perdió alrededor de 200 millones de libras durante su gestión, lo que somete a entredicho, por decir poco, la supuesta destreza privada para controlar instituciones deportivas. De hecho, la serie que nos ocupa fue un encargo de Short a la productora Fulwell 73 (sus titulares, Leo Pearlman y Ben Turner, son fanáticos de Sunderland) no para documentar momentos épicos sino para atraer a posibles compradores. Tal vez no haya conseguido interesar a los siempre esquivos inversionistas, pero está sembrando de nuevos hinchas la patria global.

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