EL PASAJE MÁS DIFÍCIL

Por: Paula Abal Medina y Martín Rodríguez

2019, año electoral: ¿podremos traducir políticamente este momento histórico como definitivamente otro? ¿Qué nuevo pacto de reconocimiento se puede sellar entre lo que miramos y el mundo? Quienes gobiernan la parte que hoy crece no parecen ser presidentes de carambola. La nostalgia se está convirtiendo en un potente sentimiento político, otra vez. Trump y Bolsonaro son ejemplos demasiado elocuentes.  El regreso a un supuesto tiempo armonioso -un orden que es dolor apagado, como decía Pasolini- con un tiempo y un espacio para cada cosa y con cada quien en su lugar.

2019, año electoral: ¿podremos traducir políticamente este momento histórico como definitivamente otro? ¿Qué nuevo pacto de reconocimiento se puede sellar entre lo que miramos y el mundo? Quienes gobiernan la parte que hoy crece no parecen ser presidentes de carambola. La nostalgia se está convirtiendo en un potente sentimiento político, otra vez. Trump y Bolsonaro son ejemplos demasiado elocuentes.  El regreso a un supuesto tiempo armonioso -un orden que es dolor apagado, como decía Pasolini- con un tiempo y un espacio para cada cosa y con cada quien en su lugar.

 

¿A dónde podría llevar el hilo de la nostalgia argentina? ¿Desembocaría en algún lugar más productivo que el simple anti-peronismo? ¿Cuál es la prehistoria de los setenta años ‘que arruinaron el país’? Cambiemos pasó de presentarse como el antídoto contra la inmediatez, el kirchnerismo, para ensayar una onda más larga de ‘la degeneración nacional’. Si Trump fuera argentino podría evocar el nosotros de la patria de Manuel Fresco. ¿Pero qué tiempo perdido terminará por balbucear esta experiencia de gobierno que aún no sabemos si se sostiene como ismo (macrismo)?

 

Del otro lado, nuestro conflictivismo sin novedad. En Melancolía de izquierda, Enzo Traverso traza el recorrido que va de la utopía a la memoria: “La crítica melancólica de una izquierda que no se ha resignado al orden mundial esbozado por el neoliberalismo, pero que no puede renovar su arsenal intelectual sin identificarse empáticamente con los vencidos de la historia”. En Argentina esta identificación destrabó un caudal de energía durante los años kirchneristas: el pedido de perdón en nombre del Estado del setentismo sobreviviente, los juicios a los genocidas, lo que contiene el cántico “no nos han vencido”… y muchas más formas que no vamos a enunciar porque produciríamos el mismo hastío que sentimos ahora al enumerar sólo estas pocas. Sin renegar, sabemos que fueron realizaciones y con ellas hubo otras aún más importantes. Pero como insumo político, la melancolía caducó, terminó por solapar lo más acuciante de cualquier tiempo: la interpretación de las rupturas, porque convengamos que hace rato que el siglo veintiuno es otro siglo. Y hace mucho más aún que la fragmentación del tejido social no tiene traducción política.

Como insumo político, la melancolía caducó, terminó por solapar lo más acuciante de cualquier tiempo: la interpretación de las rupturas, porque convengamos que hace rato que el siglo veintiuno es otro siglo.

 

Esta cuestión se vuelve determinante en este 2019 electoral: no se trata sólo de ganarle a lo que gobierna la Argentina, está en juego ganar con una creación política y no como agonía de un ciclo perimido. La creación como respuesta colectiva al siguiente interrogante: ¿cómo se reconecta lo social con lo político?

Mufa de segunda

¿Cómo reconstruir el entusiasmo? ¿Cómo recuperar una mística que implique no sólo “ganarle a Macri”, sino también la fe en lo que se tiene que hacer, en un proyecto, una alternativa que involucre un horizonte para todos los argentinos y no sólo una “vuelta” que parece el retorno cansado a la casita del Estado?

 

Releíamos hace poco algunos editoriales de Eco Contemporáneo -una revista que salió en 1961, dirigida por Miguel Grinberg- y algo nos dijo del presente la idea de una generación mufada manifestándose harta del Mundo Caduco. Las distancias son enormes, cuesta imaginar incluso la mufa entre los “grandes ismos” de aquel entonces. Los de hoy son en cambio bastante magros. Podrían dejar en el entremedio a montones. Las formulaciones que hacemos… el gorilismo, el medio pelo, los traidores y todo lo demás… nos resuenan ahora barrocas, un poco impostadas, se está apagando lo que nos conectaba a estas palabras, eso que habilitó conquistas reales en años recientes. Nos quedan por supuesto algunos recuerdos intensos de lo vivido como en las jornadas bicentenarias. “No bastan todas las palabras del mundo para participar una emoción”, decía Grinberg en algún número de la revista.

 

Pasan los años y el peronismo no recupera el flujo vital movimientista, la CGT no se hace inmensa, no sólo no se hace inmensa sino que se contrae incluso un poco más. Las formas políticas no se reinventan y quedan reducidas a segmentos. El poder no sintoniza con la transformación. Mientras todo esto no ocurre los pibitos de este país la pasan mal, muy mal, y el problema de los males sociales cuando duran es que se cargan para siempre. Si volvemos a la mufa, decimos como David Blaustein, las aperturas de Cristina son “trascendidos” más que hechos políticos.

 

Se habla de unidad pero las chicanas continúan alimentando broncas. Las convocatorias de ímpetu replicador que terminan en mini cacerolazos festejados en grupúsculos de Whatsapp como si fueran grandes jornadas históricas no dan para más.

En este 2019 electoral no se trata sólo de ganarle a lo que gobierna la Argentina, está en juego ganar con una creación política y no como agonía de un ciclo perimido.

Enraizar y ramificar, o qué otras fórmulas

La desconexión entre lo social y lo político es a nuestro juicio el problema principal. En 2001 se expresó con un estallido descomunal. Los avances, que son deudores de aquellos tiempos, no transformaron el modo de metabolizar lo social.

 

El peronismo alguna vez ramificó la política. Buscó formas de contrapesar el liberalismo político con la expresión política de la organización popular. Entonces eran las tres Ramas: la política masculina, la política femenina, la sindical. Esta fórmula buscó enriquecer la representación política y reconocer la entidad del movimiento obrero organizado. Según Buchrucker entre 1946 y 1955 más de 3000 sindicalistas ocuparon diversos puestos de gobierno, en calidad de ministros, secretarios de Estado, diputados, agregados obreros en el servicio exterior, concejales, etc. El porcentaje de diputados nacionales pertenecientes a los estratos más altos de la sociedad disminuyó del 30 al 5%, y casi la mitad de los parlamentarios peronistas constituyeron el bloque de origen gremial. El autor menciona la participación de los sindicatos en el Segundo Plan Quinquenal. Y por supuesto el sufragio femenino y la elección directa del presidente y de los senadores. Agrega: “en los niveles superiores de la estructura partidaria peronista predominaba el centralismo, a través de los ‘interventores’, pero en los niveles inferiores siguieron dándose elecciones de dirigentes y discusiones internas”. Buchrucker tiene que concluir reconociendo que: “La experiencia argentina previa a 1946 no podía ofrecer nada que fuese más atractivo o motivante en materia de participación a las clases menos favorecidas del país”.

La desconexión entre lo social y lo político es a nuestro juicio el problema principal. En 2001 se expresó con un estallido descomunal. Los avances, que son deudores de aquellos tiempos, no transformaron el modo de metabolizar lo social.

 

Hace unos años, cuenta Felipe Solá en su autobiografía, José Manuel De la Sota ironizó sobre la rama sindical llamándola la rama seca. Más allá de la ironía no queda otra que reconocer que el sindicalismo se encoge y es obligado a retroceder desde hace varias décadas. La realidad viva de la sociedad no puede seguir siendo la convidada de piedra de la política.De las muchas discusiones en el campo opositor durante estos años macristas hay una que estuvo a punto de llegar la sangre al río. La que tuvo que ver con la “economía popular” y con las políticas sociales. Es decir, aquella que involucraba una de las herencias sordas de la “década ganada”: la pobreza que aún permanecía y que no se había podido erradicar. De hecho, cuando se sancionó en noviembre de 2016 la ley de emergencia social, se resintió la división entre organizaciones sociales y kirchnerismo en virtud de la negociación y el diálogo que estas organizaciones mantenían y renovaban con el Estado, con el gobierno y con las figuras particulares (Carolina Stanley, sobre todo). No tiene sentido retomar eso, pero sí y solo sí lo que es capaz de poner en escena el motivo de este texto: el lugar político de las organizaciones sociales. Nadie se iba a exaltar demasiado con que un sindicalista pisara las oficinas del Ministerio de Trabajo. Todos lo hicieron. Todos prontamente reconstruyeron lazos de conversación con el nuevo elenco oficial. Así se los impone la responsabilidad. Con mejor o peor representación, con mayor o menos “clasismo”, representaciones de capas bajas o medias, ningún sindicalista se negó a sentarse a la mesa de negociación. Representar a otros, siempre es un poco “dormir con el enemigo”. La objeción que resaltamos ocurrió más en el seno de una representación menos institucionalizada: la de los más pobres, la de los excluidos, la de los que “cobran planes”, según el vocabulario promedio. Se trata del modo en que se resitúa un conjunto de políticas públicas (no sólo la AUH, obviamente, que además no es un “plan”) con quienes negocian en nombre de ellas desde abajo. Si el kirchnerismo había, a grandes rasgos, instrumentalizado el recurso humano de esas organizaciones sociales para hacer más profunda la capacidad estatal, también esa nueva identificación (kirchnerismo y movimientos sociales) colocaba en una situación más ambigua y débil a esos movimientos con el nuevo gobierno, con el “nuevo Estado”. Los intendentes o lo sindicalistas estaban sentados en la mesa, pero… ¿los movimientos sociales podían no “negociar”?Un intendente negocia coparticipación u obras. Un sindicalista negocia paritarias e incluso la defensa de las fuentes de trabajo. Pero bajo qué protocolo se hacía público ahora el lugar de quienes “representan a los pobres”. Una Argentina con un tercio de su población sumergido en la pobreza tiene quién hable por ellos. Bien, mal, con defectos, con visiones de militantes de clases medias proyectadas sobre “el mundo popular”, toda crítica es válida, pero la realidad es efectiva: en Argentina prácticamente ningún “sector” carece de representaciones.

Si el kirchnerismo había, a grandes rasgos, instrumentalizado el recurso humano de las organizaciones sociales para hacer más profunda la capacidad estatal, también esa nueva identificación (kirchnerismo y movimientos sociales) colocaba en una situación más ambigua y débil a esos movimientos con el nuevo gobierno, con el “nuevo Estado”.

El Estado-desocupado 

Si en los años 80 nacía la militancia de derechos humanos, en los años 90 había nacido la militancia social. Nacía como sujeto en base a la reparación de un derecho vulnerado durante los años duros de destrucción del tejido productivo. No era una pura novedad. Y no nacía estrictamente “contra” lo político, sino en parte a su pesar, y en parte como evidencia de que en “lo político” no estaba agotada la política, en todo caso: para organizar la demanda de vastos sectores golpeados de esa sociedad. En los cortes de ruta o en los debates televisivos hacían uso de una representación de hecho de los sectores populares. El ataque mediático e intelectual que sufrían era justamente para romper su representación. Eran caciques de su tribu, beneficiarios de recursos públicos que sacaban a la fuerza, eran todo menos un canal que ponía en escena la realidad de otros millones que los podían ver por TV. En síntesis: no hubo nada más coordinado que el ataque a quienes osaran hablar “en nombre de los pobres”.

Lo social debe volver a decirse. Debe retomar voces que lo hagan verosímil. Si la grieta le sirve al macrismo para ganar entonces no nos sirve la grieta.

Pero la militancia social es un reflejo: el reflejo rápido que acompañó un cambio, una mutación, en la Argentina, a partir de la transformación de su aparato productivo. Diríamos: existen “militantes sociales” desde que existe la economía neoliberal en Argentina. Donde termina el Estado o adonde el Estado retrocede, crece esa militancia social.No es una compensación, no es simétrico, pero es parte de una “naturaleza argentina”. Así como el desocupado en Argentina pudo mantener su identidad política (en Argentina se podía perder el estatus laboral pero no el político en la figura del “trabajador-desocupado” o piquetero), también podemos decir que los movimientos sociales son algo así como el “Estado-desocupado”.

 

También en los años 90 el crecimiento de este movimientismo social fue paralelo y no confluyó en la política, y mucho menos con la creación de una oferta electoral relevante. Los intentos fueron magros: el Polo Social del padre Farinello o las distintas alternativas que apoyaba la CTA cuyo slogan marcó una década (“La nueva fábrica es el barrio”).

Existen “militantes sociales” desde que existe la economía neoliberal en Argentina. Donde termina el Estado o adonde el Estado retrocede, crece esa militancia social. No es una compensación, no es simétrico, pero es parte de una “naturaleza argentina”.

El prestigio de “lo social” no tenía traducción inmediata en “lo político” o en “lo electoral”, porque además, esa trabajosa fama, una vez que atravesaba el umbral, se derrumbaba. Como si confirmara una verdadera miga al pasar de pedir “bolsones de comida” a pedir “el voto”. ¿De qué hablamos? Del difícil pasaje de lo social a lo político.

 

Estas palabras anteceden una pregunta que está también en el presente: ¿qué está pasando en las organizaciones sociales y la elaboración de una alternativa política? La gimnasia de la organización callejera y territorial no es la mejor amiga de las mediaciones y la contemplación. No es una política de cara a la audiencia, sino de cara a la base. ¿Qué intercambios tiene lo social para la política y la política para lo social?

 

Pero lo que lo social puede hacer es romper los términos de la “grieta”: esa forma inanimada de la política cuando se va vaciando “de temas” y se caricaturiza. La plaza desde 2015 hasta hoy introdujo, bajo formas novedosas, el problema de la fractura: feminismos, economías y lenguajes. Hay ahí un germen para romper esta política de espectáculo áspero que reduce todo a una rivalidad, y que en esa rivalidad se va quedando “sin temas”. Una telepolítica donde es difícil distinguir a un político de un panelista. Lo social debe volver a decirse. Debe retomar voces que lo hagan verosímil. Si la grieta le sirve al macrismo para ganar entonces no nos sirve la grieta.

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